Ocurrió hará unos cinco años, cuando yo era redactor de la Edición Digital del Diari de Tarragona. Como la página web del Diari debía estar permanentemente actualizada, yo tenía que madrugar para colgar las noticias de última hora. Llegaba a eso de las seis y media de la mañana, trabajaba durante un par de horas, regresaba a casa para llevar a mis hijos al colegio, y luego volvía a la redacción. Por supuesto, a esa hora, el edificio del Diari estaba vacío de personal, y yo solo coincidía con Luzdy, que era la señora que limpiaba la redacción, y con otras dos señoras más de la limpieza, a quienes yo no solía ver casi nunca, pues se ocupaban de las otras plantas. Luzdy era pizpireta y cantarina, y sé que nos caíamos bien, pero apenas hablábamos: ella a lo suyo y yo a lo mío; tanto, que yo estaba seguro de que ella no sabía ni mi nombre ni cuál era mi función en el periódico. Un día de invierno, como consecuencia de un apagón, nos quedamos a oscuras durante un buen rato y con las puertas del edificio bloqueadas. Lo del apagón se resolvió pronto, pero las puertas siguieron sin funcionar, así que, ante la eventualidad de que mis hijos llegaran tarde al colegio, decidí saltar por una ventana baja. Luzdy no era partidaria de mi —llamémosla— temeridad, e intentó disuadirme, pero yo, erre que erre, me lancé, y faltó poco para que me rompiera un tobillo. Como otras veces, a la anécdota le saque punta en un escrito en el que un redactor avezado sobrevive a un apagón gracias a tres mujeres de la limpieza. El texto quedó apañadillo —les juro que a mí me hacia gracia—, se publicó en domingo con nombres ficticios, y el lunes yo no sabía si confesarle a Luzdy que la había convertido en heroína. Sin embargo, ella se me adelantó: “Cómo me pude reír con tu texto…!” “Pero, ¿cómo? ¿Lo leíste?” —le pregunté. “¡Si te leo siempre…!” —contestó. Yo me quedé parado. ¡La señora de la limpieza me leía…! ¿Qué más podía pedir un escritor? “¡Y la de abajo…!” —prosiguió. “¿Cómo, la de abajo?” “¡La de abajo, la Vicky, a ésa le encantas: se recorta todos tus escritos…!” ¿Cómo? ¿La señora que limpiaba la planta baja guardaba todos mis escritos? Me quedé totalmente anonadado. Algunas semanas después, me crucé con ella, con Vicky, por la escalera. Los dos somos tímidos, así que lo único que se me ocurrió fue preguntarle: “¿Qué? ¿Sigue recortando mis escritos?” “Pues, claro. ¡Y me los paso al ordenador!” Ahí, me quedé de piedra. Ese día, si en el trayecto que va desde el Diari hasta mi casa no me atropelló ningún coche, es porque iba levitando. Les cuento todo esto porque ya llevo trescientos veinticuatro culebrones escritos —más de seis años seguidos de culebrones— y he decidido que ya vale. Descanso de culebrones para ver si puedo escribir otra cosa. Este último se lo he querido dedicar a Vicky, la señora de la limpieza que un día me hizo pensar que yo era el mejor escritor del mundo.
[Cosas de la vida
]
01 Marzo, 2009 10:47
[Cosas de la vida
]
22 Febrero, 2009 10:02
La chica que parecía una diosa apareció allá, al fondo, a la altura de las naranjadas y el agua mineral. Al principio sólo fue una silueta magnífica que se fue agrandando a medida que el hombrecillo se acercaba. El hombrecillo, que ya tenía cierta edad, sabía que las diosas se indignan con los mortales si éstos las miran de frente, así que se fue aproximando a ella con doble cautela: no había que molestarla; pero, sobre todo, había que evitar que su mujer, la mujer del hombrecillo, que caminaba delante de él tirando del carrito de la compra, notara la presencia de la diosa. Para esto, la mujer del hombrecillo tenía un sexto sentido. Ocurría que, al hombrecillo, en cuanto veía a una diosa, se le ponía cara de tonto, y a su mujer, que poseía un rabillo del ojo superdotado, se le disparaban todas las alertas y se ponía de un humor de perros. “Y no son celos —le aclaraba—, es que no sabes la penita que das.” Bueno, ¿y qué? ¿Cómo no le iba a cambiar la cara, si diosas así no se veían todos los días? Además, si aparecía una diosa y él intentaba disimular, era peor. Se le ponía la cara todavía más rara y su mujer acababa por enterarse. “Tres frascos de lentejas” —dijo su mujer. “¿Qué?” —dijo él. “Que cojas tres frascos de lentejas. A ver si bajas de las nubes…” ¿Las nubes? Eso: aquello era el Olimpo, y ella era… Era muy alta e increíblemente bella. Lo insólito era que su mujer no la hubiera visto. “¿Qué te pasa? ¿Te pasa algo?” ¿Qué le iba a pasar? Que se había quedado turulato. Pero no le iba a decir a su mujer: ¿Tú has visto ese pedazo de tía que está ahí, comprando? Luego, la había perdido de vista pero no se le iba de la cabeza. Siguieron el recorrido de siempre, él mirando a un sitio y a otro, pero, nada: la diosa había desaparecido. Estaban ya en lo del pescado, y su mujer le dijo que guardara el turno mientras ella iba a coger el café. “Si te toca, coge doradas.” Él no veía doradas por ningún sitio. “¿Qué?” —preguntó. “¡Do-ra-das!” —le repitió su mujer, haciéndole ver que las tenía delante de sus narices. Él se sintió abochornado, se giró, y… —Oh, Dios— Se encontró con la mirada furtiva de la diosa, que se había colocado a su lado y había sido testigo de la puesta en ridículo. No era alta; era inmensa, hermosísima y mucho más joven que él, que parecía un microbio a su lado. Entonces, al cabo de unos instantes, el hombrecillo hizo algo insólito: se acercó de costado a la diosa y le susurró, en tono confidente: “¿A ti no te importa que yo sea un inútil, verdad?” A la diosa se le escapó una sonrisa. “¿Ves? —dijo el hombrecillo— Ya sabía yo que estábamos hechos el uno para el otro.” La diosa hizo un gesto de aguantar la risa y se alejó con el carrito. Menos mal, porque la mujer del hombrecillo ya estaba de vuelta. “¿Quién era ésa?” —preguntó. “Una novia, de hace años” —dijo él. “¡Ja!” —dejó ir ella, sarcástica. Él sonrió, satisfecho de las tonterías que se le ocurrían.
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22 Febrero, 2009 10:02
La chica que parecía una diosa apareció allá, al fondo, a la altura de las naranjadas y el agua mineral. Al principio sólo fue una silueta magnífica que se fue agrandando a medida que el hombrecillo se acercaba. El hombrecillo, que ya tenía cierta edad, sabía que las diosas se indignan con los mortales si éstos las miran de frente, así que se fue aproximando a ella con doble cautela: no había que molestarla; pero, sobre todo, había que evitar que su mujer, la mujer del hombrecillo, que caminaba delante de él tirando del carrito de la compra, notara la presencia de la diosa. Para esto, la mujer del hombrecillo tenía un sexto sentido. Ocurría que, al hombrecillo, en cuanto veía a una diosa, se le ponía cara de tonto, y a su mujer, que poseía un rabillo del ojo superdotado, se le disparaban todas las alertas y se ponía de un humor de perros. “Y no son celos —le aclaraba—, es que no sabes la penita que das.” Bueno, ¿y qué? ¿Cómo no le iba a cambiar la cara, si diosas así no se veían todos los días? Además, si aparecía una diosa y él intentaba disimular, era peor. Se le ponía la cara todavía más rara y su mujer acababa por enterarse. “Tres frascos de lentejas” —dijo su mujer. “¿Qué?” —dijo él. “Que cojas tres frascos de lentejas. A ver si bajas de las nubes…” ¿Las nubes? Eso: aquello era el Olimpo, y ella era… Era muy alta e increíblemente bella. Lo insólito era que su mujer no la hubiera visto. “¿Qué te pasa? ¿Te pasa algo?” ¿Qué le iba a pasar? Que se había quedado turulato. Pero no le iba a decir a su mujer: ¿Tú has visto ese pedazo de tía que está ahí, comprando? Luego, la había perdido de vista pero no se le iba de la cabeza. Siguieron el recorrido de siempre, él mirando a un sitio y a otro, pero, nada: la diosa había desaparecido. Estaban ya en lo del pescado, y su mujer le dijo que guardara el turno mientras ella iba a coger el café. “Si te toca, coge doradas.” Él no veía doradas por ningún sitio. “¿Qué?” —preguntó. “¡Do-ra-das!” —le repitió su mujer, haciéndole ver que las tenía delante de sus narices. Él se sintió abochornado, se giró, y… —Oh, Dios— Se encontró con la mirada furtiva de la diosa, que se había colocado a su lado y había sido testigo de la puesta en ridículo. No era alta; era inmensa, hermosísima y mucho más joven que él, que parecía un microbio a su lado. Entonces, al cabo de unos instantes, el hombrecillo hizo algo insólito: se acercó de costado a la diosa y le susurró, en tono confidente: “¿A ti no te importa que yo sea un inútil, verdad?” A la diosa se le escapó una sonrisa. “¿Ves? —dijo el hombrecillo— Ya sabía yo que estábamos hechos el uno para el otro.” La diosa hizo un gesto de aguantar la risa y se alejó con el carrito. Menos mal, porque la mujer del hombrecillo ya estaba de vuelta. “¿Quién era ésa?” —preguntó. “Una novia, de hace años” —dijo él. “¡Ja!” —dejó ir ella, sarcástica. Él sonrió, satisfecho de las tonterías que se le ocurrían.
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15 Febrero, 2009 11:01
“Creo que habéis entendido en qué consiste el ejercicio”, dice el profesor a sus alumnos. “Se trata de que cada grupo elija un anuncio publicitario de una revista o periódico, que lo analice a fondo y que exponga oralmente los resultados del análisis ante el resto de la clase. Con una premisa: en la exposición, vais a adoptar el punto de vista de la agencia publicitaria. Es decir, vais a actuar como si fuerais vosotros los creativos del anuncio y tuvierais que explicar y defender su diseño ante a los responsables de la empresa anunciante, que en este caso son los compañeros de la clase. Por tanto, debéis valorar el producto, saber a qué prototipo de comprador se dirige, en qué medios vais a difundir el anuncio y, sobre todo, cuál es el mensaje: ¿Por qué ese eslogan y no otro? ¿Por qué habéis decidido incluir una fotografía y no un dibujo, o sólo texto? ¿Por qué habéis elegido como reclamo a una modelo desconocida y no a una diva del cine o del espectáculo, o viceversa? ¿Qué sentido tiene, por ejemplo, que en esta fotografía de un anuncio de ropa infantil las niñas aparezcan descalzas?” Se trata de que los alumnos reflexionen de forma creativa, aunque hay algunos a los que no hay que estimularlos demasiado: uno de ellos, entre clase y clase, ha colgado una silla en el perchero del fondo del aula. El profesor, que suele estar de buen humor, ha preguntado si esa silla colgada por el respaldo es un símbolo de algo, o una manifestación artística. Le han contestado que sí, que las dos cosas, y el profesor ha dicho que, en ese caso, ahí se queda la silla, porque los símbolos hay que respetarlos. Son alumnos de Segundo de Bachillerato, entienden las ironías. “Oye, profe, una pregunta: ¿Y yo qué sé por qué las niñas de este anuncio van descalzas?” “Ah, yo no lo sé, por eso te lo preguntaré cuando hagas la exposición…” La alumna está desconcertada. “Pero, ¿y si no lo sé?” “Pues, te lo inventas.” “Ah, ¿que se puede inventar?” “Por supuesto.” Otras, en cambio, lo tienen claro. “Profe, ya hemos escogido el anuncio.” “¿Ah, sí? ¿De qué va?” “De Tampax.” “¿De qué?” “De Tampax, de tampones.” Mira que hay alumnas raritas, piensa él. “Y, para la exposición, traeremos una muestra real del producto, ¿podemos?” El profesor no sabe si hablan en broma o en serio, pero, para hacerse el gracioso, pregunta: “¿Traeréis un tampón con alas?” Las chicas del grupo se ríen, y una de ellas, en tono condescendiente, como quien habla a quien no se entera, dice: “Oye, profe… Es que… Los tampones no llevan alas; son las compresas las que llevan alas.” ¡Ostras, es verdad! ¡Vaya planchazo! ¡Un profesor cincuentón, padre de familia, creyendo que los tampones llevan alas! Ah, pero, al profesor, el orgullo herido le activa los reflejos: “Es verdad”, reconoce. “Pero, ¿sabéis por qué los tampones no llevan alas, eh? ¿Lo sabéis?” “¿Por qué, por qué?” , preguntan las alumnas. “¡Porque van a propulsión!”
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01 Febrero, 2009 10:43
“Voy al banco, a por lo de los recibos”, dijo la mujer. “No; te digo que ahora mismo estoy yendo al banco a por lo de los recibos”, repitió, elevando la voz. La mujer hablaba por un teléfono móvil, delante de la terraza del bar en donde suelo tomar la cerveza de los viernes al mediodía, y volvió a repetir por tercera vez, casi a gritos, lo del banco y lo de los recibos, como si su interlocutor tuviera algún problema auditivo o de comprensión, o como si, con la potencia de su voz, ella pudiera compensar lo que no cubrían las ondas del servidor telefónico. Pero eso no fue lo que me llamó la atención: lo curioso era que, mientras con una mano sostenía el teléfono, en la otra portaba una escoba y un capazo de plástico del servicio municipal de limpieza. Vestía, por supuesto, el mono de trabajo correspondiente, y, quizás por mecanismo reflejo, mientras hablaba, iba recogiendo papeles con la escoba. Sus gestos eran tan naturales que me hicieron recordar, por contraste, una imagen de años atrás, cuando el uso de los teléfonos móviles todavía era muy incipiente, y en cualquier caso sólo reservado a la gente ‘importante’: en una de las esquinas más céntricas de la ciudad, un ejecutivo lechuguino, aparcado en zona prohibida y con la puerta delantera del coche abierta —molestando a los demás conductores—, hablaba —o hacía que hablaba— por su teléfono móvil. Mientras pensaba cómo cambian los tiempos, por la terraza del bar pasó otro empleado de la limpieza —posiblemente un compañero rezagado de la señora anterior— que no hablaba por el móvil, pero llevaba puestos unos cascos de escuchar música. Ese detalle hizo que me quedara otro rato más allí, elucubrando sobre la tecnología y los oficios, hasta que di por acabada la hora del aperitivo y me fui para casa. Pero entonces, mientras caminaba por la acera, un hombre de mediana edad que estaba sentado en un banco se dirigió a mí: “Perdone señor” —dijo—. “¿Sí?” El hombre se quitó unos auriculares que llevaba puestos. “¿Le importa que le haga una pregunta?” “No, dígame” —contesté—. “Bueno, más que una pregunta… Es que… Verá… Con esto de la crisis y el desempleo… La verdad es que hace dos días que no como, y lo que quiero preguntarle es si me podría dejar un par de euros.” A mí, por lo que fuera —puede que por mezquindad— lo de la crisis y el desempleo me parecieron un camelo en el caso de aquel hombre, y, en cuanto a lo de los dos días sin comer, no pude evitar fijarme en su barriga cervecera, más reluciente que la mía. Me encontraba ante un profesional de la mendicidad —creí—. “Lo siento, no llevo dinero” —le dije—. “No pasa nada, señor” —dijo el hombre, y se volvió a encasquetar los auriculares, extrajo un móvil y comenzó a teclear, no supe si un número de teléfono o algún juego de come-cocos.
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16 Noviembre, 2008 11:14
Tenía yo ganas de que un amigo me escuchara, ¿me entienden?, de que me escuchara él a mí y no yo a él. Pero, no: el señorito, casi nada más verme, y cuando yo estaba intentando hacer boca para contarle mis cosas, va y me dice que hacía poco había sido víctima de un “robo silencioso” , así lo llamó y no hubiese hecho falta que explicara nada más, porque lo de robo silencioso ya se comprende aunque no aparezca en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua. Ya lo había entendido, repito, pero el señorito, como si yo no supiera lo que era, me tenía que explicar con pelos y señales lo que le había ocurrido, y los pelos eran que le habían entrado a robar a su casa de noche y él no se había enterado de nada, y las señales eran que él se había despertado por la mañana y no había encontrado los pantalones, y había pensado “qué raro”, si los pantalones los puse aquí, al lado de la cama, encima del mueble, a ver si es que los dejé en el lavabo…”, pero en el lavabo no estaban, y entonces ya se había empezado a poner mosca —como estaba yo, al oírlo, porque no me dejaba meter baza— y después se había levantado su mujer, y su mujer había dicho “qué raro, si no encuentro el bolso, que lo había dejado encima de la mesa”, y, después, su mujer, desde la cocina, le había dicho, “oye, ven a ver esto”, y esto era que el bolso estaba en el jardín, pero sin dinero ni tarjetas, y allí también habían encontrado su billetero, aunque también sin dinero ni tarjetas, pero ni rastro de los pantalones tejanos, y eso quería decir que había un chorizo que iba por ahí con sus tejanos. “Eso te pasa por comprar tejanos de marca”, le dije yo, por quitar hierro y decir algo, porque el señorito no me dejaba pronunciar palabra: “No, dijo él, si eran unos tejanos de los normalitos”. Pues bueno, pensé yo, a ver si ahora se calla y le cuento lo mío, pero no, el señorito, que ya estaba embalado, siguió diciendo que lo malo no había sido eso, sino lo del coche. “¿Cómo, lo del coche?”, dije yo, por hacer uso de la palabra. “Hombre, pues que los chorizos también se me llevaron el coche, porque las llaves estaban en el bolsillo de los tejanos”. Nos ha fastidiado, pensé yo, el coche sí que es sagrado. “Lo tendrías asegurado” , dije, por no quedarme callado. “Pues claro”, dijo él, “pero todavía tengo que esperar a que pasen cuarenta días a ver si lo encuentran, y lo malo es que la aseguradora, para la tasación, toma como referencia el año de matriculación, o sea que da lo mismo si el coche lo has comprado en diciembre o doce meses antes, en enero, y, en mi caso, que compre el coche en diciembre, representa que mi coche es un año más viejo”. “No te joroba”, pensé yo, pero ya no le pude decir nada porque, como tenía prisa, se marchó. Así son los amigos. Ni me dejó contarle que a mí se me acababa de estropear la lavadora.
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09 Noviembre, 2008 10:48
A lo largo de la vida, cada uno de nosotros va horneando, sin saberlo, su propia colección de magdalenas proustianas, aquellos bollitos que, al ser empapados en té con leche, nos remiten a sucesos que hemos vivido, fingido o imaginado. Hace pocos días, una de mis magdalenas particulares llamó a la puerta de mi casa. Venía metida en una caja de bombones y disfrazada de chocolatina, pues las magdalenas proustianas, como los recuerdos, suelen camuflarse para sorprenderte cuando menos te lo esperas. Pero la chocolatina no era lo importante, o quizás lo era —habrá que preguntárselo a mis hijos, que fueron los que se la comieron—. Lo esencial era que el dulce estaba acompañado de una invitación para celebrar los diez años de vida de Arola Editores, la editorial más importante de la ciudad de Tarragona. Como a las niñas bonitas les llueven padrinos, no iba yo a ser menos ni a ocultar —faltaría más— mi participación en el suceso que ahora se celebra. Permítanme sacar pecho para decir: sí, yo estaba allí. Hace diez años, como responsable de prensa del Consell Comarcal del Tarragonès, tuve la oportunidad de participar en el primer libro que publicó la editorial, un libro de historia de Tarragona que había ganado el I Premi d’Investigació del Tarragonès y cuyo autor era el ex alcalde de Tarragona Josep Maria Recasens. Mi participación en la publicación del libro fue “decisiva”, ya que, consultado sobre qué empresa debería hacerse cargo de la edición, defendí rotundamente por activa y por pasiva que ésta debía ser encargada a otra editorial con más experiencia —de un amigo mío, por supuesto— y no a la de Arola —a quien no conocía y quien apenas estaba intentando asomar la cabeza en el mundo editorial—. Sin embargo, alguien que tenía mejor criterio y más poder que yo decidió encargar el trabajo a Arola, y yo tuve que morderme la lengua y colaborar con Alfred y Félix Arola en la producción del libro. Como del roce nace el cariño, ahí nació algo que yo no me atrevo a calificar de amistad —pues la amistad es una especie de contrato tácito con exigencias y letra pequeña que uno saca a veces a relucir cuando van mal dadas—, pero sí de afecto mutuo. La amistad es un concepto; el afecto es un sentimiento. Si, por poner un ejemplo, Charlize Theron y yo fuésemos amigos, y un día ella me dijera: “Oh, no, sólo te quiero como amigo”, entonces probablemente dejaríamos de ser amigos. En cambio, aunque ella no me conozca, yo siento un gran afecto por Charlize, y los dos tan contentos. En fin. Volvamos al primer libro de Arola: aquel libro era complejísimo de producir, puesto que el ordenador de Recasens era incompatible con los de la editorial, y, después de múltiples intentos y correcciones, se llegó a la conclusión de que era mejor mecanografiarlo todo de nuevo. Novecientas páginas. Así, aquel primer libro que debería impulsar el nacimiento de la editorial, estuvo a punto de arruinarla. Pero Alfred Arola sobrevivió a aquel libro. También ha sobrevivido a dos riadas y a una enfermedad que por poco nos pone a todos a hablar de lo buena persona que era. Y, sobre todo, también ha sobrevivido al día a día sin renunciar a un estilo empresarial insólito y sorprendente en el que prima la calidad sobre los beneficios. El próximo viernes, la editorial celebra diez años y cuatrocientos cincuenta títulos. Enhorabuena, Alfred, Félix. Ya sabéis que todo me lo debéis a mí.
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02 Noviembre, 2008 09:21
Tenía que ocupar buena parte del fin de semana en acabar una traducción pendiente, así que, el viernes, en lugar de quedarse hasta tarde viendo alguna película por televisión, se acostó temprano. Necesitaba estar descansado. Además, como era él quien se encargaba de la compra semanal, y la nevera estaba bajo mínimos —maldito fin de mes— también debía apañarse como pudiera para cumplir con esta obligación. El sábado, pues, iba a ser un día durillo. El madrugón era inevitable. La duda era si debía acometer la traducción nada más levantarse, o resolver las compras a primera hora y luego centrarse en el trabajo. En cualquier caso, el viernes durmió como un bendito y, cuando a la mañana siguiente sonó el despertador, se felicitó a sí mismo por ser tan previsor. Iba a cumplir con sus deberes como un Pepe. Y ahora lo tenía claro: primero, la compra; luego, el ordenador. Lo que no acababa de decidir era si la compra la haría en un solo sitio o en varios. ¿Debía comprar el pescado, la fruta y la carne en cada uno de los respectivos establecimientos del barrio o era mejor adquirirlo todo en una gran superficie? A ver: podía comprar la fruta cerca de su casa, luego acercarse al mercado a por el pescado y la carne y luego ir hasta el supermercado a por la leche, el agua, el arroz y todo lo demás. Pero, bueno: ya que iba hasta el mercado, ¿por qué no comprar también allí la fruta? Así, sólo tendría que hacer dos viajes: uno al mercado y otro al supermercado. O, quizás, si lo comprara todo en el súper… A su mujer no la convencían ni la carne ni el pescado del súper, pero, por una semana, no pasaba nada… No, no: definitivamente, se acercaría al mercado y compraría allí todo lo que pudiera. Para el resto, ya estaba el súper de la esquina. Salió de casa convencido y satisfecho. Era sábado, y tan temprano que todavía no habían abierto la frutería. Qué raro. Pensaba que los fruteros madrugaban más. Por las calles apenas circulaban coches o paseaba gente. ¿Veían? Ésas eran las ventajas de levantarse pronto. Sonrió. La ciudad tenía un aspecto extraño. Qué sábado más tranquilo, lástima que tuviera trabajo. Sin embargo, cuando enfilaba hacia el mercado, la magia despareció y sintió una cosa rara en el estómago, como un presentimiento. ¡Mierda! Le había vuelto a ocurrir. ¡Uno de noviembre! ¡Era sábado uno de noviembre, y él sin enterarse! ¡Y la nevera vacía! Deambuló un rato, sin saber qué hacer, ni qué diría a los suyos. Luego se acordó de un establecimiento que abre todos los días del año, se dirigió hacia allí y compró lo mínimo para dos días. Cuando llegó a su casa, por el color de las bolsas, no hizo falta dar ninguna explicación. Su mujer, simplemente, le dijo con retintín: “Vamos a empezar por el principio, a ver si te enteras: Planeta: Tierra…”
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26 Octubre, 2008 09:14
“¿Hay o no hay para cabrearse?”, dijo mi marido cuando supo que la lavadora se había estropeado. Hacía un mes que había vencido la garantía, así que ésos lo iban a oír. “Esos” eran los del servicio técnico. Los iba a poner a caldo. Vamos, que no sabían quién era él. Pero, de momento, no les pudo decir quién era él, porque en el teléfono del servicio técnico respondía un contestador automático que informaba sobre el horario de atención al público: de lunes a viernes, de nueve a una y media y de cinco a ocho. Eran las nueve de la noche del viernes, así que mi marido dijo: “Ahora sí que me cabreo”, y pasó todo el fin de semana enfurruñado. El lunes, a eso de la una, por fin consiguió que contestaran, pero la chica que lo atendió le dijo que no le podía asegurar cuándo podría venir el técnico; que dejara nuestro número de teléfono. Mi marido se lo dio a regañadientes y se aseguró —eso me dijo— de que la chica tomara nota de que la reparación era urgente. Como pasó el lunes, y el martes, y el miércoles, y el jueves, y llegó el viernes y el técnico no llamaba, a mi marido lo que más le cabreaba era la idea que tenía el técnico de la palabra “urgente”. A última hora de la mañana, cuando nos disponíamos a comer, llamó el técnico y dijo que o era en ese momento, o no sabía cuándo podría pasar. Mi marido se lo tomó como una amenaza velada. “No, si es que insisten en verme cabreado”, dijo. Dos horas después, cuando llegó el técnico, yo pensaba que mi marido le iba a saltar al cuello. Sin embargo, en lugar de eso, ni siquiera pestañeó cuando el técnico, tras revisar el aparato, emitió el diagnóstico: “es el pituflín de la bomba”. Lo que lo encabronó—al técnico no se lo dijo, pero lo encabronó de veras, según me dijo después— fue el comentario añadido: “No, si es que a estas lavadoras antiguas les falla mucho el pituflín”. ¿Antiguas? ¡Pero si tiene dos años!”, dijo mi marido. “Bueno, dos años…”, dijo el técnico, como si dos años fueran toda una vida. “Además, una cosa es que usted la haya comprado nueva y otra que se tratara de un modelo nuevo”. Mi marido, después de pagar 60 euros, estaba que se subía por las paredes. “O sea, que nos vendieron un modelo descatalogado, hay que joderse; ahora sí que estoy cabreado de verdad”. Pero no estaba cabreado de verdad, porque cuando se cabreó de verdad fue al cabo de quince días, cuando la lavadora volvió a dejar de funcionar. Ah, él había arreglado el pituflín, pero lo que se había estropeado ahora era el relén, le dijo el técnico. Así que mi marido, cabreado, pero cabreado como una mona, pagó otros sesenta euros. Luego también se cabreó mucho con los otros sesenta del cuchuflú, veinte días después. Pero, eso sí: nunca lo había visto tan cabreado como hace poco, cuando salimos de la tienda, después de comprar la lavadora nueva. Su cara de cabreo era indescriptible.
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19 Octubre, 2008 09:35
Un hombre y una mujer se desplazan en coche por una vía interurbana. A la altura de una parada de autobús, el hombre, que es el que conduce, reduce la marcha y se detiene justo al rebasar el límite de la zona reservada. Al pasar por delante de la parada, los dos han cruzado sus miradas con la de una mujer que espera de pie. Se ha fijado en ellos con un interés extraño, expectante. La mujer que va en el coche abre la portezuela y se dispone a apearse. Cuando se está despidiendo, el conductor ve, al fondo de la silueta de su acompañante, la silueta de la otra mujer, la de la parada. “¿Me podría acercar hasta el centro?”, pregunta. “Es que el chofer del autobús no me ha querido llevar porque no tenía cambio de cincuenta euros.” Se la ve nerviosa. El hombre y la mujer del coche se miran, como preguntándose qué hacer, y el hombre, después de un instante de vacilación, dice: “Suba, no hay problema”. Ahora, la mujer que iba en el coche, la que se ha bajado, es la que está nerviosa. Es mediodía. Ella suele comer fuera de casa, en un bar que queda cerca de la academia a la que va a clases por la tarde. La televisión del bar está a todo volumen, pero ella ni oye ni ve nada. Su mente está en el hombre que la traía en coche y que ha subido a una desconocida. A la mujer se la veía alterada, pero tenía un aspecto inofensivo. Aunque, con tanta cosa rara que pasa por ahí… Luego, en clase, está como si no estuviera. El tiempo ha transcurrido lento, pero a ella le han faltado reflejos. ¿Cómo no se le ha ocurrido antes? Llama por teléfono a donde trabaja el hombre. No ha llegado aún. Le deja un recado para que la llame en cuanto llegue. Pero transcurre el tiempo y la llamada no se produce. Ella no se ha podido quitar de la cabeza la mirada de aquella mujer. En lo último que se fijó es en que llevaba una falda negra y una carpeta verde, de plástico. ¿Era rubia o morena? El pelo, castaño. Melena corta, un poco más abajo de la nuca. ¿Edad? Unos… ¿cincuenta? Son las ocho de la tarde-noche, y aún no ha tenido noticias del hombre. Ahora, llama a la casa. Allí, una voz femenina dice no saber nada. A eso de las nueve, el hombre regresa a su domicilio, después de haber salido a un recado. Una tercera mujer le dice: “Te ha llamado una tal Emma, que estaba preocupada porque habías recogido a una mujer en una parada”. La tercera mujer está enfadada: “¿Tú por qué vas recogiendo a desconocidas? ¿Y quién es esa tal Emma? ¿Y por qué no me has dicho nada? ¿Tú no ves los telediarios, o qué? El hombre aguanta el chaparrón como puede. En el fondo, le hace gracia que el simple hecho de acercar a una compañera de trabajo hasta un sitio y de recoger allí a una pobre mujer a la que hicieron bajar del autobús por no llevar dinero suelto estimule tanto la imaginación.
[Cosas de la vida
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12 Octubre, 2008 10:49
A la chica sólo le faltaba un cartelito con el horario de atención al público, el “se reserva el derecho de admisión” y si aceptaba la Master Card. La chica se colocaba a un lado de la carretera nacional y montaba un chiringuito compuesto por ella misma, una silla abatible y, los días de mucho sol, una sombrilla de playa. Era curioso verla, con su faldita minúscula, sus gafas oscuras y su escote abismal, sentada, tranquila y quieta como una estatua, simplemente esperando. De vez en cuando algún automovilista reducía la marcha, y ella se limitaba a seguirlo con la mirada. Ningún gesto provocador, ninguna seña. Había escogido su sitio a conciencia, en medio de dos accesos a la carretera: uno antes de llegar a su altura, para los muy decididos; el otro un poco más allá, para los indecisos o faltos de reflejos. Y detrás de ella, oculto por matorrales, estaba el lugar en donde se suponía que atendía a su parroquia. Al frente, al otro lado de la carretera, unos metros más adelante, había un puesto de pesaje de camiones y vehículos de gran tonelaje. En otro tiempo —cuando la chica no había aparecido todavía— se habían instalado allí otras como ella que se ofrecían a los conductores en grupo y sin el menor recato. Pero alguien debió de quejarse y durante unos meses el sitio quedó falto de ese tipo de oferta. Luego se ubicó allí otra chica, una competidora, que no tenía ni silla ni sombrilla y que, a diferencia de la primera chica —que permanecía sentada como quien espera a que le traigan el café con bollos— aguantaba de pie, con los brazos cruzados. Las dos estaban buscándose la vida como podían, pero a la chica de la sombrilla se la veía muy puesta, muy “profesional”, mientras que la otra parecía renegar de su suerte. Con frecuencia, bajaba la cabeza, se encogía sobre sí misma y daba pequeños puntapiés al suelo. Más que competencia, las dos se complementaban, pues las dos constituían idéntico reclamo, y se les suponía un acuerdo tácito: la una atendía a los clientes que transitaban en un sentido de la carretera y la otra a los que lo hacían en sentido contrario. Seguramente cada una de ellas llevaba la contabilidad propia y calculaba a distancia la de la otra. Hoy no ha bajado bandera, la pobre. O qué buen día llevas, cabrona, y yo sin estrenarme. La primera en desaparecer del lugar fue la segunda chica. La de la silla aguantó unas semanas más pero también se fue. Hacía demasiado frío para esperar tan ligera de ropas un café con bollos que nunca llegaba. Allí se quedó la silla abatible, volcada por el viento, al borde de la carretera, como una oficina vacía cuya propietaria hubiese tenido que huir de repente hacia ninguna parte. De la otra chica no quedó ni rastro.
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05 Octubre, 2008 09:25
Era un chico a quien desde pequeño los adultos lo consideraban carne de cañón, un enunciado que se utiliza para aludir o calificar, casi siempre en voz baja y en tono despectivo, a aquellos chavales que han nacido y se han criado en un entorno muy problemático, que no manifiestan ningún interés por el estudio ni se adaptan a la escuela y que en cambio demuestran una inclinación precoz a meterse en todo tipo de problemas, especialmente en algunos que rozan los límites de la ley. Cuando entraron a robar al instituto, por ejemplo, él fue uno de los sospechosos, aunque, finalmente, no se le pudo demostrar nada. Durante el fin de semana, los ladrones se habían colado en el edificio sin forzar ninguna puerta y sin que se dispararan las alarmas. Desaparecieron dos ordenadores y una cámara de video del salón de audiovisuales, pero la policía no pudo determinar ni quién ni cómo había podido acceder, cargar con los aparatos y salir sin dejar huellas. Un comentario irónico del chico, y el hecho de que hubiera estado rondando por los pasillos en aquella otra ocasión en que alguien había reventado la taquilla de un alumno y se había apropiado del dinero del viaje de fin de curso acabado de recaudar en el patio en la fiesta de la castañada, lo convirtieron en el candidato número uno a ser o el autor o el cómplice de las fechorías. Sin embargo, nadie estuvo por la labor de investigarlo a fondo o de hostigarlo, entre otras cosas porque, aunque sospechoso y con fama de gamberro, se trataba de uno de esos chicos que, en el fondo, suscitan más lástima o incluso simpatía que animadversión, algo a lo que también contribuía su carita de niño guapo, incomprendido y desvalido. Había cumplido los quince años en Segundo de la ESO, y los profesores habían acogido con alivio su decisión de cambiar de centro. La última vez que lo había visto, su antiguo tutor le había hecho una serie de reflexiones sobre la vida y el futuro, y la necesidad de que cada uno de nosotros encuentre su sitio en este mundo. “Aunque no lo veas claro, tienes que intentar descubrir qué es lo que te gustaría hacer y cómo te gustaría ganarte la vida”, le había dicho. “El problema, cuando no estudias, es que te vas cerrando puertas. Y, en la vida, cuantas más puertas abiertas tengas, mejor”. Como siempre, las palabras le habían entrado al chico por un oído y le habían salido por el otro. Sin embargo, al cabo de unos meses, el antiguo tutor tuvo la certeza de que el chico había encauzado su vida. Se cruzaron por la calle, y el chaval, muy animado, le dijo: “¡Me he apuntado a un módulo de cerrajería!”
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28 Septiembre, 2008 10:26
Todos incubamos en nuestro interior monstruos latentes que de vez en cuando se desperezan. El suyo, uno de sus monstruos, comienza a manifestarse cada vez que él accede al recinto de un cajero automático. Si el lugar está vacío, él entra, ajusta el pestillo de seguridad, extrae el dinero con premura y luego, antes de salir, comprueba que no haya nadie sospechoso a los alrededores. Si ya hay alguien dentro, espera a que salga, aunque se trate de uno de esos espacios con varias máquinas dispensadoras y alguna de ellas esté libre. Sólo cuando tiene mucha prisa se atreve a compartir el recinto con otro cliente, y entonces la obtención de efectivo se convierte en un acto tenso, angustioso, lleno de contingencias. El otro puede ser un atracador que simula estar sacando dinero, el miembro de una banda de falsificadores que grabará la clave de su tarjeta, o alguien que tiene un cómplice fuera al que, según la cantidad que él extraiga, le dirá por señas si vale la pena abordarlo. Esta vez, el miedo del hombre le viene con retruque. Ha entrado en el cajero creyendo que estaba vacío, pero detrás de una columna se ha encontrado con la mirada del otro. Y tras ese primer respingo, ha notado en aquellos ojos un chispazo de reconocimiento, como una herida de la memoria. “Hola”, ha dicho él por puro reflejo. El otro no ha contestado. Lo que sigue ocurre como a cámara lenta: él se dirige hacia la máquina y, después de varios intentos —el bolsillo del pantalón se niega a soltar su presa— extrae la cartera y la tarjeta. Sus movimientos son torpes. Ha utilizado el cajero cientos de veces, pero ahora parece no recordar cuál es la ranura adecuada. Cuando la encuentra, ésta escupe un par de veces el plástico, como si lo rechazara, y finalmente lo engulle. Sintiendo la mirada del otro fija en su nuca o en sus manos —qué sabe él—, teclea el importe y la clave —esta vez no le ha parecido adecuado tapar una mano con la otra— y espera la respuesta, que le impacta como una sentencia: “Saldo insuficiente.” Rectifica el importe, bajando la cantidad, pero la frase se repite, como un mal augurio: “Saldo insuficiente.” ¿Vería la pantalla el otro, desde donde se encontraba? ¿Adivinaría lo que le estaba pasando? ¿Estaba esperando a que sacara el dinero para pedirle que se lo diera? ¿Y, en ese caso, él, se lo daría? ¿Todo? ¿Una parte? ¿Se justificaría diciendo: mira mi saldo? Comprobó el disponible: dieciocho euros. Mierda. Si, al menos, el cajero diera billetes de diez euros… Por llevarse algo, imprimió un comprobante de las últimas operaciones, miró de soslayo al otro y salió a la calle, esta vez sin tomar precauciones. Dentro, el otro ni se había movido del suelo, en donde se arrebujaba entre cartones. Más tarde, los dos intentarían recordar un apellido de los tiempos del instituto. ¿Gordillo… Bonillo…? ¿Méndez… Meléndez…?
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31 Agosto, 2008 10:52
En cierta ocasión, el Gobernador de aquella pequeña ciudad-estado convocó a sus consejeros y les habló en estos términos: “El pueblo está cansado de mí, y yo mismo veo y deseo la hora de mi retiro. Sin embargo, no me resigno a que mis adversarios tomen las riendas de la ciudad. Debemos pensar en algo que haga que mi nombre sea recordado para siempre.” Durante un rato, ninguno de los consejeros se atrevió a pronunciar palabra, hasta que uno de ellos, un tal Trashumante, propuso una idea: “Señor —dijo—, de vuestro mandato, quizás nada será tan recordado como la construcción de establos que habéis hecho en zonas estratégicas del territorio. La gente quería establos para sus bestias, y vos se los habéis dado. Un establo más sería la obra que os consagraría como el gran constructor de establos que sois…” Al Gobernador, las palabras del consejero lo conmovieron. “Eso: un establo”, dijo, “pero no un establo cualquiera; tiene que ser un establo diferente a todos los demás; tiene que ser el súper, el híper, el mega-establo…” —el Gobernador, sin saberlo, utilizaba palabras que se pondrían de moda muchos siglos después—. “Mejor que eso”, le interrumpió Trashumante, que tenía estudios, “tiene que ser un tecno-establo”. “¿Un tecno-establo?”, preguntó el Gobernador. “Sí: un tecno-establo”, contestó Trashumante, que era aficionado a leer el Summa Activitae, una especie de Muy Interesante de la época. “Se trata de un establo subterráneo, automatizado, en el que el caballero deja su cabalgadura a la entrada, sobre una plataforma. Allí se inmoviliza al animal mediante unos imanes que lo sujetan de las herraduras, y gracias a un complicadísimo sistema de rieles, poleas y contrapesos, ora se le desplaza, ora se le iza, ora se le empuja hasta un sitio determinado, en el que se le deja hasta que su dueño vuelve a por él. En ese momento, se realiza la operación a la inversa y, hale, hop, en pocos minutos, el animal vuelve a estar en la entrada, a disposición de su amo.” Ni qué decir tiene que, al Gobernador, la idea le entusiasmó. Tanto, que allí mismo encargó a Trashumante que se encargara del proyecto. Trashumante no sabía en lo que se metía, pero tenía un primo que tenía un cuñado que conocía a un amigo cuyo vecino era ingeniero. Muy pronto, numerosos especialistas se pusieron manos a la obra con gran diligencia y entrega —entrega de dinero—. Transcurrieron años de trabajos intensos y fructíferos —fructíferos para los que intervenían en la construcción—. Sin embargo, el establo nunca se terminó, cumpliéndose así el deseo de aquel Gobernador de que su nombre fuera recordado para siempre. Hasta la fecha, la última mención del establo fue en el año 2016, cuando el nuevo Gobernador manifestó: “No importa que no nos hayan concedido los Juegos: dentro de dos años acabaremos el establo”.
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24 Agosto, 2008 10:35
Todavía no era Schwarzenegger, sino un tipo de mediana estatura, muy robusto, vestido con una bata blanca similar a la de la doctora. “En efecto, tiene usted el tabique roto”, dijo la doctora, tras observar la radiografía. “Primero, lo vamos a examinar por dentro”, añadió. Mientras lo inspeccionaba con el endoscopio, como quien no quiere la cosa, preguntó: “¿Y cómo se lo hizo?” Él sabía que su respuesta, si era muy escueta, iba a producir alguna sonrisa, así que se mantuvo callado unos instantes. Para contestarle, tendría que haberle dicho que a él los viajes en vacaciones lo ponían de los nervios. A él, a su mujer y a sus dos hijos pequeños. Sus viajes eran… ¿Cómo se lo podría explicar? Como una actividad de alto riesgo. Esta vez, la culpa había sido del bungalow, un bungalow cochambroso, según su mujer. “Para venir a esto tan cochambroso, mejor me quedo en casa…” Eso lo repetía por la mañana, al despertar, alguna tarde que había siesta, y por la noche, antes de dormirse. El bungalow, sí, era un poco cochambroso, pero a buen cansancio no hay mala cama. Él, por las noches, llegaba reventado y se iba directamente a dormir. Su mujer y sus hijos, algunas veces, se acostaban pronto, y otras se quedaban un rato viendo la tele, como la noche en que se rompió la nariz. ¿Debía decirle a la doctora que, cuando estaba nervioso, tenía unos duermevelas muy agitados? ¿Qué, en ocasiones, se levantaba como sonámbulo y se ponía a lanzar puñetazos contra enemigos invisibles? Quizás era necesario, porque eso fue lo que pasó. Al poco de meterse en la cama, cuando estaba casi dormido, un ruido lo sobresaltó. Luego supo que solamente había sido el ruido de la cisterna del lavabo, pero en ese momento sonó como una trompeta del juicio final. Su hijo se habría caído al encaramarse al sofá, o se le habría caído un mueble encima, o… De un salto, se puso de pie sobre la cama y al querer ir hacia la salita su pie se enredó con una manta y cayó de bruces al suelo. El golpe en la cara fue tan brutal que, al levantarse, se sorprendió de tener todos los dientes en su sitio. A los dos días, tras la hinchazón, si se movía la nariz hacia los lados, los huesos sonaban como castañuelas. Podría haber explicado todo eso a la doctora y a Schwarzenegger, pero, en lugar de eso, les dio la respuesta que sabía que les iba a hacer gracia. “¿Que cómo me lo hice? Me caí de la cama; piensen lo que quieran”. Schwarzenegger se le acercó sonriendo. “Ahora, voy a examinarlo por fuera”, dijo. Le atrapó la nariz con sus dos manazas, apretó, y él notó un dolor agudo y el crujido del hueso al volver a su sitio. “¡Aaaayyyy!”, gimió. “Ya está: curado”, dijo Schwarzenegger. La doctora volvió a examinarlo y confirmó la cura. “Si le hubiese dicho lo que le iba a hacer, no se habría dejado”, se justificó Schwarzenegger. Luego se despidió diciendo: “Y no se olvide de dormir con casco de motorista.” Héroes.





