[Niños ] 13 Enero, 2008 10:47
Para convertirse en superhéroe, aquel niño necesitó varias semanas de preparación y cuatro días de actuaciones intensas. Al principio, el problema era el traje. Como todavía no era superhéroe, tuvo que pedir prestado un conjunto del que finalmente sólo le servían los pantalones, aunque estos le sentaban muy holgados. La parte de arriba hubo que comprarla, y, como él todavía no era superhéroe y además estaba en etapa de crecimiento, sus padres se decidieron por un anorak que al final resultó igual de grande que el prestado, el que habían descartado por grande. Completaban la vestimenta unas botas impermeables de caña alta y suela gruesa, doblemente grandes, en previsión del desarrollo futuro del pie y de que deberían ser usadas con calcetines gruesos de lana, adecuados para fríos extremos. También llevaba unos guantes cuyo color no combinaba ni con los pantalones ni con el anorak, y unas gafas solares de marco verde y cristales amarillo chillón. Vestido así, el todavía no superhéroe no tenía aspecto de superhéroe, pero sí ya una pinta extraña, como la de un astronauta psicodélico al que hubieran achaparrado en una prensa de compactación. Esta fue la apariencia con la que afrontó su primera misión, que consistía en sobrevivir a una semana iniciática de esquí escolar en Candanchú. Sería fatigoso detallar los pormenores de la experiencia. Baste decir que, desde el primer día, el niño ya dio muestras de sus poderes. El principal de ellos fue el de la ubicuidad: testigos que lo vieron a la misma hora en sitios diferentes afirman que, a la hora de calzarse los esquís, el superhéroe comenzó a deslizarse de espaldas cuesta abajo y a agitar los brazos como si quisiera volar —lo cual a alguien le recordó a Batman—; otros, que observaban cómo bajaba a velocidad involuntariamente inadecuada, lo vieron desaparecer por la cubierta de un terraplén y aterrizar de cabeza cuatro metros más abajo —lo cual a alguien le recordó los vuelos de la Antorcha Humana—; otros consiguieron apartarse mientras algunos eran arrollados cuando él bajó como una exhalación y sólo se detuvo al chocar contra el muro de la cafetería —lo que a unos les recordaba a La Masa y a otros al Hombre Bala; y otros, en fin, pensaban en Spiderman al ver las posturas tan inverosímiles que adoptaba cada vez que se caía. A raíz de los numerosos comentarios, lo que tuvieron claro sus padres al ir a recogerlo tras la excursión era que habían mandado a Candanchú a un hijo y les había regresado un superhéroe. La única duda era: ¿Cuál de ellos?
[General ] 06 Enero, 2008 11:34
La certeza definitiva la tuve ayer por la tarde, cuando mi madre le volvió a preguntar a mi padre si había bajado al parking o no, y al contestarle mi padre que sí, que había bajado al parking, mi madre le preguntó si las ruedas del coche estaban en su sitio o no, y mi padre le preguntó a su vez a mi madre que qué ruedas, a lo cual mi madre contestó que pues las ruedas del coche, cuáles iban a ser. Ah, claro, las ruedas del coche, dijo mi padre, que pareció entender lo que eran unas ruedas de coche cuando mi madre le guiñó un ojo indicándole que las ruedas del coche por las que preguntaba no eran las ruedas del coche, sino aquellas otras ruedas del coche, es decir, una cosa que mi madre había dejado en el maletero del coche y mi padre no había visto. En el coche no hay nada, le había dicho días antes mi padre a mi madre, y mi madre le había dicho que no podía ser, porque ella estaba segura de haber dejado la cosa en el maletero. A mi padre se le veía preocupado, porque, de vez en cuando, preguntaba a mi madre si estaba segura de haber dejado la cosa ahí, y mi madre le decía que sí, que estaba segura, y él continuaba asegurando que no la había visto, y ella decía que, entonces, era que la cosa se había caído al abrir el maletero del coche. Es imposible que se haya caído al abrir el maletero, decía mi padre, y entonces mi madre decía: pues, entonces, es que nos la han robado, y mi padre decía que no podía ser, que cómo iban a robar una cosa del maletero sin forzar la puerta del maletero, y entonces mi madre decía: pues, entonces, la habrás perdido, y mi padre decía: la habrás perdido tú. Pues, ahora qué vamos a hacer, preguntaba mi madre, pues, tú misma, preguntaba mi padre, a ver cómo lo arreglas. A ver cómo lo arreglas tú, que has sido el que has perdido la cosa, decía mi madre.
Pero, todo eso se solucionó cuando mi padre bajó una vez más al parking, volvió a buscar en el maletero y encontró, no la cosa, sino una cosa más pequeña que abultaba menos que la cosa que él buscaba. Pues, ¿cómo es que has comprado esa cosa?, le preguntó mi padre a mi madre, y mi madre le contestó: ¿Y qué otra cosa querías que comprara? Pues, aquella otra cosa tan chula, dijo mi padre. Bah, dijo mi madre, si es lo mismo. ¿Que es lo mismo? Ya veremos, dijo mi padre.
Así fue como me enteré de dos cosas: la primera, que mis padres todavía piensan que yo creo en los Reyes Magos. Y la segunda, que los Reyes Magos me iban a traer un libro más de la colección del señor Coc, y no la casa gigante del señor Coc, que era lo que yo había pedido.
[Sueños ] 30 Diciembre, 2007 10:49
Hacía mucho tiempo que no tenían sueños en común, pero aquella víspera de fin de año fue diferente. Ella soñó que su marido no regresaba del trabajo a la hora, ni llamaba para avisar sobre su tardanza. La mujer arreglaba la mesa de Nochevieja, abría una botella de vino para que se oreara, aguardaba tras la puerta y realizaba varias llamadas al número de su marido, sin ningún resultado. Finalmente, para calmar los nervios, se metía en la bañera. Allí estaba, cuando el perfil de una silueta en el lavabo la sobresaltaba. “Pero…, ¿cómo has entrado?”, preguntaba. “No te asustes”, decía él, “he venido a despedirme.” “¿Cómo? Pero, ¿qué ha pasado?” “Lo que tenía que ocurrir”, decía él. Ella se echaba a llorar. “Quiero ir contigo”, le decía. “No. Alguien tiene que cuidar de nuestros hijos.” Ella comprendía la situación, deseaba que todo fuera un sueño y, efectivamente, era un sueño. Despertó, y su marido, a su lado, respiraba con dificultad —roncaba—, pero estaba vivo. Todavía con la impresión en el cuerpo, ella volvió a dormirse pensando que acababa de tener un sueño que podría resultar premonitorio: ¿Se iría a morir él? Mientras tanto, su marido soñaba que iba manejando el taxi de regreso a casa, y, al tomar un atajo, de forma increíble, se había perdido. ¡Perdido, con lo bien que conocía la ciudad! Decidía llamar a casa, pero la batería del móvil estaba descargada. Misteriosamente, tampoco funcionaba la emisora. Entonces, una mujer, desde la oscuridad, le hacía la señal de que parara. Él detenía el taxi y, para su sorpresa, la pasajera era su mujer. “¿Pero tú qué haces aquí?, preguntaba. “No te asustes”, decía ella, “he venido a despedirme.” Él comprendía enseguida. “Pero, ¿entonces…?” Sí”, contestaba ella. Él se echaba a llorar. “¿Cómo fue?”, preguntaba. “Estaba en la bañera, esperándote, y de repente todo se desvaneció.” “Pues, quiero ir contigo”, decía él. “No”, contestaba ella. “Alguien tiene que cuidar de nuestros hijos.” Ahí, ella, el taxi y él mismo se desvanecieron y él volvió a aparecer acostado en la cama. A su lado, su mujer dormía un sueño simétrico. Él se desveló. ¿Había tenido una premonición? ¿Se iba a morir su mujer? Al día siguiente, él llegó muy tarde a casa después de un atasco de mil demonios y de intentar telefonear, en vano. Luego, estuvo un cuarto de hora llamando al timbre —vaya un día para olvidarse las llaves— y, cuando estaba ya a punto de llamar a la policía para que derribaran la puerta, salió a abrir la mujer, enfundada en un albornoz. “¿Cómo es que no contestabas al teléfono?”, preguntó. “Ah, el fijo está estropeado y el móvil sin batería”, contestó ella. “¿Y por qué no abrías?” “Estaba en la bañera, con los cascos”. Durante la cena, los dos pensaban que las premoniciones no existen. Y que eso produce una mezcla de alivio, desconcierto y… frustración.
[Navidad ] 23 Diciembre, 2007 10:54
A medida que se acerca el fin de año, cuando hace balance general de los haberes, deberes y saldos de su vida, al contable se le incrementan los buenos deseos y las ganas de cambio. El contable vive en una pequeña ciudad europea en la que los sobresaltos de la cotidianeidad, comparados con los de otras partes del mundo, son irrisorios: alguien le ha abollado el coche en el parking y no ha dejado las señas; hace una semana que espera la visita del fontanero; hay un proveedor que no acaba de enviar una factura indispensable para cerrar el ejercicio; a su hijo universitario le han quedado dos asignaturas; su mujer se empeña en cambiar la cocina de gas, que todavía tira; los vecinos del rellano tienen un perro que ladra a todas horas, y la máquina de café de la oficina no funciona. Bueno. La empresa en la que trabaja no va ni bien ni mal pero paga puntualmente los sueldos, y él, que no gana ni poco ni mucho, puede ir tirando. De vez en cuando come en restaurante, y hace dos viajes al año: uno, de quince días, durante el verano, y otro, de tres o cuatro, por Semana Santa o Navidad. Trabaja de lunes a viernes, los sábados toma el vermú con los amigos, y asiste al fútbol cada dos domingos. La verdad es que su tiempo transcurre sin que él se entere demasiado —salvo cuando muere algún conocido o ve lo rápido que crecen los hijos de los otros—. Sin embargo, ¿eso es vida?, se pregunta cuando se aproxima el fin de año. En parte por inconformismo y en parte por deformación profesional, en estas fechas, el contable coloca mentalmente en la columna de la izquierda todos sus propósitos acumulados. Apunta los deseos y las cosas por realizar —todo lo que se debe a sí mismo—. Por unos días —misterios de la Navidad— piensa que quizás todo se puede, que todo se alcanza, que todo se concede. Y, preso de una ambición inusitada, lo quiere todo y se lo propone todo. Invadido por una generosidad febril, se acuerda no sólo de él, sino también de sus amigos y de su familia —incluso de ese cuñado que siempre da la lata en Nochebuena—.  ¿Por qué no? Cada veintiuno de diciembre, el contable, que sabe mucho de cuentas, cierra el ejercicio anual con un anhelante superávit en el que todo son deseos, dones y expectativas. Luego, al mediodía del veintidós, para que el déficit no sea tan grave, borra de un manotazo todos los registros, rompe los décimos de lotería no premiados y vuelve a comenzar desde cero. Mientras haya salud… La vida es una libreta de ahorros de la que desaparece el saldo cuando uno menos lo espera, dice.
[General ] 16 Diciembre, 2007 10:08
Nunca como en las proximidades de la Navidad caía tan en la cuenta Efrén Horacio Price de que él era una pobre víctima de la modernidad y del consumo, de que se hallaba hundido en un pozo sin fondo y sin posibilidades de salir a flote. Para él, la Navidad era una fecha aborrecible, caracterizada por el frío, la iluminación de las calles y la proliferación de folletos publicitarios que incitaban a comprar infinidad de artículos, la mayoría de ellos superfluos o simplemente inútiles. Que le explicaran a él —porque lo sabía muy bien—, cuántos de esos objetos o servicios eran imprescindibles para vivir. ¿De verdad era necesaria toda esa fiebre por adquirir, por regalar, por reunirse con la familia, por celebrar…? A Efrén Horacio, todo aquello le sobraba, no era para él. A él, lo que le ocurría era que, desde mediados de noviembre, que era cuando se acentuaba la batería de mensajes consumistas relacionados con las fiestas navideñas, hasta pasados Reyes, su ya de por sí poco llevadera vida se le hacía todavía más complicada. Él, lo que sabía era que la Navidad le provocaba alergias, urticarias, malestares; lo ponía de un humor de perros; lo hacía odiar al género humano. Durante la Navidad, Efrén Horacio no compraba regalos, no asistía a comidas familiares, no participaba en ninguna cena de empresa. Tampoco tenía amigos invisibles, ni Reyes, ni Papá Noel que le llenara los calcetines de sorpresas. Durante la Navidad, Efrén Horacio sólo quería que lo dejaran tranquilo. Lo suyo era el aire libre  —sí, qué remedio—, pero un aire libre en el que predominaba la sombra, la penumbra, la discreción. Cuanto más desapercibido pasara, mejor —para todos—. Durante la Navidad, Efrén Horacio era como si no existiera. Sin embargo, en las Navidades pasadas tomó una decisión importante —a él se lo pareció—. Llevaba demasiados años dando la espalda al consumo —haciendo ver que no existía—, así que quiso hacer algo diferente. Con paciencia y la ayuda de un carrito de la compra estuvo varias semanas recolectando cuanto folleto publicitario cayó en sus manos, y la noche del veinticuatro de diciembre la pasó entretenido en consumir, una a una, miles de páginas  que contenían cientos de miles de artículos que él no necesitaba para vivir. Esa madrugada, la lumbre de la chabola abandonada que había encontrado como refugio fue una de las últimas en apagarse en toda la ciudad, y él se durmió pensando que gracias al fuego, que todo lo consume, había pasado una de las Nochebuenas más cálidas de su vida.
[Familia Price ] 09 Diciembre, 2007 11:55
Cuando Gualterio Price cumplió siete años, en lugar de acceder a lo que se entiende por uso de razón, se sumió en un periodo larguísimo de desconcierto. Quizás su problema radicara en que, desde muy pequeño, tendía a preguntarse el porqué de las cosas. Considerar problema a esa costumbre resulta paradójico, pues toda la base del conocimiento y del progreso, todo a lo que hemos llegado como humanos, así tenga que ver con las artes, con las letras, con la ciencia, con la tecnología o con el pensamiento, proviene de los múltiples porqués que se han formulado personas insatisfechas y en algunos casos inadaptadas, como Gualterio. Sin embargo, así como las inquietudes de científicos o filósofos los mueven a buscar respuestas, o a encontrar preguntas más interesantes que las anteriores, en el caso de Gualterio, sus dudas le producían un efecto paralizante. Hay que reconocer que las cosas en que pensaba tampoco es que fueran nada extraordinario. O quizás sí. A sus escasos cuatro años, Gualterio preguntó, por ejemplo, cuál era la última persona que se acostaba, una cuestión, al parecer, fácil de responder, pues, según el día de la semana, la última persona que se acostaba podía ser el padre, la madre, o algún hermano o hermana mayor que trabajaban a turnos o eran amantes de la juerga. Sin embargo, el interés de Gualterio era saber cuál era la última persona que se acostaba en el mundo, cuya respuesta requería de ciencias tan diversas como la astronomía, la geografía, la sociología, la etnología…
A partir de los siete años, las preguntas de Gualterio fueron más sencillas, al menos en apariencia. La principal de ellas—y la que lo marcó de por vida— fue: “¿Y yo qué hago aquí?” Gualterio, sencillamente, no entendía el mundo. Lo curioso era que la mayoría de las veces que él se hacía la pregunta: ¿ y yo qué hago aquí?, venía alguna persona a preguntarle lo mismo: Niño, ¿tú que haces aquí? De esta manera, Gualterio llegó a la conclusión de que molestaba en todas partes, y se volvió un chico prudente, retraído y solitario. Todo esto no le impidió crecer, estudiar una carrera, conseguir un trabajo, casarse, tener hijos y desarrollar un ácido sentido del humor. Pero, lo cierto, lo que intuí yo a partir de una visita a su tumba y luego confirmé al investigar su vida, es que Gualterio nunca encontró su sitio. “¿Y aquí qué?”, rezaba su lápida. La frase me chocó tanto que comencé a fotografiarla, momentos antes de que los empleados del cementerio la quitaran para llevar los restos de Gualterio a una fosa común.
[Familia Price ] 02 Diciembre, 2007 11:06
Ese día, las hermanas Pura e Inmaculada Price se presentaron en casa de Virtudes Gracia, su antigua maestra, con quien solían compartir té, pastas dulces, achaques y remembranzas.  Había pasado más de medio siglo desde que las tres coincidieran en la escuela primaria, Pura e Inmaculada como dos niñas que cruzaban el umbral del abecedario, la caligrafía, las sumas y restas y las asombrosas transformaciones de huevo en larva, de larva en renacuajo y de renacuajo en rana, y Virtudes como la guardiana y guía de ese mundo desconocido que, en su boca y en sus manos, había sido siempre maravilloso y apasionante. La veneración de las dos hermanas por Virtudes venía pues, de muy lejos, y aunque la edad siempre relativiza y a veces destruye a nuestros antiguos ídolos, tanto la una como la otra seguían sintiendo por Virtudes algo parecido a la adoración infantil. Virtudes siempre había sido su modelo y referente; tanto, que las dos, siguiendo sus pasos, también se habían dedicado a la docencia. Así que, durante las visitas, las conversaciones giraban principalmente en torno a alumnos y exalumnos, un tema al que cada una de ellas podía aportar infinidad de anécdotas, a cual más jugosas y divertidas. Otro de los temas —éste cada vez más frecuente en las últimas ocasiones— era el magnífico estado de salud en que se encontraba Virtudes. Tanto Pura como Inmaculada se turnaban en alabar la presencia señorial y el vigor que aún conservaba Virtudes a sus casi ochenta años de edad. Era como un pacto con el diablo —comentaban divertidas—, ¿cómo era posible que ella, a su edad, caminara todavía tan erguida y tuviera esa piel tan tersa, que parecía la de una recién nacida? ¿Y las manos? Había que mirar las manos de ellas y las de Virtudes. Las de ellas, llenas de pecas y de léntigos solares, y las de ella, blancas, suaves, sin una arruga. ¡Es que, era increíble: vaya manos! Y las dos hermanas enseñaban sus manos, ya con los primeros vestigios de la tercera edad, y las comparaban con las de Virtudes, unas manos insólitas de adolescente. Increíble, increíble. Ese día, por lo que fuera, Virtudes estaba más locuaz que de costumbre y les reveló el secreto de la tersura de sus manos. Con un hilillo de voz en el que se entremezclaban la confidencia, el recato y el orgullo, dijo: “Es que yo nunca tuve relaciones, ¿saben?”. Instintivamente, Pura e Inmaculada escondieron sus manos, y entre las tres solteronas se hizo un silencio que por poco acaba con más de cincuenta años de amistad.
[Familia Price ] 25 Noviembre, 2007 09:13
Nabucodonosor Price y Felipe José Price no tenían ningún parentesco entre si. Además, eran muy distintos: Nabucodonosor era bajito, seco, esmirriado y de tez morena, tirando a negroide, mientras que Felipe José era alto, blanco y rubicundo. Como a veces no es el carácter sino la apariencia externa lo que marca el destino de las personas, Nabucodonosor, de acuerdo con su físico, que lo hacía parecer un aborigen africano, asiático, australiano, amerindio o de cualquier isla del Pacífico, había desarrollado la profesión de curandero y adivino. Por su parte, Felipe José se había dedicado al mundo empresarial, en el que ocupaba una posición privilegiada: era el hombre con el que todos los demás empresarios querían hacer negocios y, por ende, el paradigma del triunfador. Quizás esta última característica les fuera común: Nabucodonosor  tampoco podía quejarse. Su aspecto camaleónico —ora chamán amazónico, ora sanador quechua, ora adivino tanzano, ora sacerdote parsi— le había aportado una cohorte de fieles que creían a pie juntillas y pagaban generosamente sus sabios consejos, sus imprevisibles predicciones y sus osadas e infalibles adivinaciones. Nabucodonosor había nacido con el poder de comunicarse con el Universo, y el Universo se comunicaba con él de las maneras más diversas: la convergencia o divergencia de los astros, los posos del café, la ceniza del cigarro, las entrañas de los animales, los huesos de pollo, las líneas de la mano, los bultos del cráneo… El Universo era múltiple en sus manifestaciones, y esta multiplicidad del Universo, junto con la habilidad para sumar mucho, restar poco y escoger muy bien a la clientela por parte de  Nabucodonosor, le había permitido hacerse con un capitalito, no comparable al de Felipe José, por supuesto, pero sí suficiente para tener un buen pasar. ¿Qué fue lo que unió a estos dos hombres? No se sabe. Sí se sabe que, en los últimos meses, Nabucodonosor se había convertido en sombra y consejero de Felipe José, y que el empresario no daba un paso sin consultar a su adivino. Por eso, cuando Felipe José desapareció con el dinero que le habían confiado cientos de inversores, lo primero que se pensó es que se había conchabado con su asesor cósmico. No fue así. Nabucodonosor fue uno más de los estafados que declararon ante la policía manifestando su esperanza y deseo de que se localizara al huido. No tendría que haberlo hecho; de la noche a la mañana, el ladino charlatán de la clarividencia se vio abocado al infierno de la incertidumbre, y sus parroquianos no se lo perdonaron.
[Amores y desamores ] 21 Noviembre, 2007 19:27
Durante la discusión, yo argumenté que el mundo está lleno de personas de distintos talantes, pelajes y cataduras, que cada una de ellas desempeña la ocupación que le ha tocado en suerte muy bien, bien, regular, mal o de purísima pena, y que estas cualidades o defectos se pueden apreciar en cualquiera de sus gestos, por insignificantes que éstos parezcan. Expliqué que esto es aplicable a gente que realiza su trabajo a la vista del público, como es el caso de camareros, carniceros, panaderas, dependientas, mecánicos, oficinistas, médicos, empleados de banca, basureros, guardias urbanos, policías, vendedoras de pescado… Por la manera como un mozo de almacén arrastra o empuja el transpalet en el supermercado —proseguí— se deduce todo un universo de preparación, disposición, actitud, esfuerzo, oficio, inteligencia o saber hacer. Y basta ver cómo escancia el vino un camarero, o cómo hiende el mero con el cuchillo una pescadera —finalicé—, para saber si su oficio es para ellos vocación, rutina, fastidio o perdición.
Con todo esto, quería dejar claro a mi mujer que me gusta observar a las personas cuando realizan su trabajo. Y que, por lo tanto, no tenía nada de raro mi fijación por aquella fotógrafa que, en medio de la Rambla, atrapaba con su cámara imágenes a diestra, siniestra, delante y detrás. Lo que no le dije, porque era absolutamente innecesario, fue que la fotógrafa retrataba la fachada de delante, y su figura parecía una Venus de Milo a la que le hubieran crecido los antebrazos; la fotógrafa retrataba la parte de la izquierda, y su silueta era una Venus a la que la escuadra de los brazos le perfilaba un seno turgente y enhiesto; la fotógrafa retrataba la parte de la derecha, y su silueta, ahora trazada a contraluz, se convertía en la misma Venus pero proyectada como una sombra chinesca sobre el sol de media tarde; la fotógrafa retrataba la fachada que tenía detrás —es decir, la fachada frente a la terraza del bar en la cual estábamos mi mujer y yo—, y yo achinaba los ojos intentado percibir las facciones de la Venus, una Venus de media melena rubia vestida con una camiseta negra muy ceñida y unos tejanos que también se le pegaban a la piel. Si la fotógrafa me recordaba a una Venus era precisamente por eso, por esas ropas tan ajustadas, que permitían adivinar las formas que había debajo. En ésas estaba yo —observando los quehaceres y las redondeces de la Venus—, cuando, tras un silencio embarazoso, la voz de mi mujer volvió a sacarme de mis ensoñaciones:
—Pero, dile algo, ¿no?
—¿Qué?
—Esa mujer nos está retratando.
—¡Si, hombre! Está fotografiando la fachada…
—¿Con un teleobjetivo? ¡Venga! ¡Dile algo!
Sintiéndome ridículo, aunque con ganas de acabar la discusión, me levanté y me dirigí hacia la fotógrafa, que en ese momento nos daba la espalda. No sabía qué decirle, pero, tras un trayecto que se me hizo cortísimo —yo hubiese querido prolongarlo—, las palabras me salieron solas.
—Oye —le dije—, ¿por qué no te fotografías el culo?
Luego regresé a la mesa y me senté, serio y cejijunto, pero sereno. Pronto comprendí que la fotógrafa había entendido el mensaje. Ya no dejó de darnos la espalda.
—¿Qué le has dicho? —preguntó mi mujer.
—Un piropo —contesté—.

[Amores y desamores ] 11 Noviembre, 2007 10:00
Todo comenzó con un correo electrónico que me envió un amigo y que conservo como prueba documental. El correo, cuyo asunto contenía un lacónico “Brujas” y ninguna explicación adicional, adjuntaba un documento en formato Power Point que abrí desprevenidamente sin saber que al hacerlo cambiaría mi vida.  Se puede decir que, antes de leer el Power Point de las brujas, yo era yo y el mundo que me rodeaba, y que, después de leer el Power Point de las brujas, mi mundo se redujo a un agujero negro de nombre Berenice, situado en el universo Price. La cosa fue sencilla y gradual, pero fulminante. En la primera pantalla del Power Point salió el siguiente mensaje: “Piensa tres veces en la única persona con la que quieres estar.” Yo, en ese momento, pensé en algunas mujeres, y me pareció injusto estar sólo con una de ellas, así que, no muy convencido, pensé tres veces: “Con Berenice Price”, y pasé a la pantalla siguiente. Entonces, la pantalla me volvió a instruir: “Piensa en una cosa que quieras conseguir en una semana, y repítela seis veces”. Yo pensé: “Estas brujas están tontas: ya he dicho que quiero conseguir a Berenice Price.” Y las otras cinco veces, sólo pensé: “Quiero conseguir a Berenice Price.” Pasé de pantalla, y entonces las brujas escribieron: “Si pudieras ver un deseo realizado, ¿cuál sería? (nueve veces)” Entonces, yo pensé: “A ver si os enteráis: Quiero hacer el amor a Berenice Price.” Y lo repetí nueve veces antes de pasar de pantalla. En la siguiente, las brujas decían: “Piensa en algo que deseas que suceda con la persona en la que pensaste, y repítelo doce veces.” A estas alturas, yo ya estaba un poco cabreado, y repetí el deseo doce veces, pero cambiando la expresión “hacer el amor” por otra más explícita, a ver si las brujas entendían, por fin. La siguiente pantalla tenía trampa. Decía: “Ahora, envía este correo a quince personas en menos de una hora. Si lo haces, tu deseo se hará realidad; si no lo haces, ocurrirá todo lo contrario de lo que has deseado.” Ah, malditas. ¿Y ahora me iba a poner yo a enviar el mismo mensaje a quince amigos para que se realizara el deseo, para poder hacerle el amor a Berenice? ¿Y, si no, nada? ¿Y, si no, todo lo contrario? Al principio, me enfurecí. Pero, después, no sé cómo, vi la luz. Las brujas no iban a poder conmigo. Si no enviaba los correos y ocurría todo lo contrario de lo que había deseado… En lugar de hacerle el amor a Berenice, iba a ser Berenice quien me hiciera el amor a mí. Así que decidí no enviar los correos. Lo malo es que llevo casi un año esperando el milagrito, y Berenice ni se fija.
[Cosas de la vida ] 04 Noviembre, 2007 09:41
Hoy me he levantado pensando que yo soy yo por pura casualidad; que siempre he estado a punto de ser otro. Bueno: cada uno es lo que es desde que nace, ¿verdad? Lo que ocurre es que uno también es lo que se hace, o lo que lo hacen los demás. A mí, por ejemplo, han estado a punto de hacerme distinto algunos amigos y amigas. Como Alirio Estévez, un profesor universitario, amigo de toda la vida, con quien me encontré ayer a primera hora de la mañana. Alirio me contó que, a principios de curso, estuvo a punto de llamarme para proponerme participar en un programa de conferencias sobre literatura que se realizan en varias ciudades españolas. Se trataba de viajar a pan y cuchillo durante algunos meses cobrando una pasta gansa proveniente de fondos europeos. “Pensé que podría interesarte”, me dijo, “pero, al final, lo resolvimos con un escritor de León.” “Hombre, seguramente me hubiera interesado”, le dije, “aunque ando un poco liado”, mentí.”De todas maneras, gracias por acordarte”, volví a mentir, porque lo que tendría que haberle dicho era: “Podrías haberte quedado calladito.” Pero, él, seguramente por halagarme, insistía al despedirse: “Y mira que estuve a punto de llamarte…” Lo curioso fue que, después de ese encuentro, coincidí con un editor que también había estado a punto de recurrir a mí para que le escribiera un libro que al final encargó y pagó a un escritor de fuera. “Pensé en ti, pero, no sé por qué, en el último momento se lo encargué al otro. Y mira que tú podrías haberlo hecho mejor…” “Es igual, hombre, no pasa nada…”, mentí por tercera vez. Todavía con esas dos cosas que podría haber hecho y no hice metidas en la cabeza, me presenté en casa de otro amigo con quien había quedado para comer. Con él me ocurrió algo parecido. Después de haberme hecho los honores con un vino infecto, va y me dice: “Tengo unas botellas de reserva. Con lo que te gusta el vino, tendría que haber abierto una. Y mira que me he acordado, ¿eh?” “Bah, no pasa nada”, le dije. Era el día de las mentiras y las casualidades. La última de éstas fue un encuentro fortuito, al caer la tarde, con María Emma Price. María Emma y yo habíamos coincidido noches antes a la salida de una representación teatral, habíamos ido a tomar una copa y habíamos estado tonteando —con un exasperante sí quiero-no quiero por su parte— hasta que llegó un antiguo amigo suyo, se la llevó y me dejó con un palmo de narices. “Mira que estaba a punto…”, pensé yo. En fin: ayer, después de saludarme, María Emma me dijo: “¿Sabes? La otra noche…” “Prefiero no oírlo”, le dije.
[Amores y desamores ] 28 Octubre, 2007 10:23
Al ver a Luisa de los Ángeles con su nueva pareja, y después de haberle aconsejado tantas veces que se olvidara de su exmarido y rehiciera su vida, yo tendría que haberle dado la enhorabuena y deseado suerte para esa siempre imprevisible segunda oportunidad. Sin embargo, debo reconocer que lo que sentí fue estupor, y, por qué no, cierta envidia. Para Luisa de los Ángeles, yo había pensado en un hombre maduro, preferiblemente separado, o en un solterón de ésos a los que una mujer de rompe y rasga como ella fuera capaz de curar de celibatos, manías y fanatismos. Sí: ya sé que todo esto huele a carcamal. Pero, me gustaría saber lo que habrían pensado ustedes si, tras un par de meses de no coincidir con una amiga cuarentona, la encontraran colgada del brazo de un morocho cubano, todo fibra él, todo sonrisa él, todo simpatía él y todo el vigor del trópico él. Lo voy a decir clarito para que se me entienda: ese chaval, Sebastián, despedía magnetismo por todo el cuerpo y efluvios de semen por los ojos. Y ella, por si las dudas, contaba a todo el que quisiera oírla que su chico era fiel a un refrán de los cortadores de caña: “El sexo es tan necesario como el comer, y hay que comer tres veces al día.”  La siguiente vez que coincidí con ellos, me llamó la atención el cambio que se había producido en el físico de Luisa de los Ángeles. De mi espectacular y luminosa amiga quedaba poco menos que la sombra. Estaba ojerosa, pálida, fumaba más que antes y su aspecto en general era como si le hubiesen caído de repente un chaparrón de años. Para colmo, en lugar de nuestra distendida charla habitual, me dio una especie de lección de anatomía que incluía el lumbago, el dolor de huesos, las luxaciones de cadera… En cambio, al cubano se lo veía en su salsa. Incluso su poderío parecía haberse acrecentado: su mirada de rompebragas ya no sólo se posaba sobre Luisa de los Ángeles, sino sobre todo bicho-pata femenino que estuviera a su alcance. A Luisa de los Ángeles no hizo falta preguntarle nada. Ella sola explicó que su amorcito necesitaba comer tres veces al día, y que, además, gustaba también de picar entre horas. Y ella ya no estaba para tantos trotes. En resumen: el ardor de aquel cabrito antillano —ya les hablé de mi envidia— me la estaba matando. Por eso, el siguiente encuentro me desconcertó del todo. Ella volvía a tener el aspecto saludable y feliz de antes, mientras que a Sebastián se le veía relajado, como ausente y con la mirada perdida. Era como si lo hubieran sometido a una lobotomía. “Le he comprado una Play Station”, explicó, triunfal, Luisa de los Ángeles.
[Familia Price ] 21 Octubre, 2007 10:44
Nunca sabremos si el destino de Mary Ann Price estaba escrito en las estrellas o se lo imprimió su abuela Leocadia cuando la niña era casi una bebé. Con motivo del primer aniversario de Mary Ann, Leocadia organizó una fiesta de disfraces en la que, tanto la pequeña como todos sus familiares, vestían ropas de siglo y medio antes. Esta ocurrencia no hubiera influido en la niña si no hubiese sido registrada y manipulada por un fotógrafo, quien, a partir de una imagen digital a todo color tomada en los inicios del siglo XXI, aportó a los álbumes familiares una estampa sepia que parecía datar de mediados del XIX. Entre vestidos victorianos, pamelas, chisteras, chalecos, leontinas y charreteras, Mary Ann figura en el ángulo inferior izquierdo de la foto, acompañada de su madre y de su padre, así como de bisabuelas, abuelos y tíos de las dos ramas familiares. Todos miran a la cámara, salvo la chiquilla, que parece haber sido distraída por alguna de esas personas que estropean las fotos poniéndose a un lado e insistiéndole a los niños: “Mira a la cámara”. En el lado opuesto, su abuela Leocadia tampoco mira al objetivo, sino a un punto indefinido, a la derecha del fotógrafo. Estos detalles son insignificantes, pero quizás sirvan para explicar ciertas semejanzas de carácter entre abuela y nieta. La pequeña creció feliz y llevó una vida plena, más rica en fortunas que en sobresaltos. Es más: su existencia fue tan anónima y plácida que su pista se pierde hasta cuando cumple nada más ni nada menos que cien años. El día que cumple el siglo de edad, Mary Ann, que ha viajado por todo el mundo, se presenta en la casa de campo de sus abuelos maternos llevando consigo un tesoro único: la doblemente añeja fotografía en la que ella aparece en la celebración de su primer aniversario. Muy pronto, se extiende por aquella región campesina la noticia de que, en la finca de los Price, vive la mujer más anciana del mundo: doscientos cincuenta años, certificados mediante una fotografía tomada en el siglo XIX. Así, la finca Price se convierte en lugar de peregrinación, y la vigorosa mujer comienza a ejercer como sanadora de males del cuerpo y del espíritu de hombres y animales, y pronosticadora de buenas cosechas. Querida y admirada por propios y extraños, Mary Ann vive aún muchos años más haciendo el bien a todo el que se pone bajo sus cuidados. Con la única con la que tiene problemas es con su abuela. Por alguna razón razonable o vanidosa, Leocadia, que todavía ronda por la casa, se niega a admitir que tiene una nieta tan mayor.
[Sueños ] 14 Octubre, 2007 11:27
Se trata de una pesadilla que tiene dos tiempos, como los partidos de fútbol. En el primer tiempo, y sin que sepa cómo ni por qué—pues las pesadillas no tienen cómo ni porqué— yo intento llamar por el teléfono fijo de mi casa y, después de esperar en vano la señal para marcar el número, compruebo que la clavija está fuera del enchufe. Yo cojo la clavija e intento introducirla en su sitio, pero el perímetro de la hembra es mucho mayor que el de la clavija, así que ésta entra y sale sin encontrar asideros. En ese momento recuerdo que, cuando cambié la línea normal por la ADSL, el operario que la instaló tuvo muchas dificultades para hacerlo y marchó dejándome la ADSL funcionando, pero las clavijas hechas unos zorros. Entonces, me vuelvo a acordar de la madre del operario, y bajo las escaleras hasta la primera planta —yo duermo en la segunda—, para, con complacencia masoquista, comprobar que tengo razón: el tipo aquel era un inútil; los enchufes de la primera planta —que es donde tengo el estudio, el recibidor para los íntimos y el gimnasio— tampoco funcionan. Preso de un frenesí aniquilador en el cual incluyo al resto de familia de aquel técnico y a todos los teleoperadores, desciendo hasta la planta baja. Los enchufes de la cocina y del salón también están estropeados. Verificar esto me llena de alivio e inquietud. Alivio, porque tengo razón: este es un país de chapuceros. Inquietud, porque yo tenía que llamar a alguien, y ahora no recuerdo a quién, ni por qué. Ahora, mis iras se extienden a los directivos e incluso a los accionistas de la empresa. ¡Pandilla de zánganos…! A estas alturas, comienza la segunda parte de la pesadilla: me despierto, me levanto de la cama y me dirijo a oscuras hacia el teléfono más cercano. Allí compruebo que, efectivamente, la clavija está fuera de sitio. Entonces, por pura rutina —pues ya sé lo que voy a encontrar— quiero bajar a la primera planta, pero no encuentro la escalera. ¡Alguien ha cambiado de sitio la escalera…! ¡Mierda…! ¿Dónde está la escalera…? Sigo palpando a tientas, para no despertar a nadie, pero la escalera no está. ¡Sólo encuentro puertas y paredes…! Preso de una angustia indescriptible, despierto del todo y me quedo un rato quieto, de pie, sin saber qué hacer. Luego, me dirijo a la cocina, bebo un poco de agua y, después, todavía desconcertado, vuelvo a mi habitación y me acuesto muy despacio. Durante las siguientes dos horas, me desvelo pensando en por qué tengo pesadillas con casas de tres plantas, yo, que siempre he vivido en pisos de sesenta metros cuadrados.
[General , Orígenes ] 07 Octubre, 2007 11:53
Antes de la palabra, fue el garrote. Antes de que el hombre pudiera decir cielo, tierra, árbol, fruto, trigo, pan, hortaliza, cabeza, mano, libertad, madre, bebé, casa, luna, pastel, piojo o zapato, era el garrote el que nombraba las cosas. El mundo era el caos, y el garrote ponía orden en el caos. El garrote fue el principio, porque fue anterior a la maza, y a la lanza, y a la flecha, y a la ballesta, y al arcabuz, y al rifle, y al cañón, y a la ametralladora, y a las granadas y a las bombas. El garrote fue anterior a todo. Lo único anterior al garrote fue el hueso, que fue el primer instrumento utilizado como garrote. Hace cientos de miles de años, cuando el hombre era carroñero —más carroñero que ahora—, cuando descuartizaba con las uñas y los dientes a los animales muertos, el primer garrote fue la pata o el hueso arrancado a la pata del animal. Cuando los otros hombres le disputaban la pieza cobrada o encontrada, el hombre blandía contra éstos las patas o los huesos del animal. Y de ahí, de ese gesto de amenaza del hombre blandiendo un hueso u otros objetos como garrote, es de donde nació el lenguaje. Durante cientos de miles de años, el único lenguaje del hombre fue ese gesto de amenaza, acompañado de gruñidos terroríficos. Cuanto más intimidatorios eran el gesto y el gruñido, su lenguaje era más efectivo y convincente. ¡Grrrrrrrrr!, decía ese hombre, y, para acentuar la fuerza de su amenaza, abría la boca enseñando todo el potencial de sus dientes y mandíbulas, dispuestos a rasgar, destrozar, aniquilar: ¡Grrrrrraaaaaaaa! Y los otros sabían a qué atenerse. De ahí salieron los primeros sonidos diferenciados: ¡Grrrraaa!, para expresar amenaza, ¿Grrrrreeehhh?, para indicar desconcierto,  ¡Grrrriiii!, para manifestar alegría, ¡Grrrroooohhh!, para exteriorizar asombro, Grrruuuhh…, para comunicar temor. Claro que, para que la poderosa “a”, la dubitativa “e”, la vivaracha “i”, la fascinada “o” , la timorata “u” y otros sonidos intermedios se asentaran para siempre en el lenguaje, tuvieron que pasar otros cientos de miles de años. También tuvieron que pasar muchos miles de años para que las consonantes se encaramaran sobre las vocales y permitieran al hombre decir palabras como manzana, lago, comida o perejil. Antes de todo eso, el hombre del garrote decía: ¡Grrrraaa!, y ese gruñido quería decir: “¡Mío, mío!” Durante miles de años, hubo muchos muertos a garrotazos antes de que a otro hombre se le ocurriera preguntar: ¿Grrreeeeh?, que quería decir: “¿Tuyo?” Este último, sin saberlo, fue el inventor del lenguaje hablado.
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