[General ] 13 Julio, 2008 12:35
Por primavera renacen las plantas y surgen los globos. Ahora que es verano ya estamos más acostumbrados a verlos, pero no por ello somos menos sensibles a la fascinación que nos producen. Los globos siempre van en pareja y muy juntitos, tan unidos que para distinguirlos hace falta fijarse en la línea que los divide. Cuanto más pronunciada es esa línea, más curiosidad suscitan, y aunque sabemos que se trata de una línea de recorrido corto y límite concreto, nos esforzamos por descubrir el punto de separación. Los globos, además de juntos, suelen ir acompasados. Si se desplazan, cada uno de ellos apunta a la misma dirección del otro; si suben, suben juntos; si bajan, lo hacen a la vez. Si se detienen, lo hacen simultáneamente. Hay globos de todos los tamaños y coloraciones, aunque, con el sol, suelen adquirir tonalidades acaneladas. Los globos raramente suelen mostrarse en su totalidad, de ahí el interés que despiertan. Asoman cuando uno menos se lo espera: por la calle, al otro extremo de un mostrador, en una cafetería, en la consulta del médico, en la cola del cine, en el supermercado, en un ascensor… Hay globos atrevidos, que aparecen de repente, se muestran sin más, con todo su poder de atracción, y se dan la vuelta dejándote con un palmo de narices, agradecido, eso sí, de haber podido constatar su existencia. Hay globos, en cambio, tímidos y recatados, que van por la vida como si no existieran. Descubrir estos últimos requiere altas cuotas de intuición, paciencia, observación, oficio y, por qué no decirlo, estrategia. Por lo general, lo primero que nota un detectador de globos es una especie de presentimiento, como un sexto sentido que lo pone en estado de alerta. Son sólo décimas de segundo, pero se percibe una voz interior que anuncia la presencia de los globos (ahí, ahí, mira ahí, parece decir la voz, y, si se obedece a la llamada, nunca falla: ahí están el par de globos, rotundos, evidentes, poderosos). Todos los globos se dan por parejas, pero en donde de verdad hay globos a pares es en las playas. Cada playa es como una isla del tesoro, con infinidad de globos, y cada cual puede establecer su propio recorrido en busca del tesoro mayor. Por eso, las playas están llenas de buscadores que trazan multitudes de trayectos inverosímiles con tal de aproximarse a sus objetivos. Identificar a estos individuos es muy simple, no sólo en las playas. Sigues su mirada y allá, en el horizonte, o junto a aquella roca, o tres toallas más acá, o ahí mismo, casi a tocar, no falla: siempre hay un par de globos.
[General ] 06 Enero, 2008 11:34
La certeza definitiva la tuve ayer por la tarde, cuando mi madre le volvió a preguntar a mi padre si había bajado al parking o no, y al contestarle mi padre que sí, que había bajado al parking, mi madre le preguntó si las ruedas del coche estaban en su sitio o no, y mi padre le preguntó a su vez a mi madre que qué ruedas, a lo cual mi madre contestó que pues las ruedas del coche, cuáles iban a ser. Ah, claro, las ruedas del coche, dijo mi padre, que pareció entender lo que eran unas ruedas de coche cuando mi madre le guiñó un ojo indicándole que las ruedas del coche por las que preguntaba no eran las ruedas del coche, sino aquellas otras ruedas del coche, es decir, una cosa que mi madre había dejado en el maletero del coche y mi padre no había visto. En el coche no hay nada, le había dicho días antes mi padre a mi madre, y mi madre le había dicho que no podía ser, porque ella estaba segura de haber dejado la cosa en el maletero. A mi padre se le veía preocupado, porque, de vez en cuando, preguntaba a mi madre si estaba segura de haber dejado la cosa ahí, y mi madre le decía que sí, que estaba segura, y él continuaba asegurando que no la había visto, y ella decía que, entonces, era que la cosa se había caído al abrir el maletero del coche. Es imposible que se haya caído al abrir el maletero, decía mi padre, y entonces mi madre decía: pues, entonces, es que nos la han robado, y mi padre decía que no podía ser, que cómo iban a robar una cosa del maletero sin forzar la puerta del maletero, y entonces mi madre decía: pues, entonces, la habrás perdido, y mi padre decía: la habrás perdido tú. Pues, ahora qué vamos a hacer, preguntaba mi madre, pues, tú misma, preguntaba mi padre, a ver cómo lo arreglas. A ver cómo lo arreglas tú, que has sido el que has perdido la cosa, decía mi madre.
Pero, todo eso se solucionó cuando mi padre bajó una vez más al parking, volvió a buscar en el maletero y encontró, no la cosa, sino una cosa más pequeña que abultaba menos que la cosa que él buscaba. Pues, ¿cómo es que has comprado esa cosa?, le preguntó mi padre a mi madre, y mi madre le contestó: ¿Y qué otra cosa querías que comprara? Pues, aquella otra cosa tan chula, dijo mi padre. Bah, dijo mi madre, si es lo mismo. ¿Que es lo mismo? Ya veremos, dijo mi padre.
Así fue como me enteré de dos cosas: la primera, que mis padres todavía piensan que yo creo en los Reyes Magos. Y la segunda, que los Reyes Magos me iban a traer un libro más de la colección del señor Coc, y no la casa gigante del señor Coc, que era lo que yo había pedido.
[General ] 16 Diciembre, 2007 10:08
Nunca como en las proximidades de la Navidad caía tan en la cuenta Efrén Horacio Price de que él era una pobre víctima de la modernidad y del consumo, de que se hallaba hundido en un pozo sin fondo y sin posibilidades de salir a flote. Para él, la Navidad era una fecha aborrecible, caracterizada por el frío, la iluminación de las calles y la proliferación de folletos publicitarios que incitaban a comprar infinidad de artículos, la mayoría de ellos superfluos o simplemente inútiles. Que le explicaran a él —porque lo sabía muy bien—, cuántos de esos objetos o servicios eran imprescindibles para vivir. ¿De verdad era necesaria toda esa fiebre por adquirir, por regalar, por reunirse con la familia, por celebrar…? A Efrén Horacio, todo aquello le sobraba, no era para él. A él, lo que le ocurría era que, desde mediados de noviembre, que era cuando se acentuaba la batería de mensajes consumistas relacionados con las fiestas navideñas, hasta pasados Reyes, su ya de por sí poco llevadera vida se le hacía todavía más complicada. Él, lo que sabía era que la Navidad le provocaba alergias, urticarias, malestares; lo ponía de un humor de perros; lo hacía odiar al género humano. Durante la Navidad, Efrén Horacio no compraba regalos, no asistía a comidas familiares, no participaba en ninguna cena de empresa. Tampoco tenía amigos invisibles, ni Reyes, ni Papá Noel que le llenara los calcetines de sorpresas. Durante la Navidad, Efrén Horacio sólo quería que lo dejaran tranquilo. Lo suyo era el aire libre  —sí, qué remedio—, pero un aire libre en el que predominaba la sombra, la penumbra, la discreción. Cuanto más desapercibido pasara, mejor —para todos—. Durante la Navidad, Efrén Horacio era como si no existiera. Sin embargo, en las Navidades pasadas tomó una decisión importante —a él se lo pareció—. Llevaba demasiados años dando la espalda al consumo —haciendo ver que no existía—, así que quiso hacer algo diferente. Con paciencia y la ayuda de un carrito de la compra estuvo varias semanas recolectando cuanto folleto publicitario cayó en sus manos, y la noche del veinticuatro de diciembre la pasó entretenido en consumir, una a una, miles de páginas  que contenían cientos de miles de artículos que él no necesitaba para vivir. Esa madrugada, la lumbre de la chabola abandonada que había encontrado como refugio fue una de las últimas en apagarse en toda la ciudad, y él se durmió pensando que gracias al fuego, que todo lo consume, había pasado una de las Nochebuenas más cálidas de su vida.
[General , Orígenes ] 07 Octubre, 2007 11:53
Antes de la palabra, fue el garrote. Antes de que el hombre pudiera decir cielo, tierra, árbol, fruto, trigo, pan, hortaliza, cabeza, mano, libertad, madre, bebé, casa, luna, pastel, piojo o zapato, era el garrote el que nombraba las cosas. El mundo era el caos, y el garrote ponía orden en el caos. El garrote fue el principio, porque fue anterior a la maza, y a la lanza, y a la flecha, y a la ballesta, y al arcabuz, y al rifle, y al cañón, y a la ametralladora, y a las granadas y a las bombas. El garrote fue anterior a todo. Lo único anterior al garrote fue el hueso, que fue el primer instrumento utilizado como garrote. Hace cientos de miles de años, cuando el hombre era carroñero —más carroñero que ahora—, cuando descuartizaba con las uñas y los dientes a los animales muertos, el primer garrote fue la pata o el hueso arrancado a la pata del animal. Cuando los otros hombres le disputaban la pieza cobrada o encontrada, el hombre blandía contra éstos las patas o los huesos del animal. Y de ahí, de ese gesto de amenaza del hombre blandiendo un hueso u otros objetos como garrote, es de donde nació el lenguaje. Durante cientos de miles de años, el único lenguaje del hombre fue ese gesto de amenaza, acompañado de gruñidos terroríficos. Cuanto más intimidatorios eran el gesto y el gruñido, su lenguaje era más efectivo y convincente. ¡Grrrrrrrrr!, decía ese hombre, y, para acentuar la fuerza de su amenaza, abría la boca enseñando todo el potencial de sus dientes y mandíbulas, dispuestos a rasgar, destrozar, aniquilar: ¡Grrrrrraaaaaaaa! Y los otros sabían a qué atenerse. De ahí salieron los primeros sonidos diferenciados: ¡Grrrraaa!, para expresar amenaza, ¿Grrrrreeehhh?, para indicar desconcierto,  ¡Grrrriiii!, para manifestar alegría, ¡Grrrroooohhh!, para exteriorizar asombro, Grrruuuhh…, para comunicar temor. Claro que, para que la poderosa “a”, la dubitativa “e”, la vivaracha “i”, la fascinada “o” , la timorata “u” y otros sonidos intermedios se asentaran para siempre en el lenguaje, tuvieron que pasar otros cientos de miles de años. También tuvieron que pasar muchos miles de años para que las consonantes se encaramaran sobre las vocales y permitieran al hombre decir palabras como manzana, lago, comida o perejil. Antes de todo eso, el hombre del garrote decía: ¡Grrrraaa!, y ese gruñido quería decir: “¡Mío, mío!” Durante miles de años, hubo muchos muertos a garrotazos antes de que a otro hombre se le ocurriera preguntar: ¿Grrreeeeh?, que quería decir: “¿Tuyo?” Este último, sin saberlo, fue el inventor del lenguaje hablado.
[General ] 07 Enero, 2007 14:13

Los culebron.es son relatos cortos que publico cada domingo en el Diari de Tarragona y que iré añadiendo a este bloc a medida que vayan apareciendo en el periódico. Espero que sean de su agrado. Un abrazo.

Gustavo Hernández Becerra.

Idiomas
El hombre era un tipo alto y corpulento que iba apareciendo y desapareciendo a través de la cristalera de la carnicería. Desde dentro, atareado en despachar a las clientas, el carnicero creyó que el desconocido buscaba una dirección, o esperaba a alguien, o aguardaba el momento oportuno para preguntar si hacía falta un ayudante. Sin embargo, había algo inquietante en su actitud. El hombre se acercaba al cristal, escrutaba el interior, se retiraba, observaba el rótulo de la carnicería, volvía a acercarse, volvía a escrutar el interior y desaparecía por el lateral para volver a aparecer al cabo de unos minutos. Si esperaba a alguien, seguro que no era ninguna de las clientas que entraban o salían. Tampoco tenía pinta de ser conocido de ninguna de las otras dos dependientas del establecimiento. El carnicero se sintió indefenso. ¿Qué diablos debía de querer aquel tipo? Si era alguien en busca de trabajo, vaya manera de intimidar. Al cabo de un rato, cuando el local se quedó vacío y el tipo empujó la puerta —era tan alto que apenas cabía por el marco sin agacharse—, al carnicero se le hizo un vacío en el estómago. El hombre, sin más preámbulos, levantó un teléfono móvil y se lo puso delante de las narices. “¿Conoce usted a esta mujer?” —preguntó, con un vozarrón extranjero—. El carnicero reconoció enseguida a la mujer de la foto, pero en lo que se fijaba era en la mano que sostenía el móvil, una mano que era como una manopla de soldador. “Sí que la conozco” —dijo—. “Venía a comprar por aquí, pero hace días que ya no viene”. “Así, que la conoce” —dijo el otro, en un tono que parecía ser una sentencia—. “De comprar aquí” —se apresuró a aclarar el carnicero—. “A mí me han dicho que estaba con un carnicero que lleva gafas” —dijo el otro. El carnicero maldijo todas sus malditas dioptrías. El hombre, mientras hablaba, miraba alternativamente al carnicero y a la trastienda, como si esperara que alguien saliera de allí. “Pues, ¿sabe quién es esta mujer? Es mi mujer. Y esos tres niños que usted ve ahí fuera son mis hijos”. El carnicero, a través del cristal, vio tres cabecitas rubias que aguardaban en la calle. “A todos nos abandonó, y se fue con un carnicero que lleva gafas.” El carnicero levantó los hombros. El hombre dirigió una última mirada de reojo hacia la trastienda y salió del establecimiento. El carnicero, en un acto reflejo e inútil, se quitó las gafas. Nunca se había alegrado tanto de no haber tenido éxito con aquella clienta rusa, que había hecho oídos sordos a sus insinuaciones en castellano.