Celedonio Price ya se acercaba a los sesenta años, y, al parecer, no le preocupaban ni el paso del tiempo ni los indicios del umbral de la vejez: un día acudió a un gimnasio y dijo que quería aprender a hacer el pino. “Y volteretas”, añadió. “También quiero aprender a hacer volteretas”. Los del gimnasio creyeron, o quisieron creer —pues las cuentas no daban para descartar clientela— que ésa era sólo una manera de hablar de Celedonio; que lo que en realidad pretendía era ponerse en forma y mantenerse saludable. Así que lo inscribieron y le programaron una rutina de ejercicios para bajar barriga, muscular las piernas y aliviar las articulaciones. “El pino, ya vendrá sólo”, le dijeron días más tarde. “Y las volteretas, también”. Y todos sonreían, menos Celedonio, que, si se había apuntado allí, era para aprender a hacer el pino y a dar volteretas. Tras varias semanas de aparatos, pesas y caminadores, Celedonio se sentía más ágil de cuerpo y más despejado de mente, pero también más atormentado de espíritu. ¿Aprendería o no aprendería a hacer el pino y a dar volteretas? Y si esto, como le aseguraban, vendría sólo, ¿cuánto tiempo tardaría en llegar? El cuerpo es sabio, conoce sus limitaciones y sus posibilidades, se decía, para conjurar la incertidumbre. Pero su cuerpo, que era sabio, no acababa de encontrar el camino. Lo curioso era que ese mismo cuerpo que no encontraba el camino era el que le pedía —le reclamaba, le exigía— hacer el pino y dar volteretas. Había empezado su corazón. En momentos muy concretos, el corazón le empezaba a latir más de prisa y la respiración se le entrecortaba. Luego, no sólo era el pecho el que se le hinchaba, sino los brazos, que querían agitarse, y las piernas, que querían saltar solas. Un día había tenido la certeza: su cuerpo quería hacer el pino y dar volteretas. Al principio, la idea le había parecido ridícula, pero pronto se había convertido en una obsesión. Por eso se había apuntado al gimnasio. Fue su cuerpo el que tuvo la culpa. Lo había imaginado, soñado y deseado cientos de veces: él se ponía a dar saltos y volteretas, y acababa haciendo el pino. Tal era la alegría irreprimible que sentía ante la presencia de aquella amiga, con la que se encontraba a veces por la calle. Los del gimnasio también tuvieron la culpa. Tendrían que haberle enseñado lo que pedía. De haberlo hecho, tal vez le hubiesen ahorrado los chichones, o la rotura de clavícula. Y el desconcierto a la mujer, quien, mientras le ayudaba a levantarse, no podía ni imaginar los caminos absurdos, imprevisibles y entrañables por los que transitan los amores maduros.
[Familia Price
]
27 Abril, 2008 10:10
[Superhéroes
]
20 Abril, 2008 11:20
Apenas hubo dado el golpe que acabó con la bestia, el caballero tuvo una visión que lo aterrorizó: la noticia de que el dragón no era invencible se difundía como un huracán incendiario por ciudades, villas y aldeas remotas, rebasaba los confines del país y llegaba hasta los lugares más recónditos. Un valeroso desconocido había dado muerte al monstruo. No habría más sacrificios ni tributos. Ya no se malograrían ni las mejores crías de animales, ni las doncellas, ni los jóvenes. La pesadilla había terminado. El rey había decretado un año entero de festejos, había prometido a su hija con el vencedor, lo había llenado de riquezas y lo había nombrado heredero de todos sus dominios. Juglares, poetas, trovadores y cómicos narraban, recitaban, cantaban y representaban la leyenda en plazas, iglesias y castillos. Los niños lo imitaban valiéndose de pieles, cuernos de vaca y lanzas de madera, y las niñas hacían corros, engalanando con flores y ramitas de laurel a sus pequeños guerreros. El mal había sido vencido, y se abría una época de paz y felicidad para todos los hombres. Sin embargo, con la difusión del triunfo del caballero anónimo sobre la abominable bestia también se había sembrado la semilla de la ambición. Muy pronto, nobles y villanos de todas las edades habían querido emularlo y se habían organizado partidas en busca de otras criaturas a las que la imaginación popular atribuía más peligrosidad que a la vencida por el caballero. La fiebre de oro, riqueza y reconocimiento arrasaba a generaciones enteras. Ya ningún niño o adolescente humilde quería ser aprendiz de herrero, alfarero, cocinero, palafrenero, curtidor o sastre. Ahora, todos aspiraban a ser héroes. Los campos, los talleres, las canteras, los mercados, eran abandonados. Los hombres se embarcaban en la búsqueda frenética y desesperada de la fortuna, las mujeres se dejaban contagiar por el delirio colectivo, y en los poblados los ancianos eran abandonados a su suerte. Como consecuencia de las batidas de la muchedumbre, los bosques eran devastados, y toda criatura conocida, desconocida o simplemente rara era aniquilada. Desaparecían de la faz de la tierra no sólo leones, osos, lobos y jabalíes, sino duendes, trasgos, hadas, ondinas, sirenas, unicornios, centauros, quimeras… Y, por supuesto, dragones. El caballero mojó la punta de la espada en la sangre del dragón y le untó la lengua con el líquido. El cuerpo de la bestia, tras un último estertor, se relajó. El caballero estuvo un largo rato quieto, contemplando a su enemigo, el último dragón del que se tiene conocimiento. Cuando volvió a moverse, ya había decidido renunciar a la princesa.
[Sueños
]
13 Abril, 2008 11:31
Fue un sueño raro, de esqueletos. En el sueño, yo era el esqueleto de un escritor casi desconocido al que el esqueleto de una escritora muy importante le había pedido que hiciera de presentador de un libro suyo. Yo me llamaba como me llamo, la escritora se llamaba Olga Xirinacs, y mi esqueleto conocía al suyo desde que mi esqueleto era el de un balbuciente aprendiz de periodista, allá a principios de los Ochenta, y su esqueleto acumulaba, de forma seguida y paulatina, los premios más importantes de la literatura catalana, tanto en narrativa como en poesía. A pesar de tratarse de una relación muy esporádica y asimétrica —el esqueleto de la escritora había publicado más de cincuenta libros, mientras que mi esqueleto había publicado apenas cuatro—, su esqueleto había mostrado siempre mucha simpatía por los escritos del mío y lo animaba a seguir. Así que cuando su esqueleto había manifestado el deseo de que fuera mi esqueleto el que presentara su novela, mi esqueleto había crujido de gozo, vanidad y temor. Era demasiada responsabilidad para mi esqueleto, y eso se había notado la noche de la presentación, en la que mi esqueleto había realizado una intervención torpe, imprecisa, más larga de lo debido y en cualquier caso muy por debajo de lo que la calidad de la novela merecía. Pese a todo ello, el esqueleto de la escritora había aguantado el tipo y salvado la velada, a la que habían asistido esqueletos de amigos y de seguidores fieles de sus escritos, así como esqueletos de algunos colegas escritores. Lo que no había habido era ninguna representación oficial de la ciudad. Ni el esqueleto del alcalde, ni el de ningún concejal, ni el de ningún responsable institucional —Municipio, Diputación, Generalitat, Estado—, habían estado presentes en un acto en el que la escritora más prolífica y galardonada de las comarcas de Tarragona presentaba en público su última novela. La desgracia de los políticos —pensaba mi esqueleto durante el acto— es que nunca aciertan: malo si están y malo si no están. Tras la presentación, y una cena con el esqueleto de la escritora, el de su marido, el del editor Alfred Arola y el de mi mujer, el esqueleto de mi mujer y el mío habíamos ido a parar con nuestros huesos al depósito municipal, a donde la grúa —ésta sí omnipresente— se había llevado nuestro coche por estar mal aparcado. Luego, ya en la cama, mi esqueleto había tenido un hermoso sueño: yo era un escritor al que Olga Xirinacs había encargado la presentación de su última novela, Los viajes de Horacio Andersen, en la que el esqueleto de un pintor abandona su cuerpo por las noches para realizar incursiones fascinantes y estremecedoras por el mundo de los muertos.
[Niños
]
06 Abril, 2008 10:14
Aquella parecía una historia con final feliz. Sin embargo, aunque hubiera sido fácil preverlo, nadie adivinó la reacción que se produciría en el vecindario. Primero fueron sólo indicios vagos: miradas de refilón, sonrisas disimuladas, comentarios a media voz, indirectas, risas sardónicas… Todo eso ocurría cuando el anciano y el niño salían a pasear por las calles del pueblo, o iban al mercado, o se internaban en el bosque en busca de leña. Quizás, si no se les hubiese visto tan contentos de tenerse el uno al otro, tan desentendidos del resto del mundo, tan satisfechos de la vida, los rumores no se hubiesen extendido tan pronto, o hubiesen sido menos crueles. Pero no hay nada que suscite más envidias que la felicidad de los humildes. Meses atrás, el anciano había abandonado el pueblo sin dar explicaciones. Incluso, dada su edad, se llegó a pensar que había muerto despeñado en algún barranco inaccesible del bosque, o fallecido de fatiga en algún camino intransitado, o sido presa de los salteadores. En cualquier caso, el viejo habría sido víctima de una obsesión febril: en los últimos tiempos, le había dado por afirmar que su hijo se había marchado de casa, que posiblemente estaría en peligro y que él debía salir en su busca. Todo el pueblo sabía que él nunca había tenido hijos, así que nadie se lo había tomado en serio, hasta que desapareció. Bueno, la verdad fue que, cuando desapareció, casi nadie notó su ausencia, y, cuando volvió a aparecer, casi nadie hubiese notado su presencia si no hubiese regresado con el niño. “¡Eh, el viejo carpintero tiene un amiguito!” “¿Así que este era tu hijo? Pues, no se te parece…!” “¿No es un poco joven para ti? O tú un poco viejo para él?” Esto fue después, cuando de las sonrisas malintencionadas se pasó a los sarcasmos. Ahora, ya casi no podían salir de casa sin que un corro de chiquillos los siguiera a todas partes y les lloviera de vez en cuando alguna piedra, una boñiga de animal o una fruta podrida. “¡Viejo!” “¡Degenerado!” “¿De dónde has sacado al chaval?” “¿Qué has hecho con sus padres?” La historia, que ya no podía tener un final feliz, tomó un cariz todavía más amargo el día en que se presentaron los carabineros y arrestaron al anciano. Éste, ante el juez, contó una versión increíble: un día, en el bosque, había encontrado un tronco muy especial que había llevado a su taller y había convertido en marioneta. Luego, esa marioneta había cobrado vida y… ¿Para qué seguir? Ningún jurado iba a tomarse en serio una patraña tan complicada.
[Cosas de la vida
]
30 Marzo, 2008 11:57
La casa, de una sola planta, parecía más el garaje de cualquiera de las dos viviendas vecinas que un sitio habitable. Sin embargo, el cartel, escrito con letras de color violeta sobre una tabla de madera pintada de fondo rosa, indicaba que aquella era la “Sede del maestro Nabuto”. La pareja, que había estacionado dos calles más arriba, comprobó la dirección, echó un vistazo a las ventanas de los edificios colindantes, como asegurándose de que no había mirones, y luego llamó a la puerta. Les abrió una mujer que, sin preguntarles nada, los mando pasar. Adentro, lo que desde fuera parecía un garaje era una salita minúscula, con dos sillas de enea, una mesilla sobre la que ardían tres velas cubiertas de celofán rojo, y un biombo amarillo que separaba la estancia en dos. Además de las velas, sobre la mesilla, recubierta con un hule azul cobalto, había un portarretratos de madera con la fotografía ya añeja de un hombre calvo, de bigote abundante, que la pareja identificó enseguida como El Maestro. Las paredes estaban llenas de recortes de periódicos y revistas, y de carteles, todos muy antiguos. Los artículos de prensa hacían alusión a milagros y sanaciones extraordinarias. Los carteles estaban conformados por imágenes de lo que no se sabía muy bien si eran ángeles, hadas, dioses u otros seres mitológicos, pintados todos ellos en primeros planos sobre fondos estrellados y auroras boreales. En el biombo, un cartel plastificado en blanco y negro anunciaba, en letras grandes, “Profesor Nabuto”. A continuación, en letras medianas, se leía: “Sanador, chamán, vidente”. Y finalmente, en letras más pequeñas: “Ilustre guía espiritual. Maestro chamán con poderes naturales. Soluciona problemas por difíciles que sean. Matrimonio, recuperar pareja de inmediato, enfermedades crónicas, impotencia sexual, mal de ojo, suerte en la vida, problemas judiciales, laborales y de negocio. Resultados inmediatos. Trabaja con los espíritus más rápidos que existen.” Tras una indicación de la mujer, la pareja se introdujo detrás del biombo. Allí, ante una mesa minúscula, como todo en aquella casa, les esperaba un hombre rechoncho y cordial que, tras hacerlos sentar, dijo:
—Bueno, ustedes dirán.
—¿Es usted el Profesor Nabuto, también llamado Chamán Kanadú, también llamado Vidente Karlos, Sanador Darman, Doctor Salud y Maestro Fortuna?
El hombre, simplemente, dijo:
—De acuerdo, les acompaño.
—Bueno, ustedes dirán.
—¿Es usted el Profesor Nabuto, también llamado Chamán Kanadú, también llamado Vidente Karlos, Sanador Darman, Doctor Salud y Maestro Fortuna?
El hombre, simplemente, dijo:
—De acuerdo, les acompaño.
[Cosas de la vida
]
23 Marzo, 2008 11:43
—¿Ves? —pensó ella—, ahora voy a preparar un cafelito para los dos: cojo la cafetera, relleno la cazoleta, comprimo el café, vierto el agua, cierro, pongo la inducción a tope, y, en cuanto pite, ya está, café calentito.
—Da lo mismo —pensó él— no conseguirás que cuando haga café me salga igual. O me quedo corto de café, o de agua, o largo, o qué sé yo. Vamos a dejarlo.
Ella se aseguró de que había colocado bien la cafetera y siguió trajinando en la cocina. Él se la miraba apoyado en el marco de la puerta. Llevaban más de cuarenta años casados y era como si la viera por primera vez. En la última semana, ella había acentuado su costumbre de explicarle las cosas sencillas. Y él, como siempre, hablaba poco. Nunca había dicho más palabras que las necesarias. Ella hablaba por los dos, bromeaba. ¿Se querían? Sin duda. Su vida en común había sido llana, plácida, sin aristas. Hasta que a él le habían diagnosticado la enfermedad.
Ella se dirigió al cuarto de baño y, mientras se lavaba las manos, se miró en el espejo.
—Estás un poco pálida —pensó él, que la había seguido hasta allí.
—Ahora, un poquito de color en las mejillas—pensó ella—. Y vaya ojeras…
—Eso: retócate un poco, mujer —pensó él—. Que los nietos te digan: abuela, guapa.
—He quedado con Magda para salir a dar una vuelta con Luis y Carola —pensó ella—. Ojalá que tú…
—Pues, hoy voy con vosotras —pensó él.
Ella volvió a la cocina, retiró la cafetera del fogón y vertió el contenido en dos tazas que había puesto sobre sendos platos, en la mesita. —Llena para ti y media para mí —pensó—. Se sentaron, y ella consumió su café a sorbos muy cortitos. Él hizo como que probaba el suyo. Ella retiró su taza y su plato, les pasó un agua y los metió en el lavavajillas. —La tuya la retiro luego, ¿vale? —pensó. Después, tras comprobar su apariencia en el espejo de la entrada, se puso el abrigo y salió a la calle.
—Súbete el cuello del abrigo, que hace frío —pensó él. Ella se subió el cuello del abrigo y comenzó a caminar.
—¿Y tú? ¿No tienes frío? —pensó ella.
Él se pegó al cuerpo de ella. —¿Llorarás si te preguntan…? —pensó.
—Procuraré no llorar—pensó ella.
Siguieron andando, tan juntos que parecía que iba sola. Él había muerto el lunes. Ya estaban a domingo. Todo era nuevo para los dos.
—Da lo mismo —pensó él— no conseguirás que cuando haga café me salga igual. O me quedo corto de café, o de agua, o largo, o qué sé yo. Vamos a dejarlo.
Ella se aseguró de que había colocado bien la cafetera y siguió trajinando en la cocina. Él se la miraba apoyado en el marco de la puerta. Llevaban más de cuarenta años casados y era como si la viera por primera vez. En la última semana, ella había acentuado su costumbre de explicarle las cosas sencillas. Y él, como siempre, hablaba poco. Nunca había dicho más palabras que las necesarias. Ella hablaba por los dos, bromeaba. ¿Se querían? Sin duda. Su vida en común había sido llana, plácida, sin aristas. Hasta que a él le habían diagnosticado la enfermedad.
Ella se dirigió al cuarto de baño y, mientras se lavaba las manos, se miró en el espejo.
—Estás un poco pálida —pensó él, que la había seguido hasta allí.
—Ahora, un poquito de color en las mejillas—pensó ella—. Y vaya ojeras…
—Eso: retócate un poco, mujer —pensó él—. Que los nietos te digan: abuela, guapa.
—He quedado con Magda para salir a dar una vuelta con Luis y Carola —pensó ella—. Ojalá que tú…
—Pues, hoy voy con vosotras —pensó él.
Ella volvió a la cocina, retiró la cafetera del fogón y vertió el contenido en dos tazas que había puesto sobre sendos platos, en la mesita. —Llena para ti y media para mí —pensó—. Se sentaron, y ella consumió su café a sorbos muy cortitos. Él hizo como que probaba el suyo. Ella retiró su taza y su plato, les pasó un agua y los metió en el lavavajillas. —La tuya la retiro luego, ¿vale? —pensó. Después, tras comprobar su apariencia en el espejo de la entrada, se puso el abrigo y salió a la calle.
—Súbete el cuello del abrigo, que hace frío —pensó él. Ella se subió el cuello del abrigo y comenzó a caminar.
—¿Y tú? ¿No tienes frío? —pensó ella.
Él se pegó al cuerpo de ella. —¿Llorarás si te preguntan…? —pensó.
—Procuraré no llorar—pensó ella.
Siguieron andando, tan juntos que parecía que iba sola. Él había muerto el lunes. Ya estaban a domingo. Todo era nuevo para los dos.
[Familia Price
]
16 Marzo, 2008 09:48
En su primer café a solas como compañeros de trabajo, sin que viniera a cuento, María Fernanda de la Hoya —Nanda, para los amigos—, le dijo a Helio Robayo Price que ella nunca le había sido infiel a su marido. En su segundo café a solas como compañeros de trabajo, Nanda de la Hoya le comentó a Helio Robayo que lo consideraba un hombre discreto, leal e interesante. En el tercer café, y también sin que Helio Robayo hubiese preguntado, Nanda le insistió en que lo más importante para ella eran sus hijos y su marido, a quien quería mucho y al que nunca le había sido infiel. En el cuarto café, sin que Helio Robayo hubiese insinuado nada, Nanda le confesó que lo encontraba muy atractivo, y que incluso había soñado con él. En el quinto café, sin que Helio Robayo hubiese abierto la boca, Nanda volvió a recordar que ella nunca había sido infiel a su marido, pero que, en el caso de que eso ocurriera, tenía claro que sería sólo por una vez, y sin trascendencia. En la primera copa como amantes, tomada en la habitación de un hotel recoleto, Nanda le reveló a Helio Robayo que sí que había sido infiel a su marido, pero hacía muchos años. “Éramos novios, y yo tenía la sospecha de que él me ponía los cuernos”. A la siguiente vez, resultaba que, ya de casada, había vuelto a tener varios bises con el mismo cómplice de su desliz de noviazgo. En el siguiente encuentro, como Helio Robayo y ella no acababan de compenetrarse en la cama —sin que él hubiese dicho esta boca es mía— ella le dijo que no se preocupara, que esas cosas pasaban a veces. A ella ya le había ocurrido algo parecido, no con aquel del que ya le había hablado, sino con otro, más reciente, con quien había mantenido “una relación muy bonita”. En el encuentro siguiente, ella le dijo que, posiblemente, se estaba yendo de la lengua, pero, ¿recordaba a Meléndez, el jefe de sección al que habían trasladado en febrero? Y antes de que Helio Robayo le dijera si sí o no lo recordaba, prosiguió: pues ella y él habían estado liados durante un tiempo. Le daba un cierto reparo hablar de esas cosas, pero, como Helio Robayo nunca contaba nada… El siguiente encuentro volvió a ser en la máquina de café. Ella estaba furiosa. Se había enterado de que Helio Robayo, además de acostarse con ella, se había beneficiado a toda cuanta mujer atractiva se le había puesto por delante, tanto de su sección como de las otras plantas del edificio, y de algunas sucursales. ¿Tenía algo que decir? ¿Eh? ¿Eh? Helio Robayo se encogió de hombros. Lo suyo era: prudencia, pocas palabras, discreción.
[Amores y desamores
]
09 Marzo, 2008 09:45
La princesa nunca estaba triste. Al contrario: su alegría era excesiva, y eso siempre había preocupado al buen rey, que hubiese preferido una princesa como las de los cuentos, esto es, pálida, lánguida, sensible, obediente y, sobre todo, remisa al matrimonio, al menos hasta la aparición del candidato idóneo, a ser posible algún príncipe valiente, o poderoso rey de un reino vecino —o lejano, pero rico—. En lugar de eso, la princesa era inquieta, descuidada al vestir, mal hablada y despreocupada de los asuntos del reino y de los propios de su género —nunca había querido aprender a bordar ni a tocar el clavicordio—. A la princesa le aburría, por ejemplo, jugar a las muñecas y a las cocinitas, y se divertía lanzando piedras a los gatos y a los pájaros. Trepaba a los árboles, se embarraba en los charcos y luchaba cuerpo a cuerpo con los mozos del lugar, ya fueran hijos de la nobleza, caballeros o villanos. Al crecer, a la edad en que las princesas de libro son frágiles y espigadas, tienen la piel blanca como la nieve, los labios rojos como el rubí y el cuello gentil como el de los cisnes, la princesa era musculosa como un descargador de muelle, tenía la piel curtida como los marineros y su espalda podía pasar por la de un boxeador de los pesos medios. Ninguna de estas características, sin embargo, le restaba un ápice de atractivo femenino, así que, a pesar de que ella sola podía dejar fuera de combate a cualquiera, el buen rey le adjudicó un guardián para mantener alejados a los moscones, abundantes no sólo en la corte sino en todos los confines del reino. Quiso el azar —o la desocupación— que la princesa se enamorara del guardián y el guardián de la princesa, por lo que al poco tiempo las formas compactas y afiladas de ella se convirtieron en redondeadas y grávidas. Hombro a hombro cuidaron la princesa y el guardián del primer fruto de su amor, y de un segundo, pero, como no era una princesa de cuento, sino de verdad, no fueron felices para siempre jamás, sino sólo durante la temporada primavera-verano. Entonces, vino un periodo luminoso para la princesa, pero oscuro para la familia real, la corte y todos lo súbditos: para gran escándalo y vergüenza de los habitantes de aquel reino, y para regocijo y maledicencia de los reinos vecinos, la princesa se separó del guardián y se refugió en un circo ambulante, en donde mantuvo romances con el domador de leones, el trapecista, el jefe de pista, el ilusionista, el funambulista y el vendedor de entradas —en ese orden—. Nadie entendió ese comportamiento. El único que no la criticaba era el enano que, impaciente, se frotaba las manos.
[Cosas de la vida
]
02 Marzo, 2008 10:38
Hay cosas que ocurren no se sabe cómo ni por qué, así que aquel hombre no supo por qué razón se fijó en esa mujer pelirroja que le ofrecía su perfil y que agachaba la cabeza para mirar los carteles del andén del Metro. Habían accedido al mismo vagón por puertas diferentes, pero los dos procuraban abrirse paso hacia el centro, en donde había algo más de holgura. El hombre, sin que hubiera razón para ello, pensó que si el vagón seguía llenándose terminarían por juntarse, como efectivamente ocurrió. Sin tener indicios para ello, el hombre pensó que aquello parecía una “cita intuitiva”. Era como si se hubieran puesto de acuerdo para coincidir; como si sus dos cuerpos se atrajeran empujados por un magnetismo mutuo y por los empellones de los pasajeros que subían. ¿Ves? Es el destino, mi amor, pensó el hombre y, sin entender el motivo, se sintió eufórico. El vagón estaba ahora repleto, y la pelirroja se había situado a pocos centímetros de él. Todavía no había conseguido verle bien la cara, pero, sin saber por qué, presentía que se trataba de una mujer atractiva. ¿No se había fijado en ella nada más subir? Pues, eso. Un empujoncito más, un pasajero más y… ¡Bingo! Ahora, su mano, agarrada a una de las barras de seguridad, estaba a milímetros de la mano de ella, y sus zapatos casi se rozaban. Él hombre intentaba observarla, pero su rabillo del ojo sólo percibía mechones colorados y una punta de nariz. Ella permanecía como ajena a todo, absorta en sus pensamientos. Él, sin saber por qué se atrevía a tanto, deslizó su mano y la pegó a la de ella. Ella no retiró la suya. Él, preso de un impulso desconocido, deslizó el pie y juntó su pantorrilla a la pantorrilla de la mujer. Entonces, sin que se supiera cómo, empezó una especie de comunicación en código morse en el que los puntos y rayas fueron sustituidos por contracciones de los músculos, y por roces, cada vez más prolongados, en los que intervenían manos, pies, zapatos, muslos… Era el lenguaje de dos cuerpos desconocidos que, por esos misterios de la vida, se comunicaban como si se conocieran desde siempre. El juego se prolongó durante tres estaciones más, sin que ninguno de los dos mirara al otro. De pronto, en una parada, ella se dirigió a la salida y abandonó el vagón. Él sorprendido, quiso ir tras ella, pero la puerta se le cerró en las narices. Entonces, de nuevo sin saber por qué, tuvo una intuición: se palpó los bolsillos. Ya hemos dicho que hay cosas que ocurren no se sabe cómo. El hombre no supo cómo, ni cuándo, ni si había sido ella o no, quien le había birlado la billetera y el teléfono móvil.
[Cosas de la vida
]
24 Febrero, 2008 11:08
La mala memoria
“¿Oiga? ¿Es la tienda Confortel?”
“Sí señor, ¿en qué puedo servirle?”, pregunta una voz femenina.
“¿Es usted la dependienta de la tienda?”, pregunta el hombre.
“Sí, señor, ¿qué quería?”, pregunta la dependienta.
“¿La misma chica que estaba ayer?”, pregunta el hombre.
“Sí, sí; soy la que estaba ayer, ¿qué se le ofrece?”
“¿Verdad que tiene usted el pelo castaño claro y muy liso, y que lleva flequillo y media melena, recogida en cola de caballo con una pinza ovalada color perla?”
“Bueno, ayer lo llevaba así.”
“¿Y que sus ojos son claros, de un color como aguamarina, y que, cuando uno se fija, no se sabe si son verdes o azules, e incluso, según les dé la luz, adquieren tonalidades violeta?”
“Lo de violeta no lo sé. Lo otro, puede que sí.”
“¿Verdad que tiene usted unas pestañas inmensas, y que cuando entrecierra los ojos parece que se transportara a otro lugar, que es como si estuviera y no estuviera?”
“No sé qué decirle, señor…”
“¿No es cierto que tiene usted una cara con un óvalo perfecto, como el de la Madonna Sixtina de Rafael, y que cuando sonríe parece que se iluminara el mundo?”
“Señor…”
“¿Y que tiene usted unas manos finas y alargadas, tan armoniosas que parecen haber sido esculpidas por Bernini?”
“Oiga, señor…”
“¿Y que le pasa a menudo que los hombres, al mirarla, se quedan embobados, como si hubieran visto una aparición?”
“Señor…”
“¿Verdad que es usted hermosísima?”
“Supongamos que eso sea cierto. ¿En qué puedo servirle?”
“Verá usted, señorita. La llamo porque tengo un problema de memoria.”
“¿De memoria?”
“En efecto, señorita. ¿Usted sabe quién soy?”
“Creo que sí. El señor que estuvo ayer aquí.”
“Pues bien, me gustaría me ayudara en algo que me preocupa: ¿Recuerda usted a qué demonios entré yo a esa tienda?”
“¿Oiga? ¿Es la tienda Confortel?”
“Sí señor, ¿en qué puedo servirle?”, pregunta una voz femenina.
“¿Es usted la dependienta de la tienda?”, pregunta el hombre.
“Sí, señor, ¿qué quería?”, pregunta la dependienta.
“¿La misma chica que estaba ayer?”, pregunta el hombre.
“Sí, sí; soy la que estaba ayer, ¿qué se le ofrece?”
“¿Verdad que tiene usted el pelo castaño claro y muy liso, y que lleva flequillo y media melena, recogida en cola de caballo con una pinza ovalada color perla?”
“Bueno, ayer lo llevaba así.”
“¿Y que sus ojos son claros, de un color como aguamarina, y que, cuando uno se fija, no se sabe si son verdes o azules, e incluso, según les dé la luz, adquieren tonalidades violeta?”
“Lo de violeta no lo sé. Lo otro, puede que sí.”
“¿Verdad que tiene usted unas pestañas inmensas, y que cuando entrecierra los ojos parece que se transportara a otro lugar, que es como si estuviera y no estuviera?”
“No sé qué decirle, señor…”
“¿No es cierto que tiene usted una cara con un óvalo perfecto, como el de la Madonna Sixtina de Rafael, y que cuando sonríe parece que se iluminara el mundo?”
“Señor…”
“¿Y que tiene usted unas manos finas y alargadas, tan armoniosas que parecen haber sido esculpidas por Bernini?”
“Oiga, señor…”
“¿Y que le pasa a menudo que los hombres, al mirarla, se quedan embobados, como si hubieran visto una aparición?”
“Señor…”
“¿Verdad que es usted hermosísima?”
“Supongamos que eso sea cierto. ¿En qué puedo servirle?”
“Verá usted, señorita. La llamo porque tengo un problema de memoria.”
“¿De memoria?”
“En efecto, señorita. ¿Usted sabe quién soy?”
“Creo que sí. El señor que estuvo ayer aquí.”
“Pues bien, me gustaría me ayudara en algo que me preocupa: ¿Recuerda usted a qué demonios entré yo a esa tienda?”
[Amores y desamores
]
17 Febrero, 2008 09:30
El timbre de la puerta suena y Juan de Dios Price da un salto en el sillón. Se queda unos instantes envarado, alerta. Después coge el mando a distancia y baja el sonido del televisor. En la pantalla, la leona tiene que continuar acechando a su presa sin narrador ni música de fondo. Juan de Dios sigue quieto e intenta reducir también el volumen de su aliento. Al cabo de un minuto, el timbre vuelve a sonar, esta vez dos veces seguidas. Juan de Dios aprieta el mando como si fuera un arma defensiva, y contiene la respiración todavía más. En la pantalla, la leona se mantiene tensa, vigilante. Juan de Dios cierra los ojos. El timbre suena una, dos, tres veces, la última de ellas más prolongada que las demás. De niño, Juan de Dios también cerraba los ojos ante los peligros, era su manera de alejarlos. El timbre vuelve a sonar, uuuunnnnna, doooooooooos, treeeeeeeeeeeeees veces. Juan de Dios se incorpora con sigilo, entra en el dormitorio y se echa boca arriba en la cama. El timbre vuelve a sonar. Ahora es un timbrazo prolongado, de más de medio minuto. Si sigue así, va a quemar el timbre. ¿Habrá enganchado el timbre con celo, como en una gamberrada de adolescente? No. El timbre deja de sonar, y él ahora, finge dormir. ¡Qué absurdo! Al siguiente timbrazo, él se levanta y, caminando como un fugitivo de sí mismo, se refugia en la terraza, lo único amplio de su minúsculo sobreático. Pero hasta ahí también llega, diáfano y terrible, otro timbrazo. Juan de Dios se descalza, desanda el camino, y llega hasta la puerta de entrada. El timbre deja de sonar, pero se percibe una presencia al otro lado. Al momento, le llega una voz masculina muy queda que dice: “¿Carmen?” Juan de Dios se queda atónito. La voz insiste: “¿Carmen?” Juan de Dios se arma de valor. “Aquí no vive ninguna Carmen”, dice. “¿Ah, no?”, dice la voz, sorprendida. “No”, asegura Juan de Dios. Durante los siguientes minutos, el diálogo se repite, como el de dos actores que ensayaran el mismo texto una y otra vez. “Así, ¿seguro que aquí no está Carmen, ni vive ninguna Carmen?” “Seguro.” La voz del desconocido es, ahora, amenazante, ahora, conciliadora, ahora, dubitativa, ahora, implorante… “Oiga —dice finalmente—: entonces, ¿cómo es que ha tardado tanto en contestar?” “Porque estaba en la terraza, tomando el sol.” El hombre que busca a su mujer se va. Juan de Dios, el hombre que huye de la suya, y que no conoce a ninguna Carmen, suspira y vuelve a sentarse frente al televisor. En la pantalla, ya no hay leonas.
[Niños
]
10 Febrero, 2008 10:11
La pesadilla comenzó con una frase entusiasta: “Mira, cariño: mira lo que te ha enviado la tía Fernanda.” La tía Fernanda era la tía-abuela del niño, que le había mandado una felicitación de cumpleaños. La felicitación, en forma de tarjeta postal, parecía una postal normal, plegada en dos, con la imagen de un perrito esquiando; pero, en cuanto la abrías, de allí salían las notas del Canto a la alegría de Beethoven, interpretadas mediante ladridos. “¿Ves, cariño? ¡Es una postal mágica!” Guau-guau-guau-guau-guau-guau-guau-guau-guau-guau-guau-guaaaaguagau. “Y es de la tía Fernanda. ¿Ves lo que pone aquí? ‘Desde estas tierras altoaragonesas, te deseo que pases un feliz día de cumpleaños’. ” Dos años cumplía ese día el angelito, al que la alegría convirtió pronto en diablillo. A partir de entonces, en ese piso no hubo rincón en el que se pudiera estar en paz. En el momento más inesperado o inoportuno, cuando se estaba disfrutando de unos instantes de silencio, o cuando el protagonista de la película estaba a punto de pronunciar la frase que daba sentido a toda la trama, aparecía, como de la nada, el enano, con su canto a la alegría perruno, y acababa con todo. Y cuando no era él en acción, la postal aparecía en los sitios más insospechados, como un peligro latente. “Recuerda que puedo sonar en cualquier momento…” Al poco tiempo, el padre del niño odiaba a los perros, odiaba a Beethoven, odiaba a la tía Fernanda y sus tierras altoaragonesas, odiaba a los japoneses —era una postal ‘made in Japan’— y odiaba a… Cuando se dio cuenta de que empezaba a odiar a su hijo, el padre supo que tenía que hacer algo. Hacía días que sabía que la clave de todo estaba en el chip musical incrustado en la cartulina. Si él pudiera desactivar ese chip… Una mañana, preso de un arrebato irresistible, abrió la postal, arrancó el chip con los dedos y lo tiró por la galería. Luego, para su estupor, comprobó dos cosas: una, que el chip había caído en el patio de luces de los vecinos inaccesibles. Otra, que ahora sonaba permanentemente. Era el mismo sonido estridente de siempre, sólo que atenuado por la distancia. Pasaron algunos días y, su mujer, desde la cocina, oía unos ruiditos extraños. “¿No oyes como unos ruiditos extraños?” “Yo, no.” Nunca le confesó que sí que oía ruiditos, y que para él no eran extraños. Tampoco le dijo que, desde ese día, cuando escribe, desde su estudio, que también da al patio de luces de los vecinos inaccesibles, oye una música inconfundible. Por si alguien no la conoce, puedo describir esa música como si la estuviera escuchando en este momento: “Guau-guau-guau-guau-guau-guau-guau-guau-guau-guau-guau-guaaaaguagau.”
[Amores y desamores
]
03 Febrero, 2008 11:01
Ella estaba harta de él, ¿entendía? Harta. Y cuando decía harta, quería decir hasta arriba, hasta aquí —y cuando decía hasta aquí se señalaba la coronilla—. No, hasta aquí no —corrigió—, hasta aquí —y el nuevo ‘hasta aquí’ era hasta más arriba de la cabeza, hasta donde daba el brazo—. Pero como él no parecía entender, ella le siguió diciendo que estaba harta de su manera de ser, de su forma de comportarse, de sus hábitos al comer, de su estilo en el vestir… Él era como una anti-persona para ella, ¿entendía? Era como su castigo particular, la condena por un delito que no había cometido. Bueno, el delito era haberse casado con él. Sí: ese había sido su delito: casarse con él. Pero ya estaba bien de condena, ya valía, ¿de acuerdo? Todos los delitos tenían un tiempo de purgación: seis meses, un año, dos, cinco… Veinte, los crímenes más atroces —y con buen comportamiento se reducían a quince, o a doce—. Pero, de cadena perpetua, nada, ¿eh? La cadena perpetua no existía en España. Aquello se tenía que acabar. Y se tenía que acabar porque ella no quería pasar el resto de su vida con un inútil. Porque, ¿quién era él? A ver: que le dijera quién era él. Un inútil. Eso es lo que era: un inútil. Ella había tenido así de pretendientes, así —‘así’ era la multiplicación de las yemas de sus dedos juntándose y separándose—, y ¿con quién había acabado? Con él. ¿Y quién era él? Un don nadie. Ése era él: un don nadie. ¿Se enteraba? Sí, tal como lo estaba escuchando: un don nadie. Todos sus amigos eran algo. ¿Y él, qué? Él, nada. Cero. ¿Se enteraba? Cero: la nulidad absoluta. ¿Y sabía por qué era la nulidad absoluta? Porque no tenía ni sangre en las venas. Él era como un muerto viviente, como un zombi. ¿Sabía por qué las otras personas eran alguien? Porque tenían carácter, porque tenían inquietudes, porque se planteaban retos, porque resolvían problemas. Él, en cambio, era como un vegetal. ¿Veía ese cactus que le habían regalado por Pascua? Pues él era como ese cactus. La única diferencia era que el cactus no hacía ruidos raros al masticar, no eructaba, ni roncaba ni se tiraba pedos. O sea: puestos a tener un adorno en casa, mejor un cactus, ¿sabía? ¿Y sabía lo que más le molestaba de él? Que, cuando ella hablaba, él, como si oyera llover. Pero, ¿él que tenía?, ¿sangre en las venas… —y dale con la sangre en las venas— u horchata? ¿Se enteraba de que ella estaba harta, de que quería acabar con esa situación, de que le estaba diciendo que se largara? ¿Entendía o no entendía?
—Más que entenderte, te intuyo—dijo el sosegado. Y siguió leyendo el periódico.
—Más que entenderte, te intuyo—dijo el sosegado. Y siguió leyendo el periódico.
[Amores y desamores
]
27 Enero, 2008 09:54
Pobre Ulises Javier Price. Había sobrevivido varias veces al canto de las sirenas, pero no podía escapar a su influjo. Allí donde hubiese sirenas —o presumía que las hubiese—, allí estaba él, siempre expectante, siempre al acecho. Cuando las sirenas aparecían o estaban a punto de aparecer, la atmósfera alrededor de Ulises Javier se compactaba y él se quedaba tenso y anhelante. Si presentía alguna sirena, Ulises Javier dejaba unos instantes de respirar, como si temiera que el aire que dejara escapar de su boca fuera a delatarlo y a espantarla. Las sirenas, lo sabía él muy bien, eran poderosas, pero muy asustadizas. A las sirenas había que acercárseles con mucha discreción, mucho tino, mucho sigilo. A veces, encontraba bancos enteros de sirenas, como los de peces, y éstas se comportaban con libertad y despreocupación, confiadas en el cobijo que les daba la manada. Bailaban entre ellas, se reían, cantaban…, siempre ondulantes, siempre sensuales, siempre peligrosas. Tropezar con un grupo así de sirenas no era difícil. Ni siquiera hacía falta ese instinto, agudizado por la necesidad y el uso, como el que poseía Ulises Javier. Tampoco había que tomar precauciones al acercarse, pues, ellas, en grupo, se sabían invencibles y dejaban arrimarse a los incautos. Pescar una sirena de aquellas era imposible, al menos para él. Las sirenas lo dejaban aproximarse —podía percibir su perfume y casi tocarlas—, pero, en cuanto lanzaba la red a una, ésta se volatilizaba y las demás se iban dispersando hasta desaparecer. Lo mismo ocurría cuando descubría alguna sirena sola. Ahí, la dificultad era doble: primero, acercarse sin asustarla; y después, lanzar el anzuelo. Fuera como fuere, con él, las sirenas nunca picaban. Era como si pertenecieran a un universo paralelo, al inaccesible otro lado del espejo. Las sirenas se hacían visibles a él, sí: podía verlas, olerlas, saber de ellas; pero, en cuanto él se hacía visible para ellas, se esfumaban. En todo eso pensaba Ulises Javier, ya bien entrada la madrugada, cuando vio a aquella sirena solitaria, varada frente a la barra de un bar. Era una sirena alta, de formas potentes, en cuya mirada él creyó leer, como en un espejo, su propia soledad. Como de costumbre, sintió que le faltaba el aire y se aproximó con cautela, temiendo asustarla. Sin embargo, ella, cuando lo vio, en lugar de volatilizarse, le sonrió. A él se le abrió un mundo, pero, enseguida, sin saber por qué, tuvo una intuición. Siguió de largo hacia el lavabo y después salió del local sin decir palabra. Luego, estuvo pensando en su incompatibilidad con la cola de las sirenas.
[Cosas de la vida
]
20 Enero, 2008 10:21
La chica que hacía prácticas en la empresa era gilipollas. Bueno, quizá él pensaba que la chica era gilipollas porque él, que era el jefe, era muy previsor y ella muy informal. La chica acudía al trabajo una mañana sí y dos no; un día tenía gastroenteritis; otro, había perdido el autobús; otro, se le había puesto enfermo su hermano pequeño; otro, como el sueldo de practicante era tan bajo, combinaba las prácticas con la venta de desalinizadores de agua… La chica era un desastre total, pero, a pesar de todo, él había decidido confiarle un informe para el consejo de dirección. La chica todavía no sabía manejar muy bien los programas, pero había tiempo de sobra: estaban a lunes, y el informe era para el jueves. Y el informe tenía que estar para el jueves porque, ese viernes, él se iba de vacaciones y tenía que dejar el informe cerrado, ¿entendía? La chica entendía. El lunes, fijaron las características del informe. El martes por la mañana, la chica dijo que ya tenía toda la documentación y que por la tarde comenzaría a escribir. El miércoles, no dijo nada, pero se suponía que estaba con el informe.
El jueves por la mañana, la chica llamó a eso de las diez. Había perdido el autobús y se retrasaría una media hora. Dos horas más tarde, llamó una señora y preguntó por ella. ¿Está Maricielo? Maricielo no estaba. Había llamado diciendo que se retrasaría. ¿Quería que le dijera algo en cuanto llegara? No. La mujer no quería que le dijera nada, ya se verían en casa. ¿Se verían en casa? Aquella mujer parecía ser la madre de Maricielo, y también parecía no saber qué vida llevaba Maricielo. Entonces, El Previsor empezó a atar cabos y tuvo una intuición: esa chica llevaba una vida muy rara; no era agua clara. ¿Y si la habían secuestrado, o le había pasado algo? Una chica tan joven y tan alocada… Los noticieros estaban llenos de… El previsor intentó recordar el último momento en el que la había visto en la empresa, los detalles de sus comportamientos y conversaciones, cualquier cosa que pudiera servir de pista. Y, como era tan previsor, en lugar de escribir el informe pendiente para el consejo de dirección , comenzó un informe para la Policía, por si acaso, en el que pormenorizaba todo lo que recordaba de ella. Eso sí: en lugar de escribir que la chica era gilipollas, suavizó el término con la expresión “independiente”. Se trataba de una chica “independiente”, de la que no se sabía nada, desde que había salido de su casa, minutos antes de las diez de la mañana, hasta las seis de la tarde, que era cuando él estaba a punto de acabar el informe.
A eso de la seis y cuarto, apareció la chica. “Hola. Llevo toda la mañana y toda la tarde en la oficina de al lado, ¿sabe?”, dijo. “¿Y por qué no me habías dicho que estabas?”, preguntó el previsor. “Es que tenía unas ideas para el informe y quería escribirlas”, dijo ella. Él estuvo a punto de darle un beso. “O sea, has acabado el informe”, dijo. “No, no he podido abrir el programa”, se disculpó ella. Él se fue a su ordenador, repasó el informe que había preparado para la Policía por si a la chica le hubiera pasado algo, borró todo el texto y lo sustituyó por una sola palabra: “Gilipollas”.
El jueves por la mañana, la chica llamó a eso de las diez. Había perdido el autobús y se retrasaría una media hora. Dos horas más tarde, llamó una señora y preguntó por ella. ¿Está Maricielo? Maricielo no estaba. Había llamado diciendo que se retrasaría. ¿Quería que le dijera algo en cuanto llegara? No. La mujer no quería que le dijera nada, ya se verían en casa. ¿Se verían en casa? Aquella mujer parecía ser la madre de Maricielo, y también parecía no saber qué vida llevaba Maricielo. Entonces, El Previsor empezó a atar cabos y tuvo una intuición: esa chica llevaba una vida muy rara; no era agua clara. ¿Y si la habían secuestrado, o le había pasado algo? Una chica tan joven y tan alocada… Los noticieros estaban llenos de… El previsor intentó recordar el último momento en el que la había visto en la empresa, los detalles de sus comportamientos y conversaciones, cualquier cosa que pudiera servir de pista. Y, como era tan previsor, en lugar de escribir el informe pendiente para el consejo de dirección , comenzó un informe para la Policía, por si acaso, en el que pormenorizaba todo lo que recordaba de ella. Eso sí: en lugar de escribir que la chica era gilipollas, suavizó el término con la expresión “independiente”. Se trataba de una chica “independiente”, de la que no se sabía nada, desde que había salido de su casa, minutos antes de las diez de la mañana, hasta las seis de la tarde, que era cuando él estaba a punto de acabar el informe.
A eso de la seis y cuarto, apareció la chica. “Hola. Llevo toda la mañana y toda la tarde en la oficina de al lado, ¿sabe?”, dijo. “¿Y por qué no me habías dicho que estabas?”, preguntó el previsor. “Es que tenía unas ideas para el informe y quería escribirlas”, dijo ella. Él estuvo a punto de darle un beso. “O sea, has acabado el informe”, dijo. “No, no he podido abrir el programa”, se disculpó ella. Él se fue a su ordenador, repasó el informe que había preparado para la Policía por si a la chica le hubiera pasado algo, borró todo el texto y lo sustituyó por una sola palabra: “Gilipollas”.





