[Cosas de la vida ] 30 Septiembre, 2007 11:35
Los dos amigos se vieron y se abalanzaron el uno sobre el otro, se dieron la mano, se abrazaron, se palmotearon la espalda, y el amigo parlanchín comenzó a contar su vida, que era como la de cualquier amigo parlanchín. ¿El trabajo? La misma rutina, pero que no faltara, pues los tiempos no estaban para hacer el tonto. Al parecer, había más oferta que demanda, pero, que se quedara alguien en el paro y vería, como le había pasado al Rafa. ¿Que qué le había pasado al Rafa? Pues, adiós de la empresa. Después de tantos años, hala, a tomar viento. Bueno, era que la gente se lo montaba muy mal. Al Rafa, mira por dónde, le había entrado la obsesión de que su mujer le ponía los cuernos. Y, en lugar de contratar un detective, o algo así, al tío le había dado por vigilar él mismo a su mujer. Un día llegaba a la oficina y contaba que había encontrado un pelo sospechoso en la cama. Otro día, que las sábanas olían diferente. Al otro, que una colilla le había aparecido en un cenicero. ¿Y dónde iba a aparecer una colilla, si no era en un cenicero? ¿Una colilla de Winston? Él y su mujer fumaban Marlboro. ¿Y el gato? El gato siempre le había tenido miedo a él, y ahora lo ignoraba olímpicamente. Eso era porque los gatos tenían un sexto sentido para saber quién era el jefe de la casa. Si el gato pasaba de él, era porque la casa la frecuentaba otro macho. Venga, Rafa, no jodas: ¿Ahora resulta que los gatos detectan a los cornudos? Pues, ellos dirían que no, pero su mujer se la estaba pegando con otro. Pues, vaya mal gusto que tenía aquel tío. Que rieran, que rieran, que él sabía lo que se decía. El Rafa se ausentaba del trabajo y se presentaba a horas intempestivas en su casa. Había estado a punto, ¿sabían? A punto. Cinco minutos antes, y la hubiese pillado con el maromo. Había notado el olor; un olor como a Brummel, y él nunca había usado Brummel. El caso había sido que el Rafa nunca había pillado a su mujer con el otro, pero los jefes sí que le habían podido demostrar baja productividad continuada y lo habían puesto de patitas en la calle.
Después de contar todo esto sobre el Rafa, el amigo parlanchín le puso una mano sobre el hombro al otro y prosiguió: “Y todo por desconfiar de su mujer. Ya me explicarás: si las tías, cuando te los quieren poner, te los ponen. Es mejor dejarlas a su aire. Si te los ponen, mejor que no te enteres.  Y si te enteras, pues… a aguantarte, y calladito, que estás más guapo. Pero… ¿qué te voy a contar yo a ti que tú no sepas?”
Luego, tras una pausa en la que los dos se quedaron muy serios, balbució una disculpa y se marchó.
[Amores y desamores ] 23 Septiembre, 2007 10:46
De repente, me fijé en aquella chica que caminaba por la acera, unos metros más adelante y en la misma dirección de la calle por la que yo conducía. Iba vestida con tejanos y una camiseta blanca, muy suelta, pero casi transparente, bajo la cual se vislumbraba un torso firme, esbelto y muy bien proporcionado. Tenía el cabello castaño claro, muy liso, y lo llevaba recogido en una cola tras el cuello. Su andar elegante y su silueta recordaban los movimientos de una bailarina o una gimnasta. “Ahí va una chica segura de sí misma”, fue lo primero que pensé, y, de inmediato, recordando mi búsqueda, me dije: “¿Y por qué no?” Reduje, pues, la ya mínima velocidad que llevaba y me puse casi a su altura. De perfil, sus formas eran todavía más armónicas, casi perfectas. Un mechón rebelde le caía sobre la mejilla, confiriéndole un aire casi infantil, que contrastaba con la resolución y seguridad con las que caminaba. “Vaya pedazo de mujer en un cuerpo de adolescente”, pensé. Y enseguida murmuré, muy bajito: “Venga, que seas tú, que seas tú”. La chica se detuvo, y el corazón me dio un vuelco. “Es ella; es la que estaba deseando”, me dije, y detuve mi coche, en doble fila. “Si eres tú, ya no te me escapas; de aquí no me muevo”, pensé, y mi temeridad me hizo sonreír, confuso. La chica pareció notar mi presencia —fue sólo un instante, un parpadeo, un visto y no visto— y hurgó en su bolso. Yo noté que las manos se me humedecían sobre el volante. “Mierda. ¿Será posible que esté tan a su merced?” Ella extrajo un teléfono móvil, pulsó una tecla y se llevó el aparato a la oreja, una oreja perfecta. ¿La mayoría de las orejas son feas, verdad? Pues la suya era perfecta, como toda ella, porque yo ya había decidido que aquella chica era perfecta. “No, no, no, no, no”, le dije, telepáticamente. “Ahora no quiero que hables con nadie.” La chica comenzó a hablar, pero, mientras lo hacía, estaba pendiente de mí. De vez en cuando me miraba de reojo —lo juro— y, cuando nuestras miradas se cruzaban, ella parecía divertirse y yo debía de parecer un ratón asustado. Hubiese dado un acelerón y me hubiese largado de allí, pero mi necesidad pudo más. La chica dejó de hablar y me miró. Era ahora o nunca. Yo respiré hondo, me armé de valor y le hice una pregunta con el dedo. Ella sonrió y asintió con la cabeza. A mí se me abrió el cielo. La chica sacó las llaves de su coche, lo abrió, se subió, arrancó, y, con dos maniobras perfectas —¿cómo iban a ser?— dejó libre la plaza de aparcamiento que hacía dos horas que buscaba yo. ¿Era o no era perfecta?
[Cosas de la vida ] 16 Septiembre, 2007 11:13
El hombre se sacó un Nokia del bolsillo de la americana, pulsó una tecla de número predefinido, se acercó el auricular al oído y dijo: “Maribel, ¿cómo tenemos lo de Sydney?” Maribel debió de decirle algo que al hombre no le gustó, porque, con voz autoritaria, dijo: “No; no quiero que vuelva a pasar lo de Japón, ¿de acuerdo? Tu, insiste en que quieres la confirmación del regreso para el 25. Si no es para el 25, prefiero esperar al mes que viene. ¿Chicago? A Chicago que le den por ahí. Total, por un contrato de 300.000 euros no voy a estar pendiente de Chicago.” Yo saqué mi Blackberry de la funda que llevo en el cinturón, marqué el número del Bar Pepe, y dije: “¿Pepe? Soy yo. Sí. Que sí que iremos este sábado a ver el partido. Unos ocho. Pues, nada complicado: una tortilla de patatas, otra de calabacín, unos calamares, jamón serrano y, como mucho, sepia a la plancha. No, no. Vino de la casa. Joder, Pepe; que no es ninguna boda.” Al cabo de un momento, se oyó un riiing, y el hombre, por su Nokia 3650, tras escuchar unos instantes, dijo: “Maribel: ¿Cuántas veces tengo que repetirte que, menos de 200 metros, es un cuchitril? ¿Se llaman Soluciones Inmobiliarias, ¿no? Pues, que te lo solucionen. Céntrico; tiene que ser un apartamento céntrico. Tú, consíguelo, que ya decidiré yo si es caro o no.” Yo cogí mi Blackberry PDA, marqué otro número y dije: “¿Credigalaxis? ¿Señor Fuentes? Soy Price.  Llamo por el crédito. ¿Otra garantía? Pero, ¿en qué quedamos? El piso no era la garantía? No sé; ya hablaré con mi mujer. No; no. Mañana mismo.” El hombre marcó otro número en su Nokia 3650 Tribanda y dijo: “¿Pascual? ¿Cómo tenemos hoy el parque? Pues, vende Fenosa. No, eso ni se te ocurra; Fenosa; vende 10.000 de Fenosa. Y, de lo otro, nada. No; de comprar, nada; quieto ahí. ¿Que te llamó Barragán? ¿Un yate? ¿De cuántos metros? Ése, a cualquier cosa llama yate. Dile que, para pateras, nos vamos a Canarias.” Yo marqué el número de mi mujer en mi Blackberry PDA extraplana y dije: “He hablado con los de Credigalaxis. ¿Y qué? Pues que nos piden un segundo avalador. Y yo qué sé. Pues, sin otro aval, no nos lo conceden. ¿Cómo? Sí: estoy cerca. Sí; puedo acercarme a comprar. Beicon, crema de leche y espaguetis. De acuerdo, ahora voy.”  El hombre, por fin, guardó su Nokia 3650 Triplebanda de última generación. Yo hice lo mismo con mi Blackberry PDA extraplana Quality, y, sin mirarlo, me fui. En teléfonos móviles, no permito que nadie me pase la mano por la cara.
[Cosas de la vida ] 09 Septiembre, 2007 12:07
El paciente era muy paciente, pero toda paciencia tenía un límite. A él lo habían ingresado para un examen general, y llevaba allí varios años, durante los cuales lo habían sometido a toda clase de análisis, pruebas e intervenciones quirúrgicas, sin que nadie —óigase bien: nadie— se hubiese dignado darle la más mínima explicación. Era verdad que la medicina había evolucionado mucho, y que las cicatrices que dejaban las operaciones eran cada vez más discretas. Pero, si él se levantaba la bata —¿veían?—, en su piel se podían apreciar las rutas que habían seguido los cirujanos. Su cuerpo era algo así como un mapa de carreteras en el que se podían leer los acelerones, desvíos, marchas atrás, ralentís, pinchazos y embotellamientos de los avances médicos. Tenía cicatrices semicirculares, ascendentes, descendentes, en diagonal… ¿Veían? Aquella autopista en medio del esternón era de cuando lo habían abierto para comprobar que no necesitaba válvulas coronarias. Y esa otra autopista en la espalda, desde el omoplato hasta la cintura, era de cuando le habían efectuado el trasplante de riñón. ¿Y esa casi minúscula señal de prohibido el paso que le había quedado a uno de los lados del abdomen? Pues era el resultado de la extirpación del apéndice. ¿Y aquella línea irregular, como una carretera comarcal, a lo largo del antebrazo? Pues, del reemplazo de su hueso cúbito natural por otro de platino. El paciente era muy paciente, pero estaba hartito —que lo oyeran bien: hartito— de tanta visita inesperada. Semana sí, semana también, ahí se presentaba el médico jefe acompañado de estudiantes y, en un lenguaje que él no entendía, les explicaba su caso. Mejor dicho, sus casos, porque siempre eran diferentes. Una insuficiencia hepática por aquí, una inflamación del colon por allá, un posible tumor en el estómago… La Guía Michelín en la que se había convertido su cuerpo parecía abarcar los puntos más lejanos de todos sus sistemas corporales. Así que había llegado a un punto en el que había que decir: basta. ¿Lo entendían? Basta. Él había sido ingresado el 21 de julio del 2055, y estábamos a 31 de diciembre del 2060, y, hasta ahora, no había dicho ni mú. Pero, ya era hora de que le explicaran lo que tenía, o de que de le dieran el alta. Eso: el alta. Y, él, a su camión, que era lo suyo.
Cuando le fueron con las exigencias del paciente al director médico, éste comprobó la ficha de ingreso y se quedó estupefacto. Pero, ¿cómo? —balbució—. ¿Éste no era el hombre que había donado su cuerpo a la ciencia?
[Cosas de la vida ] 02 Septiembre, 2007 12:55
Agosto había sido menos cálido y húmedo de lo habitual. La ciudad estaba rebosante de turistas. En los bares, restaurantes y chiringuitos abundaban los trabajadores extranjeros. El ambiente estaba impregnado de cosmopolitismo, así que la programación de un viaje hubiese sido superflua. Se podía ir por cualquier calle y escuchar conversaciones en varios idiomas —algunos inidentificables—, y apreciar anatomías y vestimentas pintorescas, provenientes de quién sabe qué países. Era como moverse sin necesidad de moverse, y descubrir, de paso, rincones por los que nunca se había aventurado. Se trataba, simplemente, de mirar el paisaje urbano con diferentes ojos. Una cafetería nueva, el arreglo de una calle, un nuevo negocio —de un tiempo a esta parte habían proliferado toda clase de negocios—, nuevos personajes —ahora había hasta un tipo que deambulaba por las calles principales montado en una bicicleta de dos pisos—… No, en realidad no hacía falta cambiar de ciudad para cambiar de aires. Lo que había que hacer era respirar de forma diferente. Hacía años que él no recordaba unas vacaciones tan plácidas, y puede que la razón fuera que las había iniciado sin ningún plan, sin otra expectativa que la de dejar pasar el tiempo. Si las vacaciones anteriores le habían provocado ansiedad —una ansiedad que lo acompañaba antes, durante y después del descanso—, éstas lo habían dejado como nuevo. Tanto, que, ahora sí, sus propósitos de enmienda respecto al trabajo iban en serio. Cada año se lo proponía y cada año fracasaba, pero, esta vez, algo en su interior le decía que iba a ser muy distinto. Incluso, al contrario que en las otras ocasiones, la vuelta al trabajo le producía una sensación placentera. ¿Querían creer que esperaba la reincorporación al trabajo casi con euforia? Pues, sí. Ahora, había encontrado algo así como “el sentido de la vida laboral”, que consistía en hacer bien su trabajo, independientemente de jefes, compañeros, trepas, aduladores o demás especímenes. Trabajar, y trabajar bien; porque sí, por el puro placer de hacer bien las cosas, sin considerar si trabajaba de más o de menos o si el sueldo compensaba o no su dedicación y sus responsabilidades. Estas eran sus intenciones cuando se reincorporó, y los primeros cinco minutos fueron magníficos. Sus compañeros lo recibieron con cordialidad desacostumbrada. Por un momento se sintió la estrella de la oficina. Luego, algún bocazas —siempre hay algún bocazas—, irremediablemente, preguntó: Pero, ¿tú no te habías jubilado el 31 de julio?
[Sueños ] 26 Agosto, 2007 12:56
Tras las vacaciones, la reincorporación al trabajo fue una pesadilla: lo habían trasladado contra su voluntad, y no tenía ni idea de cómo lo iban a acoger sus nuevos compañeros. Después de años en Reus, en donde se manejaba como pez en el agua, lo habían destinado a Barcelona, en donde quién sabe qué clase de tiburones iría a encontrar. Parecía un ascenso, pero, de ascenso, nada; era nombre nuevo para el mismo puesto de trabajo, y un incremento de sueldo que no compensaba los desplazamientos. Para ahorrar, había decidido utilizar la bicicleta, algo que los de la central habían acogido con miradas burlonas. Ya había llegado el paleto en su bicicleta. ¿Desde Reus? Sí, desde Reus. Pues, habría tenido que madrugar mucho… Pues, claro. Y además, había tenido que dejar antes a los niños en el cole. ¿También en bicicleta? Jobar. Había aparcado la bicicleta dentro de la misma oficina —las bicicletas estaban de moda en Barcelona— y había preguntado cuál era su mesa. Pero, cuando iba a sentarse, alguien había tomado su lugar y le había indicado: “Ahí”. Y cuando había ido a sentarse ahí, otra voz: “Allí”, Y cuando había ido para allí, “allá”, y así sucesivamente, hasta cuando había llegado a la mesa del conserje. ¿Conserje? Él no era ningún conserje. Y tenía razón, porque, cuando se iba a sentar en esa mesa, llegó el conserje y lo echó con cajas destempladas. Salió a la calle y se fijó en el rótulo de la empresa. Mierda. Ahí ponía Seguridad Turras, y él trabajaba para Seguros Torres. ¿Y ahora qué? Se pegó al cristal y empezó a aporrearlo. Necesitaba la bicicleta. Desde dentro, el conserje se puso el índice en la sien y lo giró, haciéndole ver que estaba loco. Él, sin saber cómo, abrió la puerta, se abalanzó sobre el conserje y comenzó a retorcerle el brazo. “¡Quiero mi bicicleta!” La voz del conserje se oyó lejana, como en sueños: “¿Qué bicicleta? Tú nunca has tenido bicicleta.” “La bicicleta; tengo que recoger a los niños.” La voz del conserje se tornó irritada: “Los niños están durmiendo.” “¿Cómo, durmiendo? ¿No están en el cole?” El conserje se libró de la llave inglesa. Ahora, su voz era familiar, conciliadora: “El doce; los niños comienzan el cole el doce de septiembre.” Él, de un salto, se puso de pie en la oscuridad. “¡Mierda, llego tarde al trabajo!” La voz preguntó: “¿Que hora es?” Él, al cabo de un momento, dijo: “Las tres y media.” Ella dijo: “Vale. Y es sábado. Tú entras a trabajar el lunes.” Él se volvió a meter entre las sábanas. “Malditas vacaciones, maldito traslado”, murmuró, a modo de disculpa.
[Amores y desamores ] 19 Agosto, 2007 13:22
La cita a ciegas debió producirse así, a ciegas, es decir, sin que ninguno de ellos supiera nada sobre el otro, que era lo que había pasado cuando habían empezado a relacionarse en el ciber-espacio. Allí, cada uno de ellos refugiado en una doble intimidad, la de sus respectivos ordenadores y seudónimos, había comenzado lo que pudo haberse convertido en una historia de amor. Los dos eran aficionados a las charlas por internet, y los dos tenían un comportamiento casi idéntico: entraban a las salas de conversación y saludaban, pero luego se mantenían en silencio, simplemente siguiendo las intervenciones de los otros. Con el tiempo, cada uno de ellos supo que el otro era ya una persona madura, pero la verdad era que se portaban como dos adolescentes tímidos que, en medio de una reunión, se dedican a intercambiar miradas furtivas. Cuando él, que se hacía llamar “Indenait”, entraba a una sala de conversación, lo primero que hacía era comprobar si estaba ella, que se hacía llamar “Selene”.  Hola, decía Indenait, y todos los participantes en la charla contestaban: Hola. Menos Selene, que era muy tímida. Entonces, él tampoco decía nada, se limitaba a seguir la charla durante el tiempo que hiciera falta —sabiendo que ella estaba allí, pendiente de ella, esperanzado—. Al cabo de un rato —minutos u horas—, Selene decía: Adiós, y nadie le contestaba —pues ya nadie le decía hola, ni adiós—, salvo Indenait, que, educadamente escribía: Adiós, Selene. Eso había sido al principio. Eran dos solitarios que se cobijaban en la multitud del “chat” para poderse encontrar. Después, todo fue cambiando, pero muy lentamente, porque ella era muy desconfiada. Pasaron semanas, antes de que ella se animara a responder la pregunta más simple y reiterativa de todas: Hola Selene, sé que estás ahí, ¿cómo estás? Así que, cuando llegó su respuesta, pareció abrirse el Universo. Selene escribió: Hola, Indenait, yo, bien, ¿y tú? A partir de ahí no todo fue coser y cantar, sino insistir e insistir, pero él ya estaba a punto de llevarse el gato al agua. Selene había accedido a que se vieran en persona. Para él, era como alcanzar la luna. Habían fijado lugar, fecha y hora. Faltaba sólo un detalle: ¿Cómo se reconocerían? Eso: ¿Cómo era él?  Físicamente, se entiende. Indenait, que, en el fondo, era muy ingenuo, escribió: ¿Has visto a Brad Pitt en alguna película? Selene escribió: ¡Sí! Indenait, que a veces tenía una manera muy enrevesada de explicar las cosas, escribió: Pues, todo lo contrario. Selene se esfumó para siempre en la inmensidad del ciberespacio.
[Amores y desamores ] 12 Agosto, 2007 11:12
Tras apearse del autobús, el estudiante tuvo que preguntar a dos transeúntes para asegurarse de que no se había confundido de lugar. En efecto, aquel era el barrio Santa Lucía, y la casa que buscaba estaba ahí mismo. ¿Veía la tienda de verduras? Pues, bajando recto por ahí. Así que aquella era la calle, y en una de esas casas vivía Doña Laura… Por un momento, tuvo la esperanza de haberse equivocado al memorizar la dirección —ni siquiera había tenido necesidad de apuntarla, la había fijado en su cabeza; así de importante era ella para él—. Cuando llegó al número indicado, casi lanza un suspiro de alivio. Aquella no  podía ser la casa, pues se trataba de una construcción muy modesta, de una sola planta, en cuyo garaje funcionaba un taller de reparación de calzado. Dentro, un hombre de aspecto hosco y con barba de varios días, manipulaba un zapato de hombre. Detrás, en una estantería, arreglados o a punto de arreglar, se apilaban zapatos de distintos tamaños, formas y colores, igualados por una fina capa de polvo. En una de las paredes, desde un póster descolorido, la chica del año de una empresa de neumáticos se tapaba los senos desnudos con los brazos, mientras miraba a la cámara con sonrisa pícara. El estudiante, que se había detenido un momento, también amagó una sonrisa, pero se le torció el gesto y siguió de largo. Ahora se sentía ridículo, con su ropa de los domingos, limpia y recién planchada. Se había vestido para la gran ocasión: repasar los apuntes con doña Laura. ¿Cuándo habían comenzado a llamarla así? No lo recordaba. Ella era una más de la treintena de pobres diablos que aspiraban al título de Maestro, pero, desde el primer curso, a alguien se le ocurrió referirse a ella como “Doña Laura”. Y así se había quedado: Doña Laura. Siempre bien vestida, con su abrigo azul inmaculado y sus zapatos de charol, impecables. Doña Laura: alta, esbelta, con la naricita respingona y el pelo siempre recogido, como una diosa griega. La estudiante con más clase de toda la Normal. Él se había enamorado de ella como un tonto y ella se dejaba querer. Y tras mucha insistencia, ella había accedido a que fuera a su casa a repasar los apuntes. Eso sí: tenía que llegar temprano y marchar pronto, porque, si no, su papi se enfadaba. Doña Laura era así: mientras los demás hablaban de padre, madre, papá o mamá, ella hablaba de papi y mami. Al estudiante, la sola mención de “papi” le provocaba tembleques. Al día siguiente, en clase, ella lo recibió con un mohín de contrariedad. —¿Y…? —preguntó. —No encontré la casa —mintió él—.
[Amores y desamores ] 12 Agosto, 2007 11:12
Tras apearse del autobús, el estudiante tuvo que preguntar a dos transeúntes para asegurarse de que no se había confundido de lugar. En efecto, aquel era el barrio Santa Lucía, y la casa que buscaba estaba ahí mismo. ¿Veía la tienda de verduras? Pues, bajando recto por ahí. Así que aquella era la calle, y en una de esas casas vivía Doña Laura… Por un momento, tuvo la esperanza de haberse equivocado al memorizar la dirección —ni siquiera había tenido necesidad de apuntarla, la había fijado en su cabeza; así de importante era ella para él—. Cuando llegó al número indicado, casi lanza un suspiro de alivio. Aquella no  podía ser la casa, pues se trataba de una construcción muy modesta, de una sola planta, en cuyo garaje funcionaba un taller de reparación de calzado. Dentro, un hombre de aspecto hosco y con barba de varios días, manipulaba un zapato de hombre. Detrás, en una estantería, arreglados o a punto de arreglar, se apilaban zapatos de distintos tamaños, formas y colores, igualados por una fina capa de polvo. En una de las paredes, desde un póster descolorido, la chica del año de una empresa de neumáticos se tapaba los senos desnudos con los brazos, mientras miraba a la cámara con sonrisa pícara. El estudiante, que se había detenido un momento, también amagó una sonrisa, pero se le torció el gesto y siguió de largo. Ahora se sentía ridículo, con su ropa de los domingos, limpia y recién planchada. Se había vestido para la gran ocasión: repasar los apuntes con doña Laura. ¿Cuándo habían comenzado a llamarla así? No lo recordaba. Ella era una más de la treintena de pobres diablos que aspiraban al título de Maestro, pero, desde el primer curso, a alguien se le ocurrió referirse a ella como “Doña Laura”. Y así se había quedado: Doña Laura. Siempre bien vestida, con su abrigo azul inmaculado y sus zapatos de charol, impecables. Doña Laura: alta, esbelta, con la naricita respingona y el pelo siempre recogido, como una diosa griega. La estudiante con más clase de toda la Normal. Él se había enamorado de ella como un tonto y ella se dejaba querer. Y tras mucha insistencia, ella había accedido a que fuera a su casa a repasar los apuntes. Eso sí: tenía que llegar temprano y marchar pronto, porque, si no, su papi se enfadaba. Doña Laura era así: mientras los demás hablaban de padre, madre, papá o mamá, ella hablaba de papi y mami. Al estudiante, la sola mención de “papi” le provocaba tembleques. Al día siguiente, en clase, ella lo recibió con un mohín de contrariedad. —¿Y…? —preguntó. —No encontré la casa —mintió él—.
[Superhéroes ] 05 Agosto, 2007 12:23
Incluso en su lecho de muerte, el  Hombrecillo Verde del Bosque tenía un gran sentido del humor. Sus ocurrencias eran muy celebradas por sus parientes y amigos, que se congregaban cada noche ante su cama para esperar —en vano— a que revelara en dónde guardaba su fortuna. Hacía muchos años —él era todavía un adolescente— el territorio en el que vivía el Hombrecillo estaba lleno de lobos. Un día, a él se le había ocurrido una de las suyas: aprovechando su corta estatura y su habilidad para el maquillaje, se había disfrazado de niña, había cogido una cesta de comida y se había internado en la parte más oscura del bosque. Al poco rato le había salido al paso un lobo y le había preguntado a dónde se dirigía. La niña, es decir, el Hombrecillo Verde del Bosque, le había dicho al lobo que se dirigía a casa de su abuelita, que se encontraba sola y enferma. El lobo, que sabía que la abuelita había muerto hacía poco tiempo, no le había dicho nada a la niña para no impresionarla, y había decidido llegar a la casa por un atajo, disfrazarse de abuelita y atender a la pequeña. Efectivamente: cuando el Hombrecillo Verde del Bosque había llegado a la casa, el lobo estaba metido en la cama, con las ropas de la abuelita. Aquí, el  Hombrecillo —ya de por sí moribundo— se moría de la risa. Entonces voy y le digo: Abuelita, qué orejas más grandes tienes… Y el lobo —je, je—: Son para oírte mejor. Abuelita, qué nariz más grande tienes —je, je, je—. Y el lobo: Es para olerte mejor. Abuelita, qué dientes más grandes tienes… Y el lobo, que se había puesto una ortodoncia encima de los incisivos, para disimular los caninos: Son para sonreírte mejor, hijita —je, je, je, je—. El Hombrecillo Verde del Bosque había dejado la cesta junto a la cama, le había dado un beso en la cabezota al lobo, había salido, y a un cazador que pasaba por allí le había dicho que un lobo malvado acababa de comerse a su abuelita. El cazador había entrado, había matado al lobo y le había abierto la barriga con un cuchillo, pero ahí no había ni abuelita ni ocho cuartos. La niña le había dicho al cazador que, del ahogado, el sombrero: él se quedaría con la carne, y ella con la piel. Como nunca faltaron lobos blandengues ni cazadores crédulos, el Hombrecillo se había convertido en mayorista de pieles. Y había amasado una gran fortuna que nadie sabía en dónde estaba escondida, je, je, je,je, je. Sus parientes y amigos corearon: je, je, je, je, je. El Hombrecillo pronunció un postrero “je” y murió con una sonrisa en los labios. Los demás se quedaron muy serios y apenados.
[Amores y desamores ] 29 Julio, 2007 11:53
Él era la persona más obsesiva, organizada y meticulosa que ella había conocido, y ella el peor de los desastres —según él—. Ninguno de los dos entendía por qué se había casado con el otro, pero llevaban treinta y cinco años juntos. Treinta y cinco años, seis meses, doce días y siete horas, para ser más exactos, según él, y toda una eternidad, según ella —que calculaba a bulto—. En cualquier caso, su vida, o como quiera que se llamase aquella convivencia agotadora y exasperante, se había convertido en un infierno desde el mismo día en que se habían casado. Él odiaba el desorden y la improvisación, y a ella le irritaba esa manía de su marido de querer tenerlo todo estudiado, meditado, programado. Él era todo cerebro; ella, toda emoción. Él era la razón; ella, el sentimiento. Él, el raciocinio; ella, la intuición. Él, la organización; ella, el caos. Él, la constancia; ella, el impulso. A él, planificar el asesinato le había llevado dos años enteros; a ella, ni se le había ocurrido. ¿Cómo se le iba a ocurrir, con el poquito cerebro que tenía? Para cometer un crimen —un crimen perfecto, ¿qué otra cosa se podría esperar de él?—, hacía falta previsión, preparación, prudencia, sentido de la oportunidad, anticipación, método, tacto… Fíjense si había pensado en todo, que hasta el nombre del lugar del crimen encajaba en sus objetivos: Mirador de La Paz. Allí, en aquel paraje magnífico e incomparable del estado venezolano de Trujillo, iban a descansar en paz los dos: su señora en las simas del precipicio, y él en la profundidad de su alma. Durante los dos últimos años, él había ido poniendo señuelos para que pareciera que fuera ella quien había decidido el viaje. Un comentario, como al descuido, ante un documental televisivo, un folleto turístico aparecido en el buzón, una paga extra inesperada que les permitía un capricho, la llamada de una agencia de viajes promocionando la visita a los lugares más altos del mundo… Si ella hubiese sido suspicaz… Ah, si ella tuviese una mente lúcida como la suya, capaz de ver más allá de las apariencias… Pero, ella, ajena a todo, en esos momentos estaba disfrutando del impresionante paisaje que, más que divisarse, se adivinaba a sus pies—hasta eso había tenido en cuenta: un día de niebla—.
En el instante previsto, él se dispuso a darle el empellón fatal, aquel que iba a liberarlo de treinta y cinco años, seis meses, doce días y siete horas de suplicios. Ella, sin saber por qué, obedeciendo a un impulso misterioso, lo empujó al vacío.
[Familia Price ] 22 Julio, 2007 11:33
"¡Abre, coño!" Al jovencísimo José Ignacio Price, la orden de que abriera la puerta del lavabo le llegó en plena duda existencial: ¿Cuándo comenzaría, por fin, a aparecerle la pelusilla de la barba y el bigote? "¡Que abras, joder!". La urgencia debía de ser grande; su padre parecía estar muy apurado. José Ignacio apenas tuvo tiempo de dejar a un lado el cepillo de la ropa, de guardar la maquinilla de afeitar y de limpiar a medias los pelillos sobrantes. Su padre entró como una tromba, con la cabeza por delante y una mano puesta sobre el ojo, abrió el grifo del lavamanos y comenzó a aplicarse agua fría sobre el ojo, en cuyo alrededor, bajo la ceja, había aparecido un bultito rosado que José Ignacio no le había visto jamás. El hombre se echaba agua a manotazos, comprobaba en el espejo el crecimiento del bultito, y mascullaba entre dientes algo que no se sabía si eran rezos o maldiciones. "¡Cierra la puerta, coño!"  José Ignacio cerró la puerta y se metió en su habitación, así que no pudo ver la cara que puso su padre cuando descubrió con el ojo bueno los pelillos que flotaban en el pozo de agua que se había formado en el lavamanos. "¡Me cago en todo, me cago en todo!", repetía el hombre, con un ojo muy abierto por la luz cegadora de la evidencia y el otro completamente cerrado como consecuencia  de un derechazo del dueño del colmado La Primorosa,  ante quien se acababa de quejar, por última vez, de la mala calidad de las cuchillas de afeitar que le compraba. Los detalles de aquella discusión no fueron revelados nunca por el padre de José Ignacio, quien se limitó luego a comentar: "Pero, así le fue...", como si el otro hubiera llevado la peor parte de la pelea. Lo que se supo fue que, ante tanta reclamación por parte del padre de José Ignacio sobre lo poco que cortaban las cuchillas de afeitar, el dueño del colmado le había dicho: “Oye, a ver si es que tu mujer se está afeitando los pelos del sobaco, que pinchan como alambres”.  Y el padre de José Ignacio se había abalanzado sobre él, pero había retrocedido enseguida con el bultito en el ojo.  
”¡Dile a tu hijo que si me vuelve a coger la maquinilla lo mato!”, fue la frase con la que el padre de José Ignacio le dio a entender a su mujer que su hijo era como si se acabara de quedar huérfano. Lo curioso fue que, a medida que el dolor del ojo iba remitiendo, la vergüenza parecía enconársele más. Desde ese día, dejó de hablarle a su hijo adolescente. Y todo porque José Ignacio, a falta de barba y bigote propios, utilizaba el cepillo de la ropa para ensayar esos inminentes afeitados que tardaban tanto en llegar.
[Cosas de la vida ] 15 Julio, 2007 09:17
Cuando los mozos de escuadra entraron al aula, notaron enseguida que la joven que estaba sentada en el lugar de los examinandos era la autora de la llamada de auxilio recibida minutos antes. La chica tenía la mirada perdida y unas profundas ojeras, producto de los insomnios agotadores que debió de sufrir en las noches previas a los exámenes. Frente a ella, cuatro de los cinco miembros del tribunal de oposiciones mantenían una actitud hierática. Ninguno de ellos pareció percatarse de la presencia de los mozos y, en cuanto éstos hubieron salido con la chica, se limitaron a escribir sus anotaciones. Una vez recuperada del estado de shock, ella explicó que, cuando estaba a punto de acabar su exposición, había tenido la certeza de que los miembros del tribunal estaban endemoniados. Uno de ellos se había quedado mirándola fijamente y no había parpadeado durante toda su intervención. La chica no sospechó que aquel hombre tenía la facultad de dormir con los ojos abiertos. Otro, aquel tan joven, no paraba de contar y recontar las bolas del sorteo de los temas, de meterlas dentro de una bolsa, de sacarlas, y de agitar la bolsa con aire misterioso y trascendente, como si allí estuviera contenido el todo o el nada para todos y cada uno de los mortales. El tercer miembro del tribunal, uno gordito y con barba, se había transfigurado ante sus ojos en un pantocrátor omnipotente cuyos dedos se levantaban para dictaminar sobre el bien y el mal —el aprobado y el suspenso—. En cuanto a las dos mujeres, una de ellas también la había mirado fijamente todo el rato mientras que tomaba apuntes de forma compulsiva. ¿Conocen ustedes a alguien que pueda escribir cuatro folios en dos minutos? Los mozos negaron con la cabeza. Pues, esa señora lo hacía. Y la otra mujer, esa rubita de gafas y ojos azules, simplemente, se había puesto a levitar. ¿A levitar, como Santa Teresa? Los mozos intercambiaron una mirada incrédula. No, si ya lo entendían: los nervios, el calor… Pero, la chica no se daba por vencida. Había algo más: ¿Sabían los mozos que, antes de uno de los exámenes, a los opositores se los aislaba por completo? Claro: la encerrona, dijo uno de los mozos. Pues, uno de los del tribunal comentó que, a mí, en lugar de encerrarme, me deberían emparedar, dijo la chica. Los mozos negaron con la cabeza y se dispusieron a acompañarla hasta su casa. Mientras tanto, en el aula, cuatro miembros del tribunal intentaban bajar del techo a su compañera sin sobresaltarla. Ellos también estaban pasando mucho calor.
[Amores y desamores ] 15 Julio, 2007 09:13
¿No había sido un día increíble?, preguntaba ella. Primero, habían coincidido en la oficina de seguros, a donde los dos habían acudido a peritar el coche. Allí, eran apenas dos desconocidos que habían intercambiado una mirada cómplice de resignación. ¿Qué se le iba a hacer? Los coches se llenaban de bollos y había que arreglarlos. Luego, se habían vuelto a ver en la agencia de viajes. A ella ya la habían atendido y, al salir, lo había visto aguardando turno. Él había levantado la vista de un catálogo justo en el momento en el que ella abría la puerta de salida. Ninguno de los dos había hablado, pero un fulgor mutuo de reconocimiento se había reflejado en sus miradas. Después, al volver a coincidir en la librería, casi parecía de mala educación no decirse nada, pero se habían limitado a sonreír. Lo gracioso, según confirmaron después, había sido que ella había estado ojeando un libro de Paul Auster, pero finalmente se había decidido por uno de Vila-Matas, y, en cambio, él había preguntado por un libro de Vila-Matas, pero había acabado comprando uno de Paul Auster. ¿Había, o no había razones para pensar en el destino? Dos desconocidos coinciden a las diez de la mañana peritando un coche, luego vuelven a encontrarse en una agencia de viajes, luego entran con minutos de diferencia a la misma librería y finalmente —ahí ya les había entrado la risa— eligen el mismo restaurante de comida rápida. Perdona, me siento con derecho a sentarme a tu misma mesa, le había dicho él, y a ella le había encantado esa forma directa y resolutiva de iniciar una relación. Luego le había preguntado por el libro que acababa de comprar y, cuando ella le había dicho que uno de Vila-Matas, él le había hecho sacar el libro de la bolsa para comprobar que no estaba mintiendo. Y lo mismo había hecho ella cuando él le había mencionado a Paul Auster. Era increíble, sencillamente increíble. Pero las coincidencias no habían acabado ahí. A él también le gustaba el teatro y tenía previsto ir a la representación de esa noche. ¿Calixto Bieito? Le encantaba. Vaya… Vaya…Vaya... Ella, ya como en una nube, había quedado con él para ir al teatro, para cenar y para tomar una copa, y ahora se arrebujaba contra él en la intimidad de las sábanas, convencida de que había encontrado al hombre de su vida. ¿No era increíble que dos personas tan parecidas se hubieran encontrado?, le preguntaba, mientras lo besaba dulcemente. Juan Tenorio Price no quiso decirle que no, que eso no tenía nada de raro. A él le pasaba siempre.
[Amores y desamores ] 01 Julio, 2007 12:30
Aquel bocazas era un bocazas feliz, pero llamaba hijoputa a su mujer y, bien mirado, aquella hijoputa era una de las razones para las que el bocazas fuera feliz. A ver: el bocazas no iba diciendo por ahí que fuera feliz —nadie va por la vida diciendo esas cursiladas—, pero se le notaba feliz o, al menos, contento de ir por la vida. El caso es que la hijoputa cocinaba de maravilla. Qué bien cocina, la hijoputa, no se cansaba de repetir el bocazas. Él podía llegar a la hora que fuera a su casa, ya fueran las doce, las dos, las cuatro de la madrugada, que su mujer se levantaba y le preparaba unos platos de la releche. Que si una tortilla, que si un filete, que si unos huevos revueltos con chorizo, que si unos espaguetis, que si unos calamares, que si un plato de embutidos y pan con tomate… Guá. Al bocazas se le hacía la boca agua hablando de lo bien que cocinaba la hijoputa de su mujer, y a los compañeros del bocazas, un grupo de curritos con mono azul de operarios de mantenimiento, las salivares se les diluían en gaseosa oyendo al bocazas, quien, como todo bocazas, había empezado a hablar sólo para sus compañeros de mesa, pero pronto había comenzado a hacerse oír por todos los parroquianos del bar y los viandantes de las proximidades. En un principio, las intervenciones de los bocazas suelen llamar la atención, e incluso puede que hagan gracia. Todo bocazas tiene sus momentos de gloria. El de aquel bocazas duró cerca de un cuarto de hora, más o menos el tiempo que tardamos mi mujer y yo en dar cuenta de un bistec con patatas fritas y ensalada, justo al lado de la mesa en donde el bocazas y sus colegas hacían los honores a otro plato combinado. Yo, al bocazas, lo tenía a mi espalda, así que no podía ver su aspecto, y en todo ese rato no me atreví a girarme, pues a un bocazas nunca hay que demostrarle el más mínimo interés por lo que está diciendo. Así que yo hacía ver que no oía, pero oía, y las palabras del bocazas me provocaban un profundo malestar. Los entrecots. Los entrecots a la pimienta. Y las paellas y el fideuà, ni te cuento. Cómo le salían, a la hijoputa. ¿Y las berenjenas rellenas? Demasiado. Yo no podía irme de allí sin decirle nada a aquel bocazas, así que le indiqué a mi mujer que fuera sacando el coche del parking. En cuanto ella salió del local, me levanté y me encaré por primera vez con el bocazas, un tipo regordete y con bigotito.
—¿Sabe qué? —le dije apuntándole directamente al pecho con mi dedo índice—. Le cambio a su mujer por la mía, sin mirarla.
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