[Superhéroes ] 20 Abril, 2008 11:20
Apenas hubo dado el golpe que acabó con la bestia, el caballero tuvo una visión que lo aterrorizó: la noticia de que el dragón no era invencible se difundía como un huracán incendiario por ciudades, villas y aldeas remotas, rebasaba los confines del país y llegaba hasta los lugares más recónditos. Un valeroso desconocido había dado muerte al monstruo. No habría más sacrificios ni tributos. Ya no se malograrían ni las mejores crías de animales, ni las doncellas, ni los jóvenes. La pesadilla había terminado. El rey había decretado un año entero de festejos, había prometido a su hija con el vencedor, lo había llenado de riquezas y lo había nombrado heredero de todos sus dominios. Juglares, poetas, trovadores y cómicos narraban, recitaban, cantaban y representaban la leyenda en plazas, iglesias y castillos. Los niños lo imitaban valiéndose de pieles, cuernos de vaca y lanzas de madera, y las niñas hacían corros, engalanando con flores y ramitas de laurel a sus pequeños guerreros. El mal había sido vencido, y se abría una época de paz y felicidad para todos los hombres. Sin embargo, con la difusión del triunfo del caballero anónimo sobre la abominable bestia también se había sembrado la semilla de la ambición. Muy pronto, nobles y villanos de todas las edades habían querido emularlo y se habían organizado partidas en busca de otras criaturas a las que la imaginación popular atribuía más peligrosidad que a la vencida por el caballero. La fiebre de oro, riqueza y reconocimiento arrasaba a generaciones enteras. Ya ningún niño o adolescente humilde quería ser aprendiz de herrero, alfarero, cocinero, palafrenero, curtidor o sastre. Ahora, todos aspiraban a ser héroes. Los campos, los talleres, las canteras, los mercados, eran abandonados. Los hombres se embarcaban en la búsqueda frenética y desesperada de la fortuna, las mujeres se dejaban contagiar por el delirio colectivo, y en los poblados los ancianos eran abandonados a su suerte. Como consecuencia de las batidas de la muchedumbre, los bosques eran devastados, y toda criatura conocida, desconocida o simplemente rara era aniquilada. Desaparecían de la faz de la tierra no sólo leones, osos, lobos y jabalíes, sino duendes, trasgos, hadas, ondinas, sirenas, unicornios, centauros, quimeras… Y, por supuesto, dragones. El caballero mojó la punta de la espada en la sangre del dragón y le untó la lengua con el líquido. El cuerpo de la bestia, tras un último estertor, se relajó. El caballero estuvo un largo rato quieto, contemplando a su enemigo, el último dragón del que se tiene conocimiento. Cuando volvió a moverse, ya había decidido renunciar a la princesa.
[Superhéroes ] 05 Agosto, 2007 12:23
Incluso en su lecho de muerte, el  Hombrecillo Verde del Bosque tenía un gran sentido del humor. Sus ocurrencias eran muy celebradas por sus parientes y amigos, que se congregaban cada noche ante su cama para esperar —en vano— a que revelara en dónde guardaba su fortuna. Hacía muchos años —él era todavía un adolescente— el territorio en el que vivía el Hombrecillo estaba lleno de lobos. Un día, a él se le había ocurrido una de las suyas: aprovechando su corta estatura y su habilidad para el maquillaje, se había disfrazado de niña, había cogido una cesta de comida y se había internado en la parte más oscura del bosque. Al poco rato le había salido al paso un lobo y le había preguntado a dónde se dirigía. La niña, es decir, el Hombrecillo Verde del Bosque, le había dicho al lobo que se dirigía a casa de su abuelita, que se encontraba sola y enferma. El lobo, que sabía que la abuelita había muerto hacía poco tiempo, no le había dicho nada a la niña para no impresionarla, y había decidido llegar a la casa por un atajo, disfrazarse de abuelita y atender a la pequeña. Efectivamente: cuando el Hombrecillo Verde del Bosque había llegado a la casa, el lobo estaba metido en la cama, con las ropas de la abuelita. Aquí, el  Hombrecillo —ya de por sí moribundo— se moría de la risa. Entonces voy y le digo: Abuelita, qué orejas más grandes tienes… Y el lobo —je, je—: Son para oírte mejor. Abuelita, qué nariz más grande tienes —je, je, je—. Y el lobo: Es para olerte mejor. Abuelita, qué dientes más grandes tienes… Y el lobo, que se había puesto una ortodoncia encima de los incisivos, para disimular los caninos: Son para sonreírte mejor, hijita —je, je, je, je—. El Hombrecillo Verde del Bosque había dejado la cesta junto a la cama, le había dado un beso en la cabezota al lobo, había salido, y a un cazador que pasaba por allí le había dicho que un lobo malvado acababa de comerse a su abuelita. El cazador había entrado, había matado al lobo y le había abierto la barriga con un cuchillo, pero ahí no había ni abuelita ni ocho cuartos. La niña le había dicho al cazador que, del ahogado, el sombrero: él se quedaría con la carne, y ella con la piel. Como nunca faltaron lobos blandengues ni cazadores crédulos, el Hombrecillo se había convertido en mayorista de pieles. Y había amasado una gran fortuna que nadie sabía en dónde estaba escondida, je, je, je,je, je. Sus parientes y amigos corearon: je, je, je, je, je. El Hombrecillo pronunció un postrero “je” y murió con una sonrisa en los labios. Los demás se quedaron muy serios y apenados.
[Superhéroes ] 06 Mayo, 2007 11:59
Tras una noche en el calabozo, el cansancio había abierto surcos violáceos bajo sus ojos, pero la detenida no había perdido ni un ápice de su dignidad. De pie, ante el juez, tenía el aspecto de una mártir dispuesta al sacrificio, y su presencia impregnaba de tintes etéreos el ambiente iluminado pero extrañamente lúgubre de la sala de vistas. Cuando la había visto entrar, el letrado, contrariamente a su costumbre, había hecho ademán de levantarse, pero se había contenido y ahora se le veía incómodo, sin saber muy bien cómo comenzar el interrogatorio. Igualmente incómodos estaban los guardias que la custodiaban. A diferencia de ella, que miraba hacia el frente, los dos estaban cabizbajos, como avergonzados del trance por el que la estaban haciendo pasar. El juez tragó saliva, carraspeó y, luego, con voz entrecortada, le leyó los hechos que habían dado lugar a su detención. La mujer, simplemente, se limitó a asentir, o a enarcar las cejas en cuanto escuchaba lo que podrían ser falsos datos o imprecisiones. Una vez acabados de leer los cargos, el letrado dejó escapar un suspiro y le preguntó si tenía algo que declarar. Ella dijo que sí: que lo que ocurría con ella no era otra cosa que el fruto de los tiempos que corren, en los cuales no se respeta ni la categoría ni el oficio de las personas. Ella era —o había sido, si así lo preferían— una persona muy importante, alguien que había llevado la felicidad a muchos hogares —a muchos hogares prin-ci-pa-les, puntualizó—. Su nombre era conocido en el mundo entero, y en el mundo entero se la quería y se la respetaba. A donde quiera que ella iba, llegaba la alegría, la paz, la concordia, el amor… Porque su oficio consistía en eso, ¿sabían? —aquí, tanto el juez como los guardias, asintieron—. Sin embargo, ¿qué ocurría ahora con la gente? La gente, desde los Reyes para abajo, era una desagradecida. Al parecer, ya no hacían falta personas como ella. Durante muchos años, muchos —repitió—, en una ocasión como la de ahora, ella habría sido la primera en ser recibida por los Reyes y por los Príncipes. Habría sido ella quien hubiese regalado las primeras ropitas a la bebé, quien le hubiese vaticinado su futuro y quien la hubiese tomado bajo su protección. Y en cambio, ahora, la habían detenido por intentar entrar en la habitación en donde la princesa y la niña se recuperaban tras el alumbramiento. No, no era así como se comportaban los reyes de antes. En todos los años que llevaba de Hada Madrina, era la primera vez que le ocurría algo semejante. Bueno, la segunda. Con la otra infanta le había pasado lo mismo.