Hacia finales del año 2020, el paleontólogo Edubaldo Price publicó un trabajo que dio un giro copernicano al estudio de la evolución humana. Hasta esa fecha, las teorías de Charles Darwin sobre el origen del hombre eran aceptadas por la totalidad del mundo conocido, con excepción de algunas regiones de Estados Unidos, en cuyas escuelas se seguía enseñando a los niños que la idea de que el hombre pudiera descender del mono era, simplemente, ridícula. Como es sabido, las conclusiones que el naturalista británico publicó en 1871 fueron recibidas por sus contemporáneos con escepticismo, dudas y no pocas burlas. Tuvieron que pasar algunos años para que la comunidad científica aceptara que la especie humana está emparentada con la de los primates. Idénticos escepticismo y burlas provocaría un siglo y medio después Edubaldo Price, quien, paradójicamente, confirmó y a la vez echó por tierra las teorías de Charles Darwin. Para formular sus hipótesis, Edubaldo puso como ejemplo a Nicolás Copérnico. Así como el astrónomo polaco demostró en 1543 que era el Sol y no la Tierra el centro del universo conocido hasta entonces, Edubaldo proclamó en el 2020 que no era el hombre el que descendía del mono, sino el mono del hombre. El mono, por tanto, se encontraba en una fase superior —más evolucionada— que el hombre, lo cual convertía en inútiles todos los esfuerzos científicos para buscar al inencontrable —por inexistente— eslabón perdido. Lo curioso fue que el hallazgo de Edubaldo no se originó en los estudios comparativos de fósiles a los que él, como paleontólogo, estaba acostumbrado, sino a una intuición que tuvo un día de marzo del 2007 cuando estaba sentado frente al televisor. “En la pantalla, los senadores españoles mostraban un comportamiento que me recordó más a monos agresivos que a personas adultas y educadas”, escribiría más tarde en sus memorias. Tras esta primera iluminación, vinieron años de estudios y de observación concienzuda que no dejaban lugar a dudas: el hombre iba evolucionando hacia mono. No había pues, que buscar el eslabón perdido, pues el eslabón perdido éramos nosotros, y en lugar de mirar hacia atrás debíamos mirar hacia delante. ¿Alguien recordaba la inquietud que nos producía la mirada de los gorilas y chimpancés, tan parecida a la nuestra? Durante muchos años se pensó que esa inquietud la sentíamos porque, en cierta manera, nos encontrábamos frente a frente con nuestros antecesores. Price demostró que, en realidad, esa mirada es la mirada de nuestros hijos. Cada vez más monos.
[Orígenes
]
11 Marzo, 2007 10:05
[Orígenes
]
04 Marzo, 2007 18:00
El Universo, al principio, era la Nada, y en esa Nada, de repente, comenzaron a flotar unas partículas de polvo que no aparecieron de la Nada —puesto que la Nada no puede originar nada— sino que procedían de otro Universo paralelo situado justo encima del que conocemos. Para los efectos, era como si el Universo que conocemos fuera el piso de un edificio, y el otro Universo, el paralelo, fuera el piso de arriba. Y como si alguien, allá arriba, en el Universo paralelo —hay guarretes y guarrillas para todo— hubiera sacudido una alfombra cuyo polvo, en forma de infinitas partículas, hubiese caído al piso de abajo, en el que no había absolutamente nada: ni balcones, ni terrazas, ni salón comedor, ni habitaciones, ni cocina, ni lavabos, ni nada, porque el piso de abajo era la Nada. Pues bien: esas partículas flotantes de polvo provenientes del piso —Universo— de arriba comenzaron a atraerse a sí mismas, formando nuevas partículas cada vez más grandes que a su vez atraían a otras, y a otras, y así sucesivamente hasta formar masas cada vez más compactas y gigantescas que atraían a otras, y a otras, hasta formar una pelota gigantesca que no paraba de crecer y ejercía cada vez más fuerza sobre sí misma
y sobre todo lo que la rodeaba. Para que nos entendiéramos, esa pelota llegó a ser tan inmensa que era más grande que la suma de todos los planetas conocidos y desconocidos, de las estrellas, de las constelaciones, de las galaxias y de todos los demás conjuntos de masas estelares, porque esa pelota era todo lo existente condensado en una gran esfera —o una gran boñiga, porque ¿quién nos asegura que sus formas fueran regulares o irregulares?—. El Universo que conocemos era aquella gran esfera o boñiga —cada vez más apretada— y la Nada a su alrededor. Había habido un momento —porque había sido eso, un momentito de nada— en que, de puro prieta —de tanta presión sobre sí misma—, la boñiga había estallado en miles de miles de miles de millones de pedazos, y cada uno de esos pedazos había ido encontrando su sitio en la Nada —un sitio que no era estático, sino móvil, puesto que el impulso de la explosión se mantendría para siempre jamás mediante rotaciones, traslaciones y órbitas planetarias—.
Al llegar aquí, vino la pregunta que destruyó todo ese complicado engranaje: “¿En qué piensas?”, dijo ella. ¿En qué iba a pensar? En nada. ¿Cómo que en nada? Nadie piensa en nada. Pues, sí. Resultaba que él pensaba en nada. Mejor dicho: en la Nada —aclaró, con una sonrisita de superioridad—. Y cometió el error de desvelarle, uno a uno, sus pensamientos. “Muy bien, Einstein” —dijo ella—. “Pero, ahora, baja a por el pan.” Hala, el Big Bang a tomar por el saco.
y sobre todo lo que la rodeaba. Para que nos entendiéramos, esa pelota llegó a ser tan inmensa que era más grande que la suma de todos los planetas conocidos y desconocidos, de las estrellas, de las constelaciones, de las galaxias y de todos los demás conjuntos de masas estelares, porque esa pelota era todo lo existente condensado en una gran esfera —o una gran boñiga, porque ¿quién nos asegura que sus formas fueran regulares o irregulares?—. El Universo que conocemos era aquella gran esfera o boñiga —cada vez más apretada— y la Nada a su alrededor. Había habido un momento —porque había sido eso, un momentito de nada— en que, de puro prieta —de tanta presión sobre sí misma—, la boñiga había estallado en miles de miles de miles de millones de pedazos, y cada uno de esos pedazos había ido encontrando su sitio en la Nada —un sitio que no era estático, sino móvil, puesto que el impulso de la explosión se mantendría para siempre jamás mediante rotaciones, traslaciones y órbitas planetarias—.
Al llegar aquí, vino la pregunta que destruyó todo ese complicado engranaje: “¿En qué piensas?”, dijo ella. ¿En qué iba a pensar? En nada. ¿Cómo que en nada? Nadie piensa en nada. Pues, sí. Resultaba que él pensaba en nada. Mejor dicho: en la Nada —aclaró, con una sonrisita de superioridad—. Y cometió el error de desvelarle, uno a uno, sus pensamientos. “Muy bien, Einstein” —dijo ella—. “Pero, ahora, baja a por el pan.” Hala, el Big Bang a tomar por el saco.
[Familia Price
]
25 Febrero, 2007 11:33
Mientras levantaba las manos como disculpándose, Diomedes Price se culpaba por su exceso de responsabilidad, pues no tenía ninguna duda de que su manía de no variar sus rutinas de trabajo era la que lo había llevado a aquella situación tan incómoda tanto para él como para la persona que tenía delante. Lo curioso era que, si él hubiera sido de verdad responsable, habría hecho caso de los avisos de su cuerpo y se habría quedado tan tranquilo en su cama, o sentado frente al televisor, con una manta sobre las rodillas, un té con limón y una copita de coñac, que es lo que le apetece hacer en invierno a cualquier hijo de vecino que note cansancio general, dolor de huesos y un picorcillo en la nariz. Pero, no. El señor, haciéndose el valiente, que no se quedaba en casa, que él era un profesional de lo suyo, que él no iba a renunciar a una oportunidad de trabajo por un resfriado insignificante. Además, y esta era la madre del cordero, que él se tenía que ganar la vida, coño, que si él no salía a trabajar nadie le iba a traer el dinero a casa. Él no era ningún funcionario para permitirse el lujo de pedir la baja. Él, al tajo. Incluso, cuando se dirigía hacia la casa que tenía que limpiar, su cuerpo le había seguido enviando mensajes de alerta a los que había hecho oídos sordos. ¿Se había abrigado lo suficiente? ¿No hacía demasiado frío para las altas temperaturas de las que hablaban en los noticieros? Quizás era que se estaba haciendo mayor —cuando te vas haciendo mayor notas más el frío—. Maldita la hora, maldita humedad y malditas articulaciones, que parecían habérsele oxidado de repente. Llegó hasta la casa, abrió la puerta de entrada y se dirigió a la cocina. La cocina era siempre su centro de operaciones. A él le gustaba programar la limpieza desde la cocina. El aspecto de las cocinas de las casas le aportaba casi toda la información sobre la complejidad de su trabajo. Por la cocina, él sabía si en el resto de la casa había muchas o pocas cosas a limpiar. Luego entró al comedor y comprobó que no se había equivocado: esa casa estaba pidiendo una limpieza a fondo. Entonces cometió dos errores: uno, no hacer caso al picor de la nariz, que se le había acentuado; y dos, dirigirse al dormitorio. En el momento en que entraba en la habitación en búsqueda de algo para limpiar —una cartera, un joyero—, lo acometieron uno, dos, tres y —¡mierda!— cuatro estornudos seguidos que retumbaron como cuatro disparos. Cuando vio que el dueño de la casa se ponía en pie de un salto, Diomedes se sintió muy débil y, simplemente, levantó las manos.
[Orígenes
]
18 Febrero, 2007 11:55
El anciano pensaba que había sido su propia soberbia la que había provocado que los suyos se hubiesen olvidado de él. Había habido un tiempo… ¡Qué decía, un tiempo! Había habido muchos tiempos en los que la sola alusión a su persona infundía tanto temor que nadie se atrevía ni siquiera a pronunciar su nombre. Sólo algunos elegidos, muy pocos, tenían el privilegio de dirigirse a él. A los demás les estaba prohibido. Los pequeños, desde que nacían, eran consagrados a su servicio y crecían sabiendo que todo lo debían a él, que él era dueño de sus vidas. Aunque no les estuviera permitido verlo ni hablarle, sabían que él decidía lo que estaba bien y lo que estaba mal; que premiaba lo bueno y castigaba lo malo; que tenía una especie de red invisible de espionaje mediante la cual lo veía todo y lo escuchaba todo —hasta los pensamientos, que no se pueden escuchar porque no hacen ruido—. Él escuchaba hasta los pensamientos, porque él lo podía todo y lo controlaba todo, ¿entendían? Eso había sido durante un tiempo, o durante muchos tiempos, y él llegó a pensar que ese era el orden natural de las cosas: él, superior a todos los demás, decidiendo sobre el bien y el mal, y los demás temiéndole y obedeciéndole. Pero, con el tiempo, o con los tiempos, lo paradójico fue que tener todo el control equivalía a no tener ningún control. Había querido ser responsable de todo y se había convertido en responsable de nada. Ahora, todos le daban la espalda. Ahora, él pensaba que no pintaba nada y echaba de menos los tiempos —tan lejanos ya— en los que él no era único, sino uno más entre muchos, que se repartían el trabajo. Había habido un tiempo —un lejano y largo tiempo, ¿sabían?—, en el que había un encargado del sol, un encargado del viento, uno del mar, otra —ésta, una mujer— de la tierra, de la caza, de la agricultura, del amor, de la sabiduría… Por haber, había habido hasta un encargado del trueno y otro del vino, ¿sabían? Había habido todos esos encargados, y muchos otros, hasta que a él se le había ocurrido que no había sitio para tantos. Sí, había sido la soberbia, repetía el anciano. La soberbia lo había inducido a querer ser el único, y ser el único era no ser nada. Echaba de menos a otros con quienes compartir responsabilidades: Thor, Odín, Marte, Minerva, Artemisa, Baal… U otros diferentes, con nuevos nombres y nuevos encargos: Solidaridad, Respeto, Civismo, Justicia, Igualdad… Nuevos dioses en los que el hombre pudiera buscar su imagen y semejanza. El anciano que decía ser Dios decía todo eso porque se sentía muy solo y olvidado.
[Orígenes
]
10 Febrero, 2007 23:39
La revolución que a principios del siglo XXI cambió para siempre el orden económico internacional se originó en una mezquita turca en enero del año 2007. Por esos días, cadenas televisivas y periódicos de todo el mundo, así como innumerables sitios del ciberespacio, enseñaron unas imágenes que asombraron a espectadores, lectores e internautas. Al tener que descalzarse para entrar al lugar de culto, un individuo elegantemente vestido a quien acompañaba un séquito de personalidades enseñó unos calcetines rotos por los que asomaban los dedos gordos de sus pies. El asunto no hubiera pasado a mayores si no fuera porque, aunque desconocido para el gran público, ese señor que mostraba las cucharillas se llamaba Paul Wolfowitz y ostentaba el cargo de presidente del Banco Mundial, una entidad creada por países desarrollados para financiar proyectos de países más pobres. La anécdota generó millones de comentarios, la mayoría de ellos jocosos, pero nadie podía sospechar la impresión que había producido en el inconsciente colectivo. Lo cierto es que, a partir de esas imágenes, la humanidad, que por aquella época atendía a los peligros del cambio climático del planeta, descubrió que acechaban amenazas todavía peores. Por una asociación de ideas que equiparaba los calcetines a las necesidades básicas del hombre, la gente comenzó a sospechar que los ricos no eran tan ricos. Y si los ricos no eran tan ricos y no podían ni sufragar sus necesidades básicas —si no tenían ni para calcetines—, ¿qué podían esperar los demás? El miedo se apoderó de todos. Pero fue un miedo fructífero: a partir de ahí, al solicitar préstamos, nadie pedía a los bancos que le rebajaran los tipos de interés, sino que se los subieran; las hipotecas se revisaban al alza, y en lugar de colocar depósitos a término fijo los clientes donaban el dinero a los financieros. Los gobernantes de los países en desarrollo dejaron de pedir que les perdonaran la deuda externa e implantaron nuevos impuestos destinados a financiar el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, dos entidades que ya no invirtieron más en países subdesarrollados, sino que repartían el dinero a los multimillonarios —previo examen de sus calcetines—. Todos tuvieron que trabajar más, y así fue como el siglo XXI fue conocido como el de Siglo de la Productividad. También fue el siglo en el que los psicólogos comenzaron a utilizar el nombre de “síndrome Wolfowitz” para definir ese placer intenso que experimentan los pobres al darle dinero a los ricos.
[Cosas de la vida
]
05 Febrero, 2007 20:49
En la reconstrucción de los hechos se pudo saber que en la embarcación viajaban Ahmadou, que significa “el que viene del oeste”, Akinsanya, que quiere decir “con valor para la revancha” y Akinyemi, el “destinado a ser guerrero”, cuyo nombre indicaba que era exigente, íntegro, sincero en la intimidad, delicado, amante de los misterios, con buen criterio y celoso de que sus observaciones fueran bien recibidas. A los tres había que añadir a Berhanu, —“su luz”—, joven de naturaleza emotiva que todo lo aprovechaba, que tendía a realizar todas las acciones con método y respeto por la autoridad y la jerarquía y que valoraba lo sólido, lo protector, lo que le hacía sentirse seguro. Otro de los integrantes del grupo era Bwana, que significa “caballero” y que, de haber seguido los designios de su nombre, podría haber destacado en profesiones como científico, investigador, profesor, horticultor, ocultista, analista, abogado, inventor, analista o líder religioso. También teníamos a Dabir, otro nombre de origen africano que significa profesor o secretario y que confiere a su poseedor las cualidades de amabilidad y condescendencia. Dabir era suave, cordial, sagaz; amaba la armonía de las formas y le gustaban los métodos persuasivos; le encantaba sentirse alabado. En cuanto a Mensah, “el tercer hijo”, su naturaleza era emotiva y clarividente, y sus cualidades eran la perseverancia, la concentración y la clemencia; prefería lo oculto y le gustaba sentirse admirado. Rachid era prudente, amable y condescendiente; se amoldaba a todo y gustaba de ejercer la prodigalidad; era jovial y ameno y estimaba la dignidad. Sobre las dos mujeres del grupo, se supo que una de ellas era Akira —“inteligente”—, que se acomodaba a las situaciones, tenía un carácter alegre y era generosa. Por su parte, Mukantagara —“nacida durante la guerra”—, era diligente, cuidadosa, emotiva, gentil, vivaz, amigable y seguidora de los verdaderos valores escondidos tras la apariencias. Mukantagara estaba en estado avanzado de gestación, pero se ignora el nombre que iba a darle a su hijo —un varón, según se pudo apreciar en la autopsia—. Los cadáveres del grupo de africanos fueron localizados cerca de una costa tinerfeña en donde quizás el mismo golpe de mar o algún paseante despistado había arrojado un libro sobre el significado de los nombres y el carácter de sus poseedores, según la numerología. Nadie se ocupó de averiguar sus signos zodiacales, pero, aquella semana, los astros desaconsejaban que los Piscis, Capricornio o Cáncer invirtieran dinero en la Bolsa.
[Cosas de la vida
]
28 Enero, 2007 20:00
No es que la adivinadora acertara siempre, pero ella había llegado a convencerse —y lo que era mejor para su negocio, a convencer a sus clientes— de que sus pronósticos eran poco menos que infalibles. La adivinadora no era mano de santo —porque no era sanadora sino adivinadora—, pero sus palabras sedaban y aligeraban los males del espíritu —aunque su forma de hablar era áspera y con tonos enérgicos, más altos de lo normal—. En realidad, la adivinadora, más que consejos, lo que daba era órdenes en voz alta, y el que no obedecía sus órdenes es que era tonto. Ideas claras y mandar: eso era la adivinadora —y lo que eres se nota en todo lo que haces, ya estés al mando de un ejército o esperando turno para comprar el pan—. Por eso, aún sin saberse que se trataba de ella —de la adivinadora—, se notaba que aquella mujer que había llegado al servicio de urgencias del hospital tenía una fuerte personalidad. A la adivinadora le había pasado algo en la pierna —algo que la adivinadora, a pesar de sus dotes, ignoraba—, y la enfermera intentaba saber el alcance de la lesión. “¿Le duele aquí?” “No, ahí, no.” “¿Y aquí arriba?” “No, ahí no me duele.” “¿La rodilla?” “No, la rodilla, no.” Lo curioso de la situación, que se producía delante del mostrador de urgencias, era que las preguntas de la enfermera iban destinadas a informar sólo al médico o a la medica correspondientes, y la adivinadora gritaba como si sus respuestas le importaran a todos los trabajadores del hospital y a los habitantes de los edificios aledaños. Finalmente, la enfermera adivinó en dónde le dolía a la adivinadora y le hizo la pregunta más sencilla de todas: “Usted qué edad tiene?” Si la adivinadora hubiera contestado tan rápido y tan alto como a las preguntas anteriores, quizá no habría ocurrido nada. Pero su silencio hizo que los otros pacientes y sus acompañantes se olvidaran momentáneamente de sus males y preocupaciones y entonces —entonces sí— prestaran atención a su respuesta. “¿Cuántos años tiene usted?”, repitió la enfermera. Después de una pausa interminable, la adivinadora, en un susurro, como quien reconoce que ha cometido un crimen, dijo: “Cincuenta y dos”. Menos mal que lo hizo, porque la enfermera parecía estar dispuesta a pasar por el mal trago de adivinarle los años en voz alta. Aquel no era el día bueno de la adivinadora. Si en lugar de quedarse cabizbaja hubiese mirado a los presentes, habría adivinado en sus miradas el sentimiento solidario de quien también ha pasado por la experiencia traumática de tener que confesar la edad en público.
[Amores y desamores
]
21 Enero, 2007 20:01
La historia que me contó Juan Cristóbal Price era tan increíble que se la hice repetir varias veces, y en todas ellas tuve la sensación de que se estaba burlando de mí. Según Juan Cristóbal, todo había empezado un viernes por la noche en una discoteca de la costa, cuando él se curaba de tristezas y soledades frente a una de las barras del local. Lo normal en aquellos casos era que, al cabo de unos cuantos cubalibres, Juan Cristóbal recordara que, a pesar de que había pasado jornadas interminables en establecimientos parecidos, los locales nocturnos no eran su elemento, y que optara por largarse, más triste y descorazonado que antes de entrar. Respecto a las discotecas, había dos cosas de las que él se podía jactar: una eran las consumiciones pagadas. Juan Cristóbal estaba seguro de haber sufragado, él solo, las nóminas de varios camareros. El otro de sus records mundiales era el de mujeres que lo habían rechazado, que eran numerosas como las aves del cielo e incontables como las aguas del mar. Aquella noche fue diferente: justo cuando iba a marcharse, a Juan Cristóbal se le situó al lado una mujer guapísima, a la que él había estado mirando todo el rato mientras ella se contoneaba por la pista rodeada de moscones. El porqué aquella mujer lo escogió a él y no a ningún otro de los que la pretendían es un misterio que Juan Cristóbal ni se molestó en averiguar. El hecho es que la mujer comenzó a hablarle, que se cayeron bien, que salieron juntos de aquel sitio, que terminaron la noche en la casa de él y que ahora estaban viviendo una historia de amor. Pero, todo esto, que ya era extraño que le sucediera a Juan Cristóbal si se tenía en cuenta su currículum, se convertía en totalmente inverosímil en cuanto él revelaba la identidad de su amada. Se trataba de una actriz famosa, casada con un galán de cine por el que suspiraban millones de mujeres en todo el mundo. Ahí, es que había para no creérselo. ¿Una mujer que lo tenía todo, y, además, un marido tan guapo, rico y famoso como ella por el que babeaba cada vez que le preguntaban por él en las entrevistas, se iba a enamorar a primera vista, en una discoteca, y de un don nadie, y un poco feo —todo hay que decirlo— como Juan Cristóbal?
—Anda, y que te den. Eso es imposible —le dije.—Pues, no. No sólo es posible, sino que es lógico.
—¿Ah, sí? ¿Y dónde está la lógica?—inquirí.
—Pues, porque las mujeres son muy raras.
Yo me limité a abrir la boca y, después, a cerrarla, muy despacio.
[Cosas de la vida
]
14 Enero, 2007 11:55
Bogart
Nunca se le hubiera ocurrido compararlo con Humphrey Bogart, pero ahora, con el cigarrillo colgando de la comisura del labio, la mirada perdida y el rictus hierático que traía cuando se introdujo de nuevo en el coche, ella pensó que algo en su marido recordaba al Bogart de las películas en blanco y negro. Su marido había frenado en seco, se había cagado en la madre del otro conductor, se había bajado del coche, se había ido directo hacia la ventanilla del otro y había comenzado a insultarlo, conminándolo a que se bajase. El otro se había bajado, y ahí a ella se le podía haber ocurrido lo de Bogart —pues Bogart era bajito y el otro le sacaba un palmo de estatura a su marido—, pero no se le ocurrió, porque lo que le encogió el estómago fue que el otro, además de ser más alto, se había bajado con una especie de… ¡Dios mío! ¿Una barra de hierro…? ¡No! ¿Un paraguas…? ¡Un paraguas! El desgraciado aquel estaba amenazando a su marido con un paraguas, ¡madre mía, quién le mandaría bajarse a su marido! El tipo, que le sacaba un palmo a su marido y con un paraguas en la mano, y su marido, que aún decía que le iba a arrancar la cabeza, pero, sin prisas, por lo visto, porque lo que había hecho era meter la mano en el bolsillo y sacar… ¿Un pitillo…? Su marido había sacado un pitillo, lo había encendido, le daba grandes chupadas y gesticulaba con esa mano como si con el humo quisiera conjurarle los malos espíritus al otro, que le iba a sacar los ojos y se le iba a mear en los agujeros. Había para asustarse y ella se asustó de veras, pero la escena también tenía su gracia: los dos tipos amenazándose mutuamente, el uno con un paraguas y el otro con un cigarrillo que chupaba como si se tratara de los sesos de su oponente. Luego, cada uno se metió en su coche —al fin y al cabo ni se habían rozado— y a ella se le ocurrió lo de Bogart. Sin embargo, no le dijo nada a su marido. Lo que dijo, al cabo de un rato, fue: ¡Qué mal huele! Él, por única respuesta, abrió la ventanilla. ¡Con el frío que hace! Bogart no respondió, y ella comprendió que no debía hacer más comentarios. Tampoco preguntó nada cuando él llegó y se fue directo a la ducha. Ni cuando él salió del lavabo, se vistió, fue a la cocina, cogió una bolsa de basura, metió en la bolsa los pantalones y los pantaloncillos que llevaba puestos antes y bajó a depositar la bolsa en el contenedor. Ni cuando volvió a subir, volvió a encender un cigarrillo y volvió a adoptar el gesto duro e imperturbable del imperturbable Humphrey Bogart.
[General
]
07 Enero, 2007 14:13
Los culebron.es son relatos cortos que publico cada domingo en el Diari de Tarragona y que iré añadiendo a este bloc a medida que vayan apareciendo en el periódico. Espero que sean de su agrado. Un abrazo.
Gustavo Hernández Becerra.
Idiomas
El hombre era un tipo alto y corpulento que iba apareciendo y desapareciendo a través de la cristalera de la carnicería. Desde dentro, atareado en despachar a las clientas, el carnicero creyó que el desconocido buscaba una dirección, o esperaba a alguien, o aguardaba el momento oportuno para preguntar si hacía falta un ayudante. Sin embargo, había algo inquietante en su actitud. El hombre se acercaba al cristal, escrutaba el interior, se retiraba, observaba el rótulo de la carnicería, volvía a acercarse, volvía a escrutar el interior y desaparecía por el lateral para volver a aparecer al cabo de unos minutos. Si esperaba a alguien, seguro que no era ninguna de las clientas que entraban o salían. Tampoco tenía pinta de ser conocido de ninguna de las otras dos dependientas del establecimiento. El carnicero se sintió indefenso. ¿Qué diablos debía de querer aquel tipo? Si era alguien en busca de trabajo, vaya manera de intimidar. Al cabo de un rato, cuando el local se quedó vacío y el tipo empujó la puerta —era tan alto que apenas cabía por el marco sin agacharse—, al carnicero se le hizo un vacío en el estómago. El hombre, sin más preámbulos, levantó un teléfono móvil y se lo puso delante de las narices. “¿Conoce usted a esta mujer?” —preguntó, con un vozarrón extranjero—. El carnicero reconoció enseguida a la mujer de la foto, pero en lo que se fijaba era en la mano que sostenía el móvil, una mano que era como una manopla de soldador. “Sí que la conozco” —dijo—. “Venía a comprar por aquí, pero hace días que ya no viene”. “Así, que la conoce” —dijo el otro, en un tono que parecía ser una sentencia—. “De comprar aquí” —se apresuró a aclarar el carnicero—. “A mí me han dicho que estaba con un carnicero que lleva gafas” —dijo el otro. El carnicero maldijo todas sus malditas dioptrías. El hombre, mientras hablaba, miraba alternativamente al carnicero y a la trastienda, como si esperara que alguien saliera de allí. “Pues, ¿sabe quién es esta mujer? Es mi mujer. Y esos tres niños que usted ve ahí fuera son mis hijos”. El carnicero, a través del cristal, vio tres cabecitas rubias que aguardaban en la calle. “A todos nos abandonó, y se fue con un carnicero que lleva gafas.” El carnicero levantó los hombros. El hombre dirigió una última mirada de reojo hacia la trastienda y salió del establecimiento. El carnicero, en un acto reflejo e inútil, se quitó las gafas. Nunca se había alegrado tanto de no haber tenido éxito con aquella clienta rusa, que había hecho oídos sordos a sus insinuaciones en castellano.
El hombre era un tipo alto y corpulento que iba apareciendo y desapareciendo a través de la cristalera de la carnicería. Desde dentro, atareado en despachar a las clientas, el carnicero creyó que el desconocido buscaba una dirección, o esperaba a alguien, o aguardaba el momento oportuno para preguntar si hacía falta un ayudante. Sin embargo, había algo inquietante en su actitud. El hombre se acercaba al cristal, escrutaba el interior, se retiraba, observaba el rótulo de la carnicería, volvía a acercarse, volvía a escrutar el interior y desaparecía por el lateral para volver a aparecer al cabo de unos minutos. Si esperaba a alguien, seguro que no era ninguna de las clientas que entraban o salían. Tampoco tenía pinta de ser conocido de ninguna de las otras dos dependientas del establecimiento. El carnicero se sintió indefenso. ¿Qué diablos debía de querer aquel tipo? Si era alguien en busca de trabajo, vaya manera de intimidar. Al cabo de un rato, cuando el local se quedó vacío y el tipo empujó la puerta —era tan alto que apenas cabía por el marco sin agacharse—, al carnicero se le hizo un vacío en el estómago. El hombre, sin más preámbulos, levantó un teléfono móvil y se lo puso delante de las narices. “¿Conoce usted a esta mujer?” —preguntó, con un vozarrón extranjero—. El carnicero reconoció enseguida a la mujer de la foto, pero en lo que se fijaba era en la mano que sostenía el móvil, una mano que era como una manopla de soldador. “Sí que la conozco” —dijo—. “Venía a comprar por aquí, pero hace días que ya no viene”. “Así, que la conoce” —dijo el otro, en un tono que parecía ser una sentencia—. “De comprar aquí” —se apresuró a aclarar el carnicero—. “A mí me han dicho que estaba con un carnicero que lleva gafas” —dijo el otro. El carnicero maldijo todas sus malditas dioptrías. El hombre, mientras hablaba, miraba alternativamente al carnicero y a la trastienda, como si esperara que alguien saliera de allí. “Pues, ¿sabe quién es esta mujer? Es mi mujer. Y esos tres niños que usted ve ahí fuera son mis hijos”. El carnicero, a través del cristal, vio tres cabecitas rubias que aguardaban en la calle. “A todos nos abandonó, y se fue con un carnicero que lleva gafas.” El carnicero levantó los hombros. El hombre dirigió una última mirada de reojo hacia la trastienda y salió del establecimiento. El carnicero, en un acto reflejo e inútil, se quitó las gafas. Nunca se había alegrado tanto de no haber tenido éxito con aquella clienta rusa, que había hecho oídos sordos a sus insinuaciones en castellano.





