Durante la noche, se había levantado a hacer pis, había tropezado con una manta caída, y había ido a dar de morros contra los barrotes de la litera. Esa había sido la primera vez que había oído hablar del ratoncito Pérez. Un poquito más y habría tenido que venir el ratoncito Pérez antes de tiempo, había dicho su padre, y había vaticinado que la tontería —las quejas de que le dolía el diente— se le pasarían en cuanto se le pasara el susto. En efecto: al cabo de tres días, el diente —el trozo de diente que le había quedado— ya no le dolía, y lo que importaba era que se cayera rápido para que viniera el ratoncito Pérez a dejar su regalo. Pero el trozo tardaba en caerse y él comenzó a quejarse de que le hacía daño al cepillarse. Había que acudir al dentista. Los dentistas eran muy amigos del ratoncito Pérez y, con suerte, había que sacar el diente, y así podía venir el ratoncito Pérez. Pero la dentista no estaba por la labor. Había una pequeña fisura, pero no era necesario extraer la pieza, con un empaste bastaba. El ratoncito tendría que esperar. Lo que iban a llegar ahora eran unas como hormiguitas que él sentiría en la boca. Le iba a hacer un agujerito en el diente y le iba a colocar una como plastilina dentro, ¿veía? Él lo que veía era la aguja de una jeringa con la que lo iban a pinchar. Y para hacerle el agujerito y colocarle la plastilina —¿veía cómo no era nada?— lo tuvieron que sujetar entre cuatro auxiliares. Todas ellas se turnaban para decirle que, si seguía portándose tan mal, ya no iba a venir el ratoncito Pérez. Ese día, salió del consultorio con la boca hecha un hormiguero y un empaste provisional que ya no pudo ser definitivo porque en la siguiente fecha de consulta, ni en la otra, ni en la otra, no hubo poder humano, ni divino, ni ratón, ni dentista, ni asistentes, ni padres, ni segurata que consiguiera que, una vez puesto en el potro de tortura, abriera la boca. Lo consiguió, dos meses después, ese instinto de supervivencia que hasta los niños de cinco años llevan dentro. Un flemón en la encía por el que hubo que administrarle antibióticos lo obligó a volver a pasar por el sillón de las ejecuciones. Para entonces, su padre ya había perfeccionado la estrategia: mientras su madre, la dentista y cuatro forzudas inmovilizaban al niño, él impedía con los dedos que el niño cerrara la boca. La dentista fue especialmente hábil. En un visto y no visto, metió las tenazas y las sacó con el diente. Después, también fue muy persuasiva para que el niño escupiera el trozo de dedo de su padre. Esa noche, lo difícil fue convencer al ratoncito de que viniera, porque estaba muy enfadado con el niño.
[Niños
]
01 Julio, 2007 12:28
[Amores y desamores
]
17 Junio, 2007 11:20
Por San Juan, la Felicidad tenía las manos gordezuelas y sudorosas, y además de las manos le sudaban las mejillas, le sudaba una pelusilla finísima sobre el labio, le sudaban las axilas y es de suponer que le sudaran otras partes de su cuerpo, un cuerpo abundante y orondo que al bailar se te adhería al tuyo como si quisiera absorbértelo. La Felicidad era blandita y húmeda y, al contrario de lo que cabría suponer, sus sudores no eran repulsivos, pues parecían el anticipo de otros sudores y otras humedades más intensas y placenteras. La Felicidad te miraba con un fulgor ingenuo allá en el fondo de sus ojos, unos ojos que, por misterios y gracias del rímel, de lejos eran negros como abismos y de cerca claros como promesas. La Felicidad tenía unas pestañas inmensas, como abanicos, que utilizaba para mandar eseoeses a los amantes confusos. Llévame contigo, no reveles nuestro secreto, puedes besarme, estoy casada, no seas tan imprudente, sígueme, nos están viendo, has conseguido mi amor… Los parpadeos de la Felicidad eran puntos y rayas desesperados que clamaban por su salvación o por la tuya. Pero, si su mirada era el todo o el nada con sus correspondientes sí quiero-no quiero contradictorios, el cuerpo de la Felicidad se manifestaba inequívoco: su mano se te deslizaba en tu mano y toda ella era como un lago de aguas cálidas a punto de hacerte desaparecer en sus simas y relieves. Su otra mano te aprisionaba la espalda y te atraía hacia sí y su cuerpo entero se te pegaba al tuyo. El exterior de su muslo te rozaba tus muslos, y era como si la Felicidad te acariciara por dentro y por fuera, como si poco a poco fuera tomando posesión de ti. Y ahí, en ese mar de sofocos y sudores, tú ya rendido y entregado a la Felicidad y a su vorágine de preámbulos, el sonido de la música ya no importaba porque tú sólo escuchabas el bumbum de tu corazón acoplado al de ella. Bumbúm y desaparecían los músicos, bumbúm y ya no había más parejas en la pista de baile, bumbúm y los posibles mirones eran sombras huidizas, bumbúm, cómo estaba de rica, bumbúm, a dónde podrías llevarla, bumbúm, dónde raptarla un ratito cuando acabara la pieza, perseguirla hasta donde ella quisiera, rescatarla de la multitud, buscar un escondite junto a las olas… Bumbúm, Bumbúm, y al siguiente bumbúm se había evaporado tu oportunidad. Así eran los encuentros con la Felicidad, aquella gordita que parecía querer entregársete durante el baile y luego te dejaba abandonado a tu suerte. Felicidad, la Feli, era feliz así todas las noches de San Juan.
[Cosas de la vida
]
10 Junio, 2007 10:34
El primer movimiento del sospechoso lo noté nada más sentarme ante la única mesa vacía de la terraza. No había acabado de acomodarme para llamar al camarero, cuando noté que el sospechoso, que estaba recostado de espaldas contra la pared de la fachada del edificio, justo al lado de la entrada del bar, hacía el amago de dejar su postura, pero de inmediato volvía a apoyarse contra la pared. En ese momento todavía no era sospechoso, simplemente era un tipo que había hecho un gesto extraño y en el que luego me fijé porque mantenía una actitud entre distraída y expectante. Pedí una cerveza al camarero y me dispuse a disfrutar de uno de mis entretenimientos habituales: observar a la gente. Era la hora del vermú de un viernes, y la calle empezaba a reflejar las últimas prisas laborales del día y las primeras indolencias del fin de semana. En la terraza, ejecutivos que se reportaban a sus centrales, oficinistas que se habían escapado a tomar una caña o amigas que quedaban por teléfono para la noche. En la acera, un desfile variopinto y cansino de turistas, colegiales vendiendo boletos para el viaje de fin de curso, chicas con carpeta universitaria, mujeres con cochecito y niño… Y ahí, delante, apoyado en la pared y mirando no se sabía si a las ventanas de los edificios de la acera de enfrente, o a los coches, o a los parroquianos del bar, o a los peatones, o a la hilera de motos aparcada unos metros más allá, o esperando a alguien, o vigilando, el sospechoso, que entonces no era sospechoso del todo sino un tipo raro que estaba ahí, pendiente de quién sabe qué. El sospechoso sólo se convirtió en sospechoso cuando, al traer la segunda cerveza, el camarero me dijo: “¿Has visto al pinta ése? Ves a saber el rato que lleva ahí…” Y, por si yo tuviera alguna duda, prosiguió, enigmático: “Después, pasa lo que pasa…” Lo dijo hablando tan bajo y con tanto disimulo que yo, más que oírlo, le leía los labios. “Después, desaparece un coche o te encuentras la casa desvalijada.” Vaya, con el sospechoso. Había que observarlo, pero con mucha discreción, no fuéramos a topar con el hampa organizada. De repente, el sospechoso cambió de comportamiento: se sentó ante una mesa que acababa de quedar libre y pidió un agua sin gas. Durante los siguientes diez minutos, se limitó a beber agua en pequeños sorbos y a mirar a los transeúntes. Salvo por su agua y mi cerveza, debíamos de ofrecer una imagen idéntica. Entonces comprendí la situación: el desconocido era un pobre tipo como yo, al que yo, sin darme cuenta, le había birlado la única mesa libre de la terraza.
[Familia Price
]
03 Junio, 2007 20:26
De todos los objetos que sacó Inocencio Price y que fue poniendo sobre la mesa del comedor ante los ojos atónitos de su mujer, el más extraño era un robot limpiador del polvo que, de forma autónoma, era capaz de dejar sin pelusillas cualquier piso de terrazo, mármol, parquet o el que le echaran, porque era un robot todo-terreno, según le había dicho a Inocencio aquel señor tan simpático que se había encontrado en la cafetería del hotel, un hotel al que Inocencio no había entrado nunca, pero ese día, mira por dónde, le había dado por entrar a hacer un cafelito y había conectado enseguida con aquel señor tan simpático. El robot consistía en una pelota de goma de unos quince centímetros de diámetro que iba rodando por el suelo en el interior de un plato de plástico. Cada vez que el plato tropezaba contra algún objeto, la pelota cambiaba de dirección, y así podía llegar a todos los rincones. Se trataba de un artilugio no sólo novedoso, sino también simpático. Era divertido ver a aquella especie de OVNI, que en lugar de volar por el espacio infinito se desplazaba a ras de suelo haciendo que las bolillas de polvo fueran quedando adheridas a la pelota. Menos divertida, pero igual de efectiva, era aquella maquinilla de afeitar con un equipo completo que incluía un cabezal para los pelillos de la oreja. Y aquellos prismáticos infrarrojos que hacía servir el ejército norteamericano. Y, hablando de ejércitos, ahí estaba aquel juego de navajas suizas, únicas en su género, que también eran usadas por soldados, esta vez helvéticos. Y aquel vaporizador que dejaba las camisas sin una arruga, y el juego de cubiertos inoxidables para veinticuatro comensales y... A medida que Inocencio se iba entusiasmando con las maravillas que le había comprado a aquel señor tan simpático, a su mujer se le iba agriando más el semblante. Al final, ella no aguantó más y le dijo que cómo era posible que no se diera cuenta de que aquel señor tan simpático era un caradura que había conseguido colocarle todos aquellos trastos inútiles. Pero, ¿cuánto se había gastado aquella noche? ¿Media paga? ¿La paga entera, que acababa de cobrar? Bueno, mejor no seguir hablando del asunto porque se iba a cabrear de verdad. En fin, era mejor que le diera el dinero para la compra de la semana, y en paz. Pero, él, después de una pausa, le dijo que no iba a poder ser. ¿Cómo que no iba a poder ser? ¿Qué pasaba, qué se había gastado todo el sueldo con aquel señor tan simpático? Y él, después de otra pausa, esta vez más larga, le dijo: Es que también me ganó al póker.
[Familia Price
]
27 Mayo, 2007 10:47
¿Alguna vez te han apuntado a la cabeza con un revólver?, me preguntó Eliécer Price. A mí, sí, prosiguió. Supón que tú eres yo y que yo soy mi compadre Juan de Dios. Pues, yo, que soy mi compadre Juan de Dios, saco un revólver del bolsillo de la americana, lo levanto y te apunto directamente a la cabeza. ¿Cómo se te hubiera quedado el cuerpo? El tipo saca el revólver, lo levanta y me lo pone delante de las narices. Y yo sin saber de qué iba la cosa, porque mi compadre, cuando me apuntaba, no tenía ninguna expresión en el rostro. No estaba ni serio, ni enfadado, ni risueño, ni ponía mirada burlona o de desequilibrado, que es lo que uno espera en una situación como ésa. Mi compadre se limitaba a observarme, a ver si me cambiaba la cara. Y yo, sin saber qué cara poner. ¿A ti te han temblado las rodillas alguna vez? ¿No te han empezado a temblar tan fuerte que no puedes pararlas? Pues, a mí me pasó ese día. ¿Qué cómo ocurrió? Pues, muy fácil: en la mesa estábamos mi compadre, mi comadre, yo, y me parece que nadie más. No, espera: puede que también estuviera mi ahijado, aunque mi ahijado puede que estuviera sentado en el sofá. Sé que estaba mi ahijado porque mi compadre no llegó solo, llegó con alguien, y ese alguien seguro que era mi ahijado. El caso es que, cuando llegó, mi compadre dijo que se alegraba de verme, y le preguntó a mi comadre si ya me había ofrecido algo. Mi comadre le dijo que no le había dado tiempo porque yo acababa de llegar. Entonces mi compadre le dijo que preparara café y, en lugar de preguntarme qué hacía allí, comenzó a hablarme de su trabajo. Las cosas le iban más o menos bien, según decía. Pero yo notaba que las cosas no podían ir tan bien. Era raro ver a mi compadre a esa hora en su casa. Y además, él también estaba raro. Joder, si estaba raro. Cuando sacó el revólver, por poco me hago aguas en los pantalones. Si nunca te han apuntado a la cabeza con un revólver no sabes lo que es eso. Mi compadre me apuntó a la cabeza, mantuvo durante unos instantes el cañón del revólver cerca de mi nariz y luego lo bajó y me lo ofreció. Yo, claro, tuve que recibírselo. ¿Alguna vez has tenido un revólver en las manos? Yo, antes de ese día, nunca. ¿Sabes lo que me sorprendió? Lo frío que estaba. Y lo pesado que era. Lo cogí y se lo devolví casi enseguida a mi compadre, sin saber si era un arma de verdad o de mentiras, porque yo no sé de armas. Tampoco supe si mi compadre me amenazó de esa manera para hacerme una broma pesada o porque sospechaba que yo acababa de salir del dormitorio con mi comadre.
[Amores y desamores
]
20 Mayo, 2007 11:29
Prudencio Price nunca debió presionar a su mujer para que comprara preservativos. Acabáramos, había dicho ella. Desde novios y, luego, de casados, había sido él quien había asumido la responsabilidad de adquirirlos. Qué problema había? Ninguno, según el, pero se había cansado de ser siempre él quien se cuidaba de lo mismo. ¿No era él el encargado de la compra?, había dicho ella. Pues, sí, pero, ¿por eso tenía que comprarlo todo?, había dicho él. Pues, sí: todo, había dicho ella. Pues mira por dónde, había dicho él, a partir de ahora, se iba a tener que comprar ella las compresas, porque a él le fastidiaba tener que comprarle las compresas. Ah, ¿así que el problema eran las compresas?, había dicho ella. Pues, sí, había dicho él. No tenía por qué estar él mirando las estanterías a ver si ella necesitaba compresas con alas, o normales, o superabsorbentes, ¿entendía? Bah. Ella entendía que eso eran tonterías. ¿No cogía él un detergente, un dentífrico o una botella de aceite de las estanterías? Pues, con las compresas era lo mismo. Anda, que era lo mismo, había dicho él. ¿Igualito, verdad? Parecía mentira que con sus años todavía le dieran corte esas cosas tan superadas, había dicho ella. Pues, sí: todavía le daban corte, había dicho él. Él era de una época en la que los preservativos no se anunciaban por la tele, en la que había que espiar la farmacia desde el exterior y entrar cuando no hubiera clientes, y en la que, según el talante del farmacéutico, se podía salir de allí sin los preservativos y con una bronca de mil pares de narices porque allí no se vendían cochinadas. ¿O no se acordaba? Pues esas cosas ahora no pasaban, había dicho ella. Pues, no, había reconocido él. Pero el corte seguía siendo casi el mismo. Aunque, ella, cómo iba a saberlo, si nunca había pasado por ésas. ¿A que nunca había comprado una caja de preservativos? Al menos, que él supiera, había dicho él. Pues, no, pero no lo veía tan complicado, había dicho ella. Pues, venga: si no era tan complicado, ahora mismo iban a ir a la farmacia, había dicho él. Pues, venga, había dicho ella. Y para allá se habían ido, muy resueltos, sin cruzar palabra, y habían entrado al establecimiento, que estaba lleno de gente. Y, cuando les había tocado el turno, ella se había acercado al mostrador, y él se había puesto a su lado, como si la llevara de rehén. Y, como ella no se decidía, él la había conminado con un gesto de cabeza que significaba: venga, ya que eres tan valiente… Y ella había dicho con voz alta y clara, que había resonado en todo el local: “Una caja de preservativos tamaño mini”.
[Cosas de la vida
]
13 Mayo, 2007 12:24
Puede que en esos momentos el buscador recordara aquel sueño recurrente que lo había atormentado desde que tenía memoria: él caminaba mirando hacia el suelo y veía brillar lo que parecía ser una moneda. Al agacharse, resultaba que sí que era una moneda, y, justo al ir a coger la moneda descubría junto a ella una segunda moneda, y justo al ir a recoger esa segunda moneda descubría no una tercera moneda sino un montoncito de monedas que estaban al lado de otro montón más abundante, y de otro, y de otro, hasta que la suerte era tan inmensa que resultaba que aquello no podía ser posible —no le podía ocurrir a él— y el maldito pensamiento lógico, que no lo abandonaba jamás, lo hacía despertar de golpe, y aquella estúpida ensoñación de encuentro de tesoros se volatilizaba, pero permanecía agazapada en algún lugar de su cabeza, a la espera de volver a repetirse. También puede que tuviera un segundo recuerdo, no de un sueño esta vez sino de una imagen que también lo perseguía durante las noches de insomnio: él era un niño aficionado a coleccionar piedras de río. Se le había ocurrido cuando el rico de la clase había llevado un bote de cristal lleno de canicas. Él había buscado en la basura hasta encontrar un bote vacío de mermelada, lo había dejado reluciente y lo había ido llenando con guijarros, que al final resultaron ser más variados y atractivos que las canicas. Había sido entonces cuando su maestra había comenzado a referirse a él con el apelativo cariñoso de “el buscador”, un mote que él había asumido casi como una responsabilidad. Más tarde, cuando su familia había huido de la pobreza llevadera de los ríos y se había refugiado en la prosperidad engañosa de una ciudad marítima, él había reemplazado los guijarros por conchas de mar. Las conchas tenían una ventaja sobre los guijarros: si uno tenía paciencia —y él la tenía, para algo era “el buscador”—, encajaban perfectamente unas dentro de las otras. Puede que fuera esto lo que le hiciera sonreír. Como de la chistera de un prestidigitador, acababa de sacar una, dos, tres, cuatro y cinco ollas, de distinto tamaño pero de idéntico material y agarraderas, que cabían unas dentro de las otras. Las ollas no eran nuevas, pero, bien limpias y pulidas, seguro que tendrían un pase. También había sacado un hornillo eléctrico, una plancha, un radiocasete y una sartén de hierro, y había dispuesto todos los utensilios sobre la acera en un conjunto ordenado. Quizás pensara en aquellas cosas ahora, antes de guardar sus hallazgos en un desvencijado carrito de la compra, mientras volvía a rebuscar dentro del contenedor de basuras.
[Superhéroes
]
06 Mayo, 2007 11:59
Tras una noche en el calabozo, el cansancio había abierto surcos violáceos bajo sus ojos, pero la detenida no había perdido ni un ápice de su dignidad. De pie, ante el juez, tenía el aspecto de una mártir dispuesta al sacrificio, y su presencia impregnaba de tintes etéreos el ambiente iluminado pero extrañamente lúgubre de la sala de vistas. Cuando la había visto entrar, el letrado, contrariamente a su costumbre, había hecho ademán de levantarse, pero se había contenido y ahora se le veía incómodo, sin saber muy bien cómo comenzar el interrogatorio. Igualmente incómodos estaban los guardias que la custodiaban. A diferencia de ella, que miraba hacia el frente, los dos estaban cabizbajos, como avergonzados del trance por el que la estaban haciendo pasar. El juez tragó saliva, carraspeó y, luego, con voz entrecortada, le leyó los hechos que habían dado lugar a su detención. La mujer, simplemente, se limitó a asentir, o a enarcar las cejas en cuanto escuchaba lo que podrían ser falsos datos o imprecisiones. Una vez acabados de leer los cargos, el letrado dejó escapar un suspiro y le preguntó si tenía algo que declarar. Ella dijo que sí: que lo que ocurría con ella no era otra cosa que el fruto de los tiempos que corren, en los cuales no se respeta ni la categoría ni el oficio de las personas. Ella era —o había sido, si así lo preferían— una persona muy importante, alguien que había llevado la felicidad a muchos hogares —a muchos hogares prin-ci-pa-les, puntualizó—. Su nombre era conocido en el mundo entero, y en el mundo entero se la quería y se la respetaba. A donde quiera que ella iba, llegaba la alegría, la paz, la concordia, el amor… Porque su oficio consistía en eso, ¿sabían? —aquí, tanto el juez como los guardias, asintieron—. Sin embargo, ¿qué ocurría ahora con la gente? La gente, desde los Reyes para abajo, era una desagradecida. Al parecer, ya no hacían falta personas como ella. Durante muchos años, muchos —repitió—, en una ocasión como la de ahora, ella habría sido la primera en ser recibida por los Reyes y por los Príncipes. Habría sido ella quien hubiese regalado las primeras ropitas a la bebé, quien le hubiese vaticinado su futuro y quien la hubiese tomado bajo su protección. Y en cambio, ahora, la habían detenido por intentar entrar en la habitación en donde la princesa y la niña se recuperaban tras el alumbramiento. No, no era así como se comportaban los reyes de antes. En todos los años que llevaba de Hada Madrina, era la primera vez que le ocurría algo semejante. Bueno, la segunda. Con la otra infanta le había pasado lo mismo.
[Cosas de la vida
]
29 Abril, 2007 18:21
A pesar de que se la veía algo estirada y pasada de rímel, la chica vestía como una camarera, se ocupó de añadir cubiertos para un nuevo comensal, y también fue ella quien luego se acercó a la mesa con un bolígrafo y una libreta para tomar el pedido. Así que, a primera vista, cualquiera la hubiese tomado por una camarera. A segunda vista seguía pareciendo una camarera, pero esa pose hierática, ese desinterés y ese mohín despreciativo al apuntar los primeros, los segundos y el vino de la casa, denotaban que ella pertenecía a una categoría superior a la de cualquiera de aquellas doce personas que se habían reunido para celebrar el Sant Jordi. A tercera vista —cuando apareció con el primer plato—, los comensales ya sabían que había que bajar la voz y apartarse con prudencia para no recibir un golpe de vinagrera o un platazo en el hombro. Ahí, ya tenían la sospecha de que no les estaba sirviendo una camarera sino una “autoridad”, aunque no pudieran precisar si se trataba de una autoridad eclesiástica, política, económica o militar. En cualquier caso, alguien joven pero con mucho poder. A cuarta vista —el segundo plato—, lo único que pretendían los comensales era terminar rápido la comida y dejar de importunar a Su Majestad. ¿Habían dicho Su Majestad? Los comensales entendieron, por fin: ¡Qué tontos! ¡Toda la comida pensando que era una camarera, cuando se trataba de una reinita! Eso cambiaba la situación, pero, los comensales, por puro desconocimiento del protocolo, cometieron el error de llamar —eso sí, con todos los respetos— a Su Majestad para pedirle los postres. Ella, con el hastío reflejado en su noble cara, tomó nota, y, entonces, los comensales cometieron un segundo atrevimiento: pidieron cafés. A Su Majestad, esta osadía ya le pareció excesiva: dejó a los comensales con la palabra en la boca y con real grosería le dijo en voz alta a un señor cincuentón que parecía el dueño del establecimiento: “A ver si tú puedes tomar nota a esta gente.” Ahí demostró lo reinita que era, pues, el hombre, en lugar de pedir disculpas, se comportó como si alguien hubiese mancillado a su dama. Tampoco se disculpó después, cuando se le explicó lo mal que la chica había atendido a los clientes. Ni cuando se le exigió una hoja de reclamaciones. Él, erre que erre, defendiendo lo indefendible. Sólo le cambió la cara cuando uno de los afectados comentó: “Pues, entonces, en lugar de reclamar ante la Generalitat, hay que hablar con la mujer de este tipo para que venga aquí y averigüe por qué le rinde tanto vasallaje a la reinita.”
[Niños
]
22 Abril, 2007 11:23
El tiempo parecía haberse vuelto loco: casi finales de abril, y el dragón no sabía si dormir abrigado o no. Para colmo, la comida escaseaba: las doncellas que le daban en ofrenda eran pocas y dejaban mucho que desear. Sin ir más lejos, la del día anterior debía de estar ya caducada o en mal estado, pues él había pasado la noche con dolor de estómago y unos eructos terribles cuyos efectos se podían ver en la vegetación carbonizada que rodeaba la cabecera de su cama. Además, puede que la misma indigestión fuese la causa de aquel extraño sueño: él asomaba la cabeza al exterior de la cueva y se encontraba con un desfile de caballeros armados para el combate que venían en su busca. Ésta, por supuesto, no era ninguna novedad. La diferencia era que cada uno de esos caballeros venía acompañado de una doncella hermosísima. Esas sí que son doncellas, no las que me suelen traer últimamente, había pensado en el sueño. Pero, ¿a qué venían esos locos? Si parecía que… Más que a un combate, aquellos caballeros y sus damas parecían venir a… ¡Una boda colectiva! ¿Qué estaba ocurriendo allí? La respuesta se la dio una de esas voces que, sin saberse cómo, suelen salir en los sueños: No, no se trataba de una boda colectiva. Tras muchos años, y cansado de atemorizar a la población, de matar guerreros y de alimentarse de doncellas, él, por fin había encontrado su sitio en el mundo: ahora era un empresario que se dedicaba a expedir certificados de combate. A cambio de una doncella, cada caballero salía de allí con un certificado mediante el cual el dragón daba fe de que había sido vencido por el Caballero NN, con domicilio en la calle Tal de la ciudad Cual. Los certificados se habían popularizado tanto que ya cotizaban a la baja, pero, de todas maneras, la abundancia de ilusos con ganas de ostentación garantizaban al dragón un buen pasar para el resto de sus días. Pero, ¿y las doncellas? Oh, las doncellas —la voz rió socarrona—. Con las doncellas no había problema. El dragón ya era viejo y comía como un pajarito. La comida nunca faltaba y, además, las doncellas —el harén más grande y hermoso que había conocido la historia— se habían confabulado y habían conseguido que él se volviera vegetariano. Así: ¿todos eran felices? Pues, claro. Al dragón, sin saber por qué, ese sueño lo acabó de poner de mal cuerpo. Cuando despertó, aún adormilado, se asomó a la entrada de la cueva. Y, ¿por qué no?, pensó. Pero no vio ningún desfile de caballeros ni de doncellas. Tampoco vio venir el golpe que acabó con sus tontos sueños de dragón.
[Sueños
]
15 Abril, 2007 13:39
¿Veían cómo algunos sueños podían convertirse en realidad? Uno de sus sueños era llegar a ser estrella de Hollywood, y, ahora, allí estaba ella, a punto de rodar una escena nada menos que con Brad Pitt. El guión era sencillo: ella, en medio del salón, rodeada de gente; de súbito, aparecía Brad Pitt, quien se fijaba en ella y le hacía un gesto para que subiera a una de las habitaciones de la primera planta. Más que a un gesto, ella obedecía como telepáticamente a la mirada de Brad Pitt, pues había que ser muy tonta para no saber por la mirada lo que Brad Pitt quería de una chica, ¿verdad?, había dicho, entre risas, el director. Una vez en la habitación, ella y Brad Pitt protagonizarían una de las escenas más tórridas del cine, un encuentro de amor apasionado que haría suspirar a millones de mujeres en todo el mundo. Porque el cine se había inventado para eso, para hacer soñar. Sólo que había muy pocas personas que pudieran cumplir sus sueños, y una de esas personas era ella, que estaba a punto de rodar ese episodio con Brad Pitt. La escena, que se rodaba en forma de plano-secuencia, es decir, sin interrupciones, había transcurrido de maravilla, hasta cuando Brad Pitt llamó a la puerta de su habitación. Entonces ocurrió algo que no estaba previsto: en el momento en que ella abría, comenzó a oírse un ruido extraño procedente de la habitación de al lado, una especie de estertor que los desconcertó a los dos. “Espera un momento”, le dijo Brad Pitt, “parece que alguien necesita ayuda”. Aquello no figuraba en el guión y ella, pensando que era una ocurrencia del director, salió del cuarto y se unió al galán, que se puso a escuchar a través de la puerta vecina. El ruido era como el de alguien que tuviera grandes dificultades para respirar. Ambos lo entendieron así, y Brad Pitt empujó la puerta y entró en el cuarto. Sobre la cama había dos cuerpos: uno de ellos, el que más abultaba, parecía inmóvil. El otro, se retorcía como víctima de un ataque interno. A ella, la contemplación de esos dos cuerpos la aterrorizó. “¡No te acerques!”, gritó. Sin embargo, Brad Pitt fue directamente a la cama y comenzó a tocar a la persona que se retorcía —una mujer—. “¡No la toques!”, volvió a gritar ella, desesperada. Pero, Brad Pitt, sin hacerle caso, movió a la mujer del hombro y le dijo: “Señora, despierte: su marido respira muy mal.” Entonces, Brad Pitt se desvaneció y ella despertó, sudorosa. Y lo único real de aquel sueño seguían siendo los ronquidos de su marido, que seguía durmiendo, ajeno a sus sueños. ¿Tenía o no tenía razón en odiarlo? A Brad Pitt, se entiende.
[Familia Price
]
08 Abril, 2007 11:37
Aunque supiera que se trataba de un matrimonio que llevaba tiempo haciendo aguas, a José del Carmen Price nadie le sacaba de la cabeza la idea de que él había sido el culpable de la ruptura entre Jorge Libardo Peña —uno de sus mejores amigos— y María Delia Santos —una de las mujeres más atractivas de Tarcuna—. La amistad entre José del Carmen y Jorge Libardo venía de lejos y había sido fogueada en varios frentes, tanto en su etapa de universitarios como en el ejercicio de su profesión. Pero, ni siquiera la competencia feroz que debían librar a veces entre ellos como representantes comerciales de empresas rivales había podido resquebrajar el afecto que se profesaban. Tampoco los había separado la incursión de María Delia en la vida de Jorge Libardo, que no había abandonado por ella las juergas con José del Carmen. María Delia era una mujer de bandera, de las que quitan el hipo, pero, desde la primera vez que la vio, José del Carmen cercenó cualquier pensamiento, palabra, obra u omisión que pudiera crear algún malentendido entre él y la pareja de su amigo. Solían salir a divertirse los tres juntos, y, eso, a pesar de la actitud fiel de José del Carmen, dio lugar a las consabidas situaciones ambiguas, a los juegos de sospechas y a los sobreentendidos con que la gente suele adornar las relaciones entre tres que deberían ser sólo de dos. A decir verdad, cuando coincidían los tres, el enamorado de María Delia parecía ser José del Carmen, que se comportaba con ella de forma amable y considerada, y no Jorge Libardo, que, la mayoría de las veces, la trataba como a un trapillo de limpiar. Y esa actitud pública de su marido, que no era otra cosa que el débil reflejo de su comportamiento en privado, tenía a María Delia muy hartita, como se lo había repetido varias veces a José del Carmen. Aquel día, el día que José del Carmen recuerda como el día en que pudo salvar el matrimonio de su amigo, ella volvió a decírselo. Estaba harta. ¿Sabía lo que le acababa de hacer Jorge Libardo? Se había marchado tres días a Granada y la había dejado sola. Sola, ¿entendía? Y, por si no lo acababa de entender, María Delia le repitió varias veces que esa noche iba a estar sola. José del Carmen entendía, pero no tuvo valor para entender bien a María Delia, quien, al día siguiente, posiblemente harta de los dos, abandonó para siempre a Jorge Libardo y se fue a vivir a La Coruña. Por eso, a José del Carmen no hay quién le quite de la cabeza que, si esa noche se hubiese convertido en el amante de María Delia, ella y Jorge Libardo todavía estarían juntos.
[Amores y desamores
]
01 Abril, 2007 12:27
En su primera cita de amor, ella lo invitó a su casa y, una vez allí, lo hizo sentar en el sofá, le sirvió un gintonic y lo dejó unos minutos a solas mientras iba a ponerse cómoda. Poco después apareció con un conjunto que era la antítesis de la comodidad: resultaba increíble que se hubiese conseguido embutir en esa minúscula chaquetilla y ese estrechísimo pantalón de cuero negros, que parecían a punto de desgarrarse ante la presión de sus carnes. Vamos a divertirnos un poco, le dijo, y le arrebató el vaso y le volcó el gintonic en la cabeza. Si no es nada, ya verás como no es nada, le dijo, y cogió los cubitos de hielo que le habían quedado enredados en el pelo y se los fue restregando por la cara. Luego lo abofeteó, una, dos y tres veces, con el interior, el revés y de nuevo el interior de la palma de la mano. Las tres cachetadas lo cogieron por sorpresa, y, antes de que pudiera reaccionar, ella lo cogió por el pelo y lo hizo arrodillarse en el suelo mientras le decía: ven caballito, vamos a ver el paso que llevas. Levanta la grupa, caballito, le dijo, y en su mano apareció como por encanto una fusta de cuero con la que comenzó a golpearle en las nalgas. A ver, a ver cómo te portas, le dijo. Con cuatro golpes de fusta consiguió que se pusiera a gatas y, luego, tras encaramarse en su espalda, lo agarró por el pelo con una mano y siguió dándole correazos con la otra. Arre, arre, le decía, a ver si encuentras el dormitorio, y lo guió a golpes y a tirones de pelo por toda la casa hasta encontrar la habitación. Ya dentro, sin soltarlo del pelo, descabalgó, lo empujó boca arriba sobre la cama, se le sentó sobre el estómago y volvió a abofetearlo igual que antes: una, dos, tres veces —derecho, revés, derecho—. Después lo cogió de la pechera de la camisa y se la rasgó de golpe, haciendo saltar varios botones, y acto seguido le hundió las uñas en el torso y desplazó las manos con fuerza hacia abajo. Al instante, varios surcos violáceos surgieron sobre la carne rosada. Ella volvió a abofetearlo y volvió a arañarlo durante mucho rato una y otra vez, con gestos que a veces parecían metódicos, incluso rutinarios, y a veces frenéticos, como motivados por una furia salvaje. Finalmente se cansó, se bajó de donde estaba, se sentó en la pequeña butaca que había frente al peinador y encendió un pitillo. Hala, puedes irte, le dijo. Él se incorporó, salió del cuarto y al cabo de unos instantes se oyó el cierre de la puerta de entrada. Cinco minutos después, sonó el timbre. Ella salió a abrir, y allí estaba él, cabizbajo y hecho un guiñapo.
—¿Y el besito? —preguntó—.
—¿Y el besito? —preguntó—.
[Sueños
]
25 Marzo, 2007 17:48
En aquella casa todo era transparente, hasta la mujer que estaba sentada con aspecto de aburrimiento frente al televisor. Se trataba de una mujer de edad muy avanzada, cuyos cabellos blancos tenían tonalidades grises. Sus manos, largas y finas, estaban llenas de pecas y surcadas de numerosas arrugas, igual que su frente. Sus ojos eran muy claros, con visos azulados. Las ojeras, traslúcidas, indicaban que había vivido o que había bebido mucho, y a través de sus ropas transparentes sus formas se presentaban enjutas y flácidas. La mujer llevaba quién sabe cuánto rato allí, sin dar señales de estar interesada por lo que ocurría en la pantalla, cuando algo pareció llamarle la atención. La imagen mostraba a un hombre de mediana edad que estaba sentado frente a un ordenador portátil. El hombre no tecleaba, sino que permanecía quieto, con los ojos fijos en la pantalla, y de vez en cuando se pasaba una mano por la frente con gesto contrariado, como si le doliera la cabeza, o levantaba las dos manos y las exponía frente al aparato, como recriminándolo por algo. O se inclinaba hacia atrás en la silla y se quedaba mirando hacia el techo con expresión de desasosiego. La mujer hizo un gesto de resignación, dejó el mando a distancia a un lado y se incorporó pesadamente. Sus movimientos eran torpes, como los de un convaleciente que comienza a caminar después de guardar cama durante semanas. Se dirigió al lavabo y se cepilló el pelo varias veces. Luego se lavó la cara, se secó, se puso una base de maquillaje, se espolvoreó colorete en las mejillas y se reavivó el tono de los labios, que le quedaron rojos y brillantes. Después entró en su cuarto y se cambió de ropa. Al salir, nadie la habría reconocido. Seguía siendo casi transparente, pero ahora su aspecto era el de una joven… No; el de una mujer en plena madurez… No; el de una adolescente… En cualquier caso, ahora era hermosísima y su forma de andar elegante, sensual, misteriosa. Abandonó la casa y, en ese momento, en la pantalla del televisor, el hombre, desesperado, cerró la tapa del portátil y salió del encuadre. Durante unos minutos, en el televisor sólo apareció la figura del ordenador, abandonado. Después, durante unos instantes, una silueta femenina se dibujó como un resplandor de luz en el fondo de la imagen. Más tarde, la mujer regresó a su casa y, con aspecto cansado, se volvió a sentar frente al televisor. Estaba harta de su oficio —un oficio de miles de años— y de los artistas que invocaban el nombre de las musas tan en vano.
[Cosas de la vida
]
18 Marzo, 2007 11:13
Según el profesor, los humanos tenían cinco sentidos: la vista, el oído, el gusto, el olfato y el tacto, y esos cinco sentidos, comunes a todos los mamíferos, nos servían para percibir el mundo que nos rodeaba. “Profe, huele muy mal”. Había que imaginar, por ejemplo, al hombre primitivo: la vista le permitía ver a los animales a los que tenía que cazar, y detectar a otros para no ser cazado. “Es verdad, profe, huele muy mal, es que el Moha ha pisado una mierda.” “¡Callaos ya! ¡Dejad la tontería!”. Los hombres primitivos tenían los sentidos más desarrollados que nosotros porque los necesitaban para sobrevivir. Había que imaginar, por ejemplo, al hombre, antes de descubrir el fuego: ¿cómo iba a percibir por la noche la presencia de un animal intruso dentro de su caverna? “¡Profe, que el Moha ha pisado una mierda!” “¡Ya está bien: tú, ponte de pie al final de la clase; venga: allá atrás, de pie.” A ver si desarrollábamos el sentido del oído: a la clase había que ir a escuchar, no a molestar. Y si seguían con esa tontería de taparse la nariz, se iban a quedar castigados, sin patio. “Pero es que, profe, es verdad: el Moha ha pisado una mierda.” “¡Que ya vale, he dicho!” A ver si podíamos continuar: sin todos los cinco sentidos muy desarrollados, el hombre sería una presa demasiado fácil para los depredadores. “A ver: ¿qué te pasa a ti ahora? Te he puesto allá atrás para que no molestes.” “Profe, es que tengo ganas de vomitar.” “Pues, te aguantas; te estás ahí quietecito y verás cómo se te pasan.” El profesor resopló por enésima vez y se acercó a la mesa del Moha, que había estado callado todo el rato. “ Al venir, estábamos jugando en la calle, me empujaron y pisé una mierda, pero ya me limpié” —dijo el Moha, en un susurro—. “Bueno, pues vas al lavabo, y te vuelves a limpiar bien, ¿de acuerdo?” El profesor acompañó al Moha hasta la puerta y, en ese lapso de apenas tres segundos, un número indeterminado de partículas volátiles procedentes de la zapatilla del Moha volaron hacia sus fosas nasales, conmocionaron sus células receptoras y sus bulbos olfatorios y transmitieron una inconfundible información hasta su cerebro, el centro en donde recibimos, procesamos y almacenamos todas nuestras percepciones, emociones y memorias. Allí quedó registrado para siempre ese olor a mierda restregada que por poco lo tumba delante de sus alumnos. En cuanto el Moha hubo salido, el profesor, invadido de un sudor frío, pensó que estaba a punto de vomitar. Entonces miró con aire de derrota al chico al que había castigado antes y le dijo: “Venga, siéntate.”





