Hacía mucho tiempo que no asistía a una conferencia de Rogelio Ramón Price y, o yo me había vuelto muy exigente, o Rogelio Ramón ya no era aquel orador brillante que me había encandilado en mi época estudiantil. Lo noté flojo, falto de tono, como sin ganas. De todas maneras, al final, me acerqué para felicitarlo y estuvimos un rato hablando sobre los viejos tiempos. Como yo tenía prisa y había tantas cosas de que hablar, se ofreció a llevarme hasta mi casa en su coche. Y ahí, en la intimidad de su vehículo, sí que lo sometí a un tercer grado. ¿Qué cómo le iba la vida? “Muy mal, por lo de la angina”, se sinceró. “¿Cómo, la angina?”, pregunté. “La angina de pecho”, dijo. ¿Angina de pecho? ¿Eso no es como un infarto?, pensé. “El otro día”, prosiguió, “fui a dar una vuelta al pueblo. ¿Tú sabes la de veces que he ido a ese pueblo? Pues, la cuesta de la Calle Mayor era como si me la hubieran puesto de nuevo. Me ahogaba, ¿sabes?” “Bueno, es que ya no somos unos chavales”, dije yo, por quitar hierro. “No, pero si tampoco se trata de grandes esfuerzos, es que, cuando se está como yo, el corazón te puede explotar en cualquier momento.” ¿En cualquier momento?, pensé. Cualquier momento puede ser ahora mismo. Y en ese instante el tráfico comenzó a tener un nuevo sentido para mí. Él tenía el día pesimista, porque continuó: “Fíjate en Bonilla: fue al médico porque le dolía el estómago, el médico le recetó no sé qué para la acidez, lo mandó para casa y, cuando salió de la consulta se desplomó en plena calle; cuando lo fueron a socorrer, ya no pudieron hacer nada por él”. Yo ya me imaginaba el titular del periódico: “Dos muertos en un choque de vehículos en una vía rápida de Tarcuna”. El accidente se había producido, al parecer, porque el conductor de uno de los dos automotores había sufrido un infarto y había invadido el carril contrario. Se daba la circunstancia —eso era lo que más me fastidiaba de la noticia— de que los dos fallecidos eran el conductor del otro vehículo, y el acompañante del conductor que había sufrido el infarto. Paradójicamente, este último había resultado con heridas leves tras la colisión, había sobrevivido también a su crisis cardiaca y ahora se encontraba en situación estable dentro de la gravedad en la Unidad de Vigilancia Intensiva del Hospital Universitario. Ah, no; ésta sí que no me la haces, Rogelio Ramón, pensé. Y le dije: “¡Para, para aquí mismo!” “¿Cómo, aquí mismo? Si no se puede.” “¡Sí que se puede!” “¡Que no!” “¡Que sí!” Estuvimos discutiendo unos instantes y al final, como no atendía a razones, yo mismo tuve que dar el volantazo y meter el freno de mano. Gracias a eso, fueron él y el otro los que murieron, y yo el que estoy en la UVI.
[Familia Price
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23 Noviembre, 2008 12:19
[Cosas de la vida
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16 Noviembre, 2008 11:14
Tenía yo ganas de que un amigo me escuchara, ¿me entienden?, de que me escuchara él a mí y no yo a él. Pero, no: el señorito, casi nada más verme, y cuando yo estaba intentando hacer boca para contarle mis cosas, va y me dice que hacía poco había sido víctima de un “robo silencioso” , así lo llamó y no hubiese hecho falta que explicara nada más, porque lo de robo silencioso ya se comprende aunque no aparezca en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua. Ya lo había entendido, repito, pero el señorito, como si yo no supiera lo que era, me tenía que explicar con pelos y señales lo que le había ocurrido, y los pelos eran que le habían entrado a robar a su casa de noche y él no se había enterado de nada, y las señales eran que él se había despertado por la mañana y no había encontrado los pantalones, y había pensado “qué raro”, si los pantalones los puse aquí, al lado de la cama, encima del mueble, a ver si es que los dejé en el lavabo…”, pero en el lavabo no estaban, y entonces ya se había empezado a poner mosca —como estaba yo, al oírlo, porque no me dejaba meter baza— y después se había levantado su mujer, y su mujer había dicho “qué raro, si no encuentro el bolso, que lo había dejado encima de la mesa”, y, después, su mujer, desde la cocina, le había dicho, “oye, ven a ver esto”, y esto era que el bolso estaba en el jardín, pero sin dinero ni tarjetas, y allí también habían encontrado su billetero, aunque también sin dinero ni tarjetas, pero ni rastro de los pantalones tejanos, y eso quería decir que había un chorizo que iba por ahí con sus tejanos. “Eso te pasa por comprar tejanos de marca”, le dije yo, por quitar hierro y decir algo, porque el señorito no me dejaba pronunciar palabra: “No, dijo él, si eran unos tejanos de los normalitos”. Pues bueno, pensé yo, a ver si ahora se calla y le cuento lo mío, pero no, el señorito, que ya estaba embalado, siguió diciendo que lo malo no había sido eso, sino lo del coche. “¿Cómo, lo del coche?”, dije yo, por hacer uso de la palabra. “Hombre, pues que los chorizos también se me llevaron el coche, porque las llaves estaban en el bolsillo de los tejanos”. Nos ha fastidiado, pensé yo, el coche sí que es sagrado. “Lo tendrías asegurado” , dije, por no quedarme callado. “Pues claro”, dijo él, “pero todavía tengo que esperar a que pasen cuarenta días a ver si lo encuentran, y lo malo es que la aseguradora, para la tasación, toma como referencia el año de matriculación, o sea que da lo mismo si el coche lo has comprado en diciembre o doce meses antes, en enero, y, en mi caso, que compre el coche en diciembre, representa que mi coche es un año más viejo”. “No te joroba”, pensé yo, pero ya no le pude decir nada porque, como tenía prisa, se marchó. Así son los amigos. Ni me dejó contarle que a mí se me acababa de estropear la lavadora.
[Cosas de la vida
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09 Noviembre, 2008 10:48
A lo largo de la vida, cada uno de nosotros va horneando, sin saberlo, su propia colección de magdalenas proustianas, aquellos bollitos que, al ser empapados en té con leche, nos remiten a sucesos que hemos vivido, fingido o imaginado. Hace pocos días, una de mis magdalenas particulares llamó a la puerta de mi casa. Venía metida en una caja de bombones y disfrazada de chocolatina, pues las magdalenas proustianas, como los recuerdos, suelen camuflarse para sorprenderte cuando menos te lo esperas. Pero la chocolatina no era lo importante, o quizás lo era —habrá que preguntárselo a mis hijos, que fueron los que se la comieron—. Lo esencial era que el dulce estaba acompañado de una invitación para celebrar los diez años de vida de Arola Editores, la editorial más importante de la ciudad de Tarragona. Como a las niñas bonitas les llueven padrinos, no iba yo a ser menos ni a ocultar —faltaría más— mi participación en el suceso que ahora se celebra. Permítanme sacar pecho para decir: sí, yo estaba allí. Hace diez años, como responsable de prensa del Consell Comarcal del Tarragonès, tuve la oportunidad de participar en el primer libro que publicó la editorial, un libro de historia de Tarragona que había ganado el I Premi d’Investigació del Tarragonès y cuyo autor era el ex alcalde de Tarragona Josep Maria Recasens. Mi participación en la publicación del libro fue “decisiva”, ya que, consultado sobre qué empresa debería hacerse cargo de la edición, defendí rotundamente por activa y por pasiva que ésta debía ser encargada a otra editorial con más experiencia —de un amigo mío, por supuesto— y no a la de Arola —a quien no conocía y quien apenas estaba intentando asomar la cabeza en el mundo editorial—. Sin embargo, alguien que tenía mejor criterio y más poder que yo decidió encargar el trabajo a Arola, y yo tuve que morderme la lengua y colaborar con Alfred y Félix Arola en la producción del libro. Como del roce nace el cariño, ahí nació algo que yo no me atrevo a calificar de amistad —pues la amistad es una especie de contrato tácito con exigencias y letra pequeña que uno saca a veces a relucir cuando van mal dadas—, pero sí de afecto mutuo. La amistad es un concepto; el afecto es un sentimiento. Si, por poner un ejemplo, Charlize Theron y yo fuésemos amigos, y un día ella me dijera: “Oh, no, sólo te quiero como amigo”, entonces probablemente dejaríamos de ser amigos. En cambio, aunque ella no me conozca, yo siento un gran afecto por Charlize, y los dos tan contentos. En fin. Volvamos al primer libro de Arola: aquel libro era complejísimo de producir, puesto que el ordenador de Recasens era incompatible con los de la editorial, y, después de múltiples intentos y correcciones, se llegó a la conclusión de que era mejor mecanografiarlo todo de nuevo. Novecientas páginas. Así, aquel primer libro que debería impulsar el nacimiento de la editorial, estuvo a punto de arruinarla. Pero Alfred Arola sobrevivió a aquel libro. También ha sobrevivido a dos riadas y a una enfermedad que por poco nos pone a todos a hablar de lo buena persona que era. Y, sobre todo, también ha sobrevivido al día a día sin renunciar a un estilo empresarial insólito y sorprendente en el que prima la calidad sobre los beneficios. El próximo viernes, la editorial celebra diez años y cuatrocientos cincuenta títulos. Enhorabuena, Alfred, Félix. Ya sabéis que todo me lo debéis a mí.
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02 Noviembre, 2008 09:21
Tenía que ocupar buena parte del fin de semana en acabar una traducción pendiente, así que, el viernes, en lugar de quedarse hasta tarde viendo alguna película por televisión, se acostó temprano. Necesitaba estar descansado. Además, como era él quien se encargaba de la compra semanal, y la nevera estaba bajo mínimos —maldito fin de mes— también debía apañarse como pudiera para cumplir con esta obligación. El sábado, pues, iba a ser un día durillo. El madrugón era inevitable. La duda era si debía acometer la traducción nada más levantarse, o resolver las compras a primera hora y luego centrarse en el trabajo. En cualquier caso, el viernes durmió como un bendito y, cuando a la mañana siguiente sonó el despertador, se felicitó a sí mismo por ser tan previsor. Iba a cumplir con sus deberes como un Pepe. Y ahora lo tenía claro: primero, la compra; luego, el ordenador. Lo que no acababa de decidir era si la compra la haría en un solo sitio o en varios. ¿Debía comprar el pescado, la fruta y la carne en cada uno de los respectivos establecimientos del barrio o era mejor adquirirlo todo en una gran superficie? A ver: podía comprar la fruta cerca de su casa, luego acercarse al mercado a por el pescado y la carne y luego ir hasta el supermercado a por la leche, el agua, el arroz y todo lo demás. Pero, bueno: ya que iba hasta el mercado, ¿por qué no comprar también allí la fruta? Así, sólo tendría que hacer dos viajes: uno al mercado y otro al supermercado. O, quizás, si lo comprara todo en el súper… A su mujer no la convencían ni la carne ni el pescado del súper, pero, por una semana, no pasaba nada… No, no: definitivamente, se acercaría al mercado y compraría allí todo lo que pudiera. Para el resto, ya estaba el súper de la esquina. Salió de casa convencido y satisfecho. Era sábado, y tan temprano que todavía no habían abierto la frutería. Qué raro. Pensaba que los fruteros madrugaban más. Por las calles apenas circulaban coches o paseaba gente. ¿Veían? Ésas eran las ventajas de levantarse pronto. Sonrió. La ciudad tenía un aspecto extraño. Qué sábado más tranquilo, lástima que tuviera trabajo. Sin embargo, cuando enfilaba hacia el mercado, la magia despareció y sintió una cosa rara en el estómago, como un presentimiento. ¡Mierda! Le había vuelto a ocurrir. ¡Uno de noviembre! ¡Era sábado uno de noviembre, y él sin enterarse! ¡Y la nevera vacía! Deambuló un rato, sin saber qué hacer, ni qué diría a los suyos. Luego se acordó de un establecimiento que abre todos los días del año, se dirigió hacia allí y compró lo mínimo para dos días. Cuando llegó a su casa, por el color de las bolsas, no hizo falta dar ninguna explicación. Su mujer, simplemente, le dijo con retintín: “Vamos a empezar por el principio, a ver si te enteras: Planeta: Tierra…”
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26 Octubre, 2008 09:14
“¿Hay o no hay para cabrearse?”, dijo mi marido cuando supo que la lavadora se había estropeado. Hacía un mes que había vencido la garantía, así que ésos lo iban a oír. “Esos” eran los del servicio técnico. Los iba a poner a caldo. Vamos, que no sabían quién era él. Pero, de momento, no les pudo decir quién era él, porque en el teléfono del servicio técnico respondía un contestador automático que informaba sobre el horario de atención al público: de lunes a viernes, de nueve a una y media y de cinco a ocho. Eran las nueve de la noche del viernes, así que mi marido dijo: “Ahora sí que me cabreo”, y pasó todo el fin de semana enfurruñado. El lunes, a eso de la una, por fin consiguió que contestaran, pero la chica que lo atendió le dijo que no le podía asegurar cuándo podría venir el técnico; que dejara nuestro número de teléfono. Mi marido se lo dio a regañadientes y se aseguró —eso me dijo— de que la chica tomara nota de que la reparación era urgente. Como pasó el lunes, y el martes, y el miércoles, y el jueves, y llegó el viernes y el técnico no llamaba, a mi marido lo que más le cabreaba era la idea que tenía el técnico de la palabra “urgente”. A última hora de la mañana, cuando nos disponíamos a comer, llamó el técnico y dijo que o era en ese momento, o no sabía cuándo podría pasar. Mi marido se lo tomó como una amenaza velada. “No, si es que insisten en verme cabreado”, dijo. Dos horas después, cuando llegó el técnico, yo pensaba que mi marido le iba a saltar al cuello. Sin embargo, en lugar de eso, ni siquiera pestañeó cuando el técnico, tras revisar el aparato, emitió el diagnóstico: “es el pituflín de la bomba”. Lo que lo encabronó—al técnico no se lo dijo, pero lo encabronó de veras, según me dijo después— fue el comentario añadido: “No, si es que a estas lavadoras antiguas les falla mucho el pituflín”. ¿Antiguas? ¡Pero si tiene dos años!”, dijo mi marido. “Bueno, dos años…”, dijo el técnico, como si dos años fueran toda una vida. “Además, una cosa es que usted la haya comprado nueva y otra que se tratara de un modelo nuevo”. Mi marido, después de pagar 60 euros, estaba que se subía por las paredes. “O sea, que nos vendieron un modelo descatalogado, hay que joderse; ahora sí que estoy cabreado de verdad”. Pero no estaba cabreado de verdad, porque cuando se cabreó de verdad fue al cabo de quince días, cuando la lavadora volvió a dejar de funcionar. Ah, él había arreglado el pituflín, pero lo que se había estropeado ahora era el relén, le dijo el técnico. Así que mi marido, cabreado, pero cabreado como una mona, pagó otros sesenta euros. Luego también se cabreó mucho con los otros sesenta del cuchuflú, veinte días después. Pero, eso sí: nunca lo había visto tan cabreado como hace poco, cuando salimos de la tienda, después de comprar la lavadora nueva. Su cara de cabreo era indescriptible.
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19 Octubre, 2008 09:35
Un hombre y una mujer se desplazan en coche por una vía interurbana. A la altura de una parada de autobús, el hombre, que es el que conduce, reduce la marcha y se detiene justo al rebasar el límite de la zona reservada. Al pasar por delante de la parada, los dos han cruzado sus miradas con la de una mujer que espera de pie. Se ha fijado en ellos con un interés extraño, expectante. La mujer que va en el coche abre la portezuela y se dispone a apearse. Cuando se está despidiendo, el conductor ve, al fondo de la silueta de su acompañante, la silueta de la otra mujer, la de la parada. “¿Me podría acercar hasta el centro?”, pregunta. “Es que el chofer del autobús no me ha querido llevar porque no tenía cambio de cincuenta euros.” Se la ve nerviosa. El hombre y la mujer del coche se miran, como preguntándose qué hacer, y el hombre, después de un instante de vacilación, dice: “Suba, no hay problema”. Ahora, la mujer que iba en el coche, la que se ha bajado, es la que está nerviosa. Es mediodía. Ella suele comer fuera de casa, en un bar que queda cerca de la academia a la que va a clases por la tarde. La televisión del bar está a todo volumen, pero ella ni oye ni ve nada. Su mente está en el hombre que la traía en coche y que ha subido a una desconocida. A la mujer se la veía alterada, pero tenía un aspecto inofensivo. Aunque, con tanta cosa rara que pasa por ahí… Luego, en clase, está como si no estuviera. El tiempo ha transcurrido lento, pero a ella le han faltado reflejos. ¿Cómo no se le ha ocurrido antes? Llama por teléfono a donde trabaja el hombre. No ha llegado aún. Le deja un recado para que la llame en cuanto llegue. Pero transcurre el tiempo y la llamada no se produce. Ella no se ha podido quitar de la cabeza la mirada de aquella mujer. En lo último que se fijó es en que llevaba una falda negra y una carpeta verde, de plástico. ¿Era rubia o morena? El pelo, castaño. Melena corta, un poco más abajo de la nuca. ¿Edad? Unos… ¿cincuenta? Son las ocho de la tarde-noche, y aún no ha tenido noticias del hombre. Ahora, llama a la casa. Allí, una voz femenina dice no saber nada. A eso de las nueve, el hombre regresa a su domicilio, después de haber salido a un recado. Una tercera mujer le dice: “Te ha llamado una tal Emma, que estaba preocupada porque habías recogido a una mujer en una parada”. La tercera mujer está enfadada: “¿Tú por qué vas recogiendo a desconocidas? ¿Y quién es esa tal Emma? ¿Y por qué no me has dicho nada? ¿Tú no ves los telediarios, o qué? El hombre aguanta el chaparrón como puede. En el fondo, le hace gracia que el simple hecho de acercar a una compañera de trabajo hasta un sitio y de recoger allí a una pobre mujer a la que hicieron bajar del autobús por no llevar dinero suelto estimule tanto la imaginación.
[Cosas de la vida
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12 Octubre, 2008 10:49
A la chica sólo le faltaba un cartelito con el horario de atención al público, el “se reserva el derecho de admisión” y si aceptaba la Master Card. La chica se colocaba a un lado de la carretera nacional y montaba un chiringuito compuesto por ella misma, una silla abatible y, los días de mucho sol, una sombrilla de playa. Era curioso verla, con su faldita minúscula, sus gafas oscuras y su escote abismal, sentada, tranquila y quieta como una estatua, simplemente esperando. De vez en cuando algún automovilista reducía la marcha, y ella se limitaba a seguirlo con la mirada. Ningún gesto provocador, ninguna seña. Había escogido su sitio a conciencia, en medio de dos accesos a la carretera: uno antes de llegar a su altura, para los muy decididos; el otro un poco más allá, para los indecisos o faltos de reflejos. Y detrás de ella, oculto por matorrales, estaba el lugar en donde se suponía que atendía a su parroquia. Al frente, al otro lado de la carretera, unos metros más adelante, había un puesto de pesaje de camiones y vehículos de gran tonelaje. En otro tiempo —cuando la chica no había aparecido todavía— se habían instalado allí otras como ella que se ofrecían a los conductores en grupo y sin el menor recato. Pero alguien debió de quejarse y durante unos meses el sitio quedó falto de ese tipo de oferta. Luego se ubicó allí otra chica, una competidora, que no tenía ni silla ni sombrilla y que, a diferencia de la primera chica —que permanecía sentada como quien espera a que le traigan el café con bollos— aguantaba de pie, con los brazos cruzados. Las dos estaban buscándose la vida como podían, pero a la chica de la sombrilla se la veía muy puesta, muy “profesional”, mientras que la otra parecía renegar de su suerte. Con frecuencia, bajaba la cabeza, se encogía sobre sí misma y daba pequeños puntapiés al suelo. Más que competencia, las dos se complementaban, pues las dos constituían idéntico reclamo, y se les suponía un acuerdo tácito: la una atendía a los clientes que transitaban en un sentido de la carretera y la otra a los que lo hacían en sentido contrario. Seguramente cada una de ellas llevaba la contabilidad propia y calculaba a distancia la de la otra. Hoy no ha bajado bandera, la pobre. O qué buen día llevas, cabrona, y yo sin estrenarme. La primera en desaparecer del lugar fue la segunda chica. La de la silla aguantó unas semanas más pero también se fue. Hacía demasiado frío para esperar tan ligera de ropas un café con bollos que nunca llegaba. Allí se quedó la silla abatible, volcada por el viento, al borde de la carretera, como una oficina vacía cuya propietaria hubiese tenido que huir de repente hacia ninguna parte. De la otra chica no quedó ni rastro.
[Cosas de la vida
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05 Octubre, 2008 09:25
Era un chico a quien desde pequeño los adultos lo consideraban carne de cañón, un enunciado que se utiliza para aludir o calificar, casi siempre en voz baja y en tono despectivo, a aquellos chavales que han nacido y se han criado en un entorno muy problemático, que no manifiestan ningún interés por el estudio ni se adaptan a la escuela y que en cambio demuestran una inclinación precoz a meterse en todo tipo de problemas, especialmente en algunos que rozan los límites de la ley. Cuando entraron a robar al instituto, por ejemplo, él fue uno de los sospechosos, aunque, finalmente, no se le pudo demostrar nada. Durante el fin de semana, los ladrones se habían colado en el edificio sin forzar ninguna puerta y sin que se dispararan las alarmas. Desaparecieron dos ordenadores y una cámara de video del salón de audiovisuales, pero la policía no pudo determinar ni quién ni cómo había podido acceder, cargar con los aparatos y salir sin dejar huellas. Un comentario irónico del chico, y el hecho de que hubiera estado rondando por los pasillos en aquella otra ocasión en que alguien había reventado la taquilla de un alumno y se había apropiado del dinero del viaje de fin de curso acabado de recaudar en el patio en la fiesta de la castañada, lo convirtieron en el candidato número uno a ser o el autor o el cómplice de las fechorías. Sin embargo, nadie estuvo por la labor de investigarlo a fondo o de hostigarlo, entre otras cosas porque, aunque sospechoso y con fama de gamberro, se trataba de uno de esos chicos que, en el fondo, suscitan más lástima o incluso simpatía que animadversión, algo a lo que también contribuía su carita de niño guapo, incomprendido y desvalido. Había cumplido los quince años en Segundo de la ESO, y los profesores habían acogido con alivio su decisión de cambiar de centro. La última vez que lo había visto, su antiguo tutor le había hecho una serie de reflexiones sobre la vida y el futuro, y la necesidad de que cada uno de nosotros encuentre su sitio en este mundo. “Aunque no lo veas claro, tienes que intentar descubrir qué es lo que te gustaría hacer y cómo te gustaría ganarte la vida”, le había dicho. “El problema, cuando no estudias, es que te vas cerrando puertas. Y, en la vida, cuantas más puertas abiertas tengas, mejor”. Como siempre, las palabras le habían entrado al chico por un oído y le habían salido por el otro. Sin embargo, al cabo de unos meses, el antiguo tutor tuvo la certeza de que el chico había encauzado su vida. Se cruzaron por la calle, y el chaval, muy animado, le dijo: “¡Me he apuntado a un módulo de cerrajería!”
[Cosas de la vida
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28 Septiembre, 2008 10:26
Todos incubamos en nuestro interior monstruos latentes que de vez en cuando se desperezan. El suyo, uno de sus monstruos, comienza a manifestarse cada vez que él accede al recinto de un cajero automático. Si el lugar está vacío, él entra, ajusta el pestillo de seguridad, extrae el dinero con premura y luego, antes de salir, comprueba que no haya nadie sospechoso a los alrededores. Si ya hay alguien dentro, espera a que salga, aunque se trate de uno de esos espacios con varias máquinas dispensadoras y alguna de ellas esté libre. Sólo cuando tiene mucha prisa se atreve a compartir el recinto con otro cliente, y entonces la obtención de efectivo se convierte en un acto tenso, angustioso, lleno de contingencias. El otro puede ser un atracador que simula estar sacando dinero, el miembro de una banda de falsificadores que grabará la clave de su tarjeta, o alguien que tiene un cómplice fuera al que, según la cantidad que él extraiga, le dirá por señas si vale la pena abordarlo. Esta vez, el miedo del hombre le viene con retruque. Ha entrado en el cajero creyendo que estaba vacío, pero detrás de una columna se ha encontrado con la mirada del otro. Y tras ese primer respingo, ha notado en aquellos ojos un chispazo de reconocimiento, como una herida de la memoria. “Hola”, ha dicho él por puro reflejo. El otro no ha contestado. Lo que sigue ocurre como a cámara lenta: él se dirige hacia la máquina y, después de varios intentos —el bolsillo del pantalón se niega a soltar su presa— extrae la cartera y la tarjeta. Sus movimientos son torpes. Ha utilizado el cajero cientos de veces, pero ahora parece no recordar cuál es la ranura adecuada. Cuando la encuentra, ésta escupe un par de veces el plástico, como si lo rechazara, y finalmente lo engulle. Sintiendo la mirada del otro fija en su nuca o en sus manos —qué sabe él—, teclea el importe y la clave —esta vez no le ha parecido adecuado tapar una mano con la otra— y espera la respuesta, que le impacta como una sentencia: “Saldo insuficiente.” Rectifica el importe, bajando la cantidad, pero la frase se repite, como un mal augurio: “Saldo insuficiente.” ¿Vería la pantalla el otro, desde donde se encontraba? ¿Adivinaría lo que le estaba pasando? ¿Estaba esperando a que sacara el dinero para pedirle que se lo diera? ¿Y, en ese caso, él, se lo daría? ¿Todo? ¿Una parte? ¿Se justificaría diciendo: mira mi saldo? Comprobó el disponible: dieciocho euros. Mierda. Si, al menos, el cajero diera billetes de diez euros… Por llevarse algo, imprimió un comprobante de las últimas operaciones, miró de soslayo al otro y salió a la calle, esta vez sin tomar precauciones. Dentro, el otro ni se había movido del suelo, en donde se arrebujaba entre cartones. Más tarde, los dos intentarían recordar un apellido de los tiempos del instituto. ¿Gordillo… Bonillo…? ¿Méndez… Meléndez…?
[Familia Price
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21 Septiembre, 2008 10:46
En todos los sitios en los que había vivido, José Ignacio Price había tenido fantasías sexuales con una o varias vecinas. Teniendo en cuenta que su residencia siempre había sido inestable—él se consideraba casi un nómada—, que las vecinas que suscitan deseos son tan abundantes y variadas como los gustos de los hombres, y que tanto hombres como mujeres son proclives a complicarse la vida, lo raro es que alguna de esas ensoñaciones no se hubiese hecho realidad. “Con una vecina, todo puede pasar”, me había dicho una vez José Ignacio. “Coincides con ella, solos, en el ascensor y, por unos instantes, se abre un mundo. Ella te dice que va para el trastero, pero que le da cierto yuyu bajar sola. Y tú piensas que la acompañarías al trastero con mucho gusto, pero lo que te da yuyu es su marido, que es guardia urbano. Así que le dices: ‘es verdad, da cierto yuyu’, y te apeas del ascensor con un interrogante que escuece como una herida: ¿Qué habrá querido decir ella?” Luego, según José Ignacio, la duda cicatriza, pero vuelve a emerger a veces, de forma recurrente, desde el saco sin fondo de las oportunidades perdidas. Las fantasías son caprichosas, imprevisibles, incontrolables. Bueno, la realidad también. A José Ignacio se le cumplió una de sus fantasías, pero con la vecina equivocada, con una con la que él nunca había tenido fantasías. Por eso lo pilló tan desprevenido. Una vecina nueva, poco atractiva, le pidió que entrara a su casa, porque se le había atascado la puerta de un armario de la cocina. Cuando él se giró, después de comprobar que la puerta abría con dificultad, pero abría, se encontró con que la vecina se había subido el jersey y le enseñaba sus pechos desnudos. Todo fue muy rápido, y le dejó un regusto extraño. Después de ese primer y único encuentro sexual, todo fueron desencuentros. “Estoy embarazada”, le confió, en el ascensor, dándole a entender que él era el padre. Meses después, a esta primera mala noticia siguió otra, todavía peor: “Me voy a separar…” Y, después de un tiempo, otra, que fue la puntilla: “Quiero que el niño tenga tu apellido…” Ahí, José Ignacio se dio cuenta de que le sería imposible escapar, pues, además de no haber vivido su propia fantasía, o de haberla vivido con la vecina equivocada, ahora estaba atrapado en una obsesión, la de ella. Como última esperanza, accedió a someterse a las pruebas de paternidad. Resultaron negativas, entre otras cosas, porque ella tenía un embarazo psicológico. Tampoco estaba casada. José Ignacio, después de un estallido de euforia, se sumió en una depresión. Ahora aborrece las fantasías.
[Familia Price
]
14 Septiembre, 2008 10:48
¿Has soñado cómo podría ser una noche ideal con una de las mujeres más hermosas del planeta?, me dijo, sin más, Juan Tenorio Price cuando le pregunté sobre su cita a ciegas con Scarlett Dearn. Juan Tenorio había ganado un concurso para cenar con la famosísima actriz, y yo ardía en deseos de saber los pormenores de ese encuentro. Por supuesto que el término “cita a ciegas” se refería solamente a ella, quien se había prestado a una campaña benéfica, ideada por una ONG, mediante la cual uno de los cientos de miles de internautas anónimos que habían realizado un donativo tendría derecho a asistir a una cena íntima con Scarlett Dearn, la diva hollywoodiense. A diferencia de Scarlett, que ignoraba todo sobre Juan Tenorio, él y cualquier persona medianamente informada sabían la vida y los milagros de Scarlett: su ingreso desde muy pequeña al estrellato del celuloide, sus dos nominaciones al Oscar, sus escándalos, sus excentricidades… Juan Tenorio, pues, jugaba con ventaja. Sin embargo, con lo que no contaba era con que la intérprete del antipático y repelente papel de Los secretos de Scarlett —una parodia de sí misma— fuese en realidad una mujer culta, desenvuelta y sencilla. En una palabra: encantadora. “La verdad es que congeniamos desde el primer momento”, dijo Juan Tenorio, como si eso fuera la cosa más natural del mundo. Ese primer momento había sido, según él, en la limusina en la que pasó recogerlo la propia Scarlett para que los condujeran a su restaurante preferido. La cena íntima no lo era en absoluto, pues contaba con la presencia de fotógrafos, de cámaras de televisión y del representante de la actriz, quien, sentado a una mesa cercana, no les había quitado ojo durante toda la velada. A pesar de ello, los dos se lo habían pasado en grande. Tanto, que al atardecer del día siguiente, la misma limusina había vuelto a recoger a Juan Tenorio en el hotel, pero esta vez no para llevarlo a ningún restaurante, sino directamente a la mansión de la actriz, quien, liberada de los incordios del día anterior, había sumado a sus encantos todo su poder de seducción. “Sí, nos amamos”, confirmó Juan Tenorio, como quien da cuenta de una obligación cumplida. Se habían compenetrado tan bien que ella le había propuesto verse cada día o, si él no podía, fijar un día de la semana o del mes. En cualquier caso, verse con cierta regularidad. “¿Y…?”, pregunté yo, intuyendo, por el tono de Juan Tenorio, que algo no iba bien. “Le dije que no”, dijo. Y al ver mi semblante boquiabierto, encogiéndose de hombros, añadió: “Ya sabes que yo no soporto la rutina”.
[Familia Price
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07 Septiembre, 2008 10:59
La actitud de Juan Eliécer Price cuando tomaba el sol o la fresca en aquel banco del parque revelaba un estado de ánimo contradictorio. Algunas veces, Juan Eliécer se mostraba eufórico: saludaba a los conocidos y bromeaba con ellos, entablaba conversación con los desconocidos, se sumaba a las persecuciones de los chiquillos a las palomas, galanteaba con las adolescentes, examinaba los parterres, interrogaba a los del servicio de limpieza, compartía su asiento con quien apareciera… Otras veces, Juan Eliécer marcaba su territorio ocupando la parte central del banco y manteniéndose con la cabeza gacha, como adormilado, o con la mirada perdida, ajeno al bullicio, a los viandantes, a las madres con cochecito, a la chiquillería, a las palomas, a las pandillas de estudiantes… En otras ocasiones, Juan Eliécer lo observaba todo, pero con una expresión de desconcierto y de fastidio. Era como si las cosas y las personas le molestaran, como si estuvieran en deuda con él, como si le hubieran arrebatado algo, o hubiese sido víctima de alguna injusticia. Uno de los días que lo vi comunicativo me atreví a acercármele. “¡Hombre, el gran escritor…!”, ironizó. “Hombre, el gran… ¿recién jubilado?”, insinué. “¡No tan rápido, amigo, no tan rápido!”, replicó. “Entonces, qué haces tantas horas en este parque”, pensé. Él, como si me hubiera leído el pensamiento, prosiguió: “¿Sabes? Cuando yo era pequeño, hubiese querido ser niño prodigio. Pero, cuando tenía edad de ser niño prodigio, ya había otros niños prodigio y se me pasó la edad de ser niño prodigio sin haber descubierto ningún talento en mí. Entonces pensé que podría ser una revelación del deporte, uno de esos deportistas que, desde muy jóvenes, se convierten en famosos y millonarios. Sí, yo quería ser uno de ellos. Pero, pasaron los años y yo no destaqué en ningún deporte. Entonces consideré que tal vez tendría que dedicarme a la política. En política, por aquellos años, había ministros jovencísimos a los que todo el mundo admiraba. Pero me llegó la edad en que podría ser ministro, y ni siquiera había comenzado la carrera. Entonces me consolé pensando en que al cabo de algún tiempo tendría la edad de ser presidente del gobierno. Sin embargo, cuando tuve edad de ser presidente, nombraron presidente a uno que tenía la edad de los ministros jóvenes. Con todo esto te quiero decir que nunca he llegado a tiempo de ser nada.” Yo pensé: “¿Y todo eso qué tiene que ver con este banco de jubilado?”. Juan Eliécer, como si escuchara mi mente, continuó: “¿Ves este banco? Ningún cabrón de mi generación ocupará antes que yo este banco de jubilado.”
[Cosas de la vida
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31 Agosto, 2008 10:52
En cierta ocasión, el Gobernador de aquella pequeña ciudad-estado convocó a sus consejeros y les habló en estos términos: “El pueblo está cansado de mí, y yo mismo veo y deseo la hora de mi retiro. Sin embargo, no me resigno a que mis adversarios tomen las riendas de la ciudad. Debemos pensar en algo que haga que mi nombre sea recordado para siempre.” Durante un rato, ninguno de los consejeros se atrevió a pronunciar palabra, hasta que uno de ellos, un tal Trashumante, propuso una idea: “Señor —dijo—, de vuestro mandato, quizás nada será tan recordado como la construcción de establos que habéis hecho en zonas estratégicas del territorio. La gente quería establos para sus bestias, y vos se los habéis dado. Un establo más sería la obra que os consagraría como el gran constructor de establos que sois…” Al Gobernador, las palabras del consejero lo conmovieron. “Eso: un establo”, dijo, “pero no un establo cualquiera; tiene que ser un establo diferente a todos los demás; tiene que ser el súper, el híper, el mega-establo…” —el Gobernador, sin saberlo, utilizaba palabras que se pondrían de moda muchos siglos después—. “Mejor que eso”, le interrumpió Trashumante, que tenía estudios, “tiene que ser un tecno-establo”. “¿Un tecno-establo?”, preguntó el Gobernador. “Sí: un tecno-establo”, contestó Trashumante, que era aficionado a leer el Summa Activitae, una especie de Muy Interesante de la época. “Se trata de un establo subterráneo, automatizado, en el que el caballero deja su cabalgadura a la entrada, sobre una plataforma. Allí se inmoviliza al animal mediante unos imanes que lo sujetan de las herraduras, y gracias a un complicadísimo sistema de rieles, poleas y contrapesos, ora se le desplaza, ora se le iza, ora se le empuja hasta un sitio determinado, en el que se le deja hasta que su dueño vuelve a por él. En ese momento, se realiza la operación a la inversa y, hale, hop, en pocos minutos, el animal vuelve a estar en la entrada, a disposición de su amo.” Ni qué decir tiene que, al Gobernador, la idea le entusiasmó. Tanto, que allí mismo encargó a Trashumante que se encargara del proyecto. Trashumante no sabía en lo que se metía, pero tenía un primo que tenía un cuñado que conocía a un amigo cuyo vecino era ingeniero. Muy pronto, numerosos especialistas se pusieron manos a la obra con gran diligencia y entrega —entrega de dinero—. Transcurrieron años de trabajos intensos y fructíferos —fructíferos para los que intervenían en la construcción—. Sin embargo, el establo nunca se terminó, cumpliéndose así el deseo de aquel Gobernador de que su nombre fuera recordado para siempre. Hasta la fecha, la última mención del establo fue en el año 2016, cuando el nuevo Gobernador manifestó: “No importa que no nos hayan concedido los Juegos: dentro de dos años acabaremos el establo”.
[Cosas de la vida
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24 Agosto, 2008 10:35
Todavía no era Schwarzenegger, sino un tipo de mediana estatura, muy robusto, vestido con una bata blanca similar a la de la doctora. “En efecto, tiene usted el tabique roto”, dijo la doctora, tras observar la radiografía. “Primero, lo vamos a examinar por dentro”, añadió. Mientras lo inspeccionaba con el endoscopio, como quien no quiere la cosa, preguntó: “¿Y cómo se lo hizo?” Él sabía que su respuesta, si era muy escueta, iba a producir alguna sonrisa, así que se mantuvo callado unos instantes. Para contestarle, tendría que haberle dicho que a él los viajes en vacaciones lo ponían de los nervios. A él, a su mujer y a sus dos hijos pequeños. Sus viajes eran… ¿Cómo se lo podría explicar? Como una actividad de alto riesgo. Esta vez, la culpa había sido del bungalow, un bungalow cochambroso, según su mujer. “Para venir a esto tan cochambroso, mejor me quedo en casa…” Eso lo repetía por la mañana, al despertar, alguna tarde que había siesta, y por la noche, antes de dormirse. El bungalow, sí, era un poco cochambroso, pero a buen cansancio no hay mala cama. Él, por las noches, llegaba reventado y se iba directamente a dormir. Su mujer y sus hijos, algunas veces, se acostaban pronto, y otras se quedaban un rato viendo la tele, como la noche en que se rompió la nariz. ¿Debía decirle a la doctora que, cuando estaba nervioso, tenía unos duermevelas muy agitados? ¿Qué, en ocasiones, se levantaba como sonámbulo y se ponía a lanzar puñetazos contra enemigos invisibles? Quizás era necesario, porque eso fue lo que pasó. Al poco de meterse en la cama, cuando estaba casi dormido, un ruido lo sobresaltó. Luego supo que solamente había sido el ruido de la cisterna del lavabo, pero en ese momento sonó como una trompeta del juicio final. Su hijo se habría caído al encaramarse al sofá, o se le habría caído un mueble encima, o… De un salto, se puso de pie sobre la cama y al querer ir hacia la salita su pie se enredó con una manta y cayó de bruces al suelo. El golpe en la cara fue tan brutal que, al levantarse, se sorprendió de tener todos los dientes en su sitio. A los dos días, tras la hinchazón, si se movía la nariz hacia los lados, los huesos sonaban como castañuelas. Podría haber explicado todo eso a la doctora y a Schwarzenegger, pero, en lugar de eso, les dio la respuesta que sabía que les iba a hacer gracia. “¿Que cómo me lo hice? Me caí de la cama; piensen lo que quieran”. Schwarzenegger se le acercó sonriendo. “Ahora, voy a examinarlo por fuera”, dijo. Le atrapó la nariz con sus dos manazas, apretó, y él notó un dolor agudo y el crujido del hueso al volver a su sitio. “¡Aaaayyyy!”, gimió. “Ya está: curado”, dijo Schwarzenegger. La doctora volvió a examinarlo y confirmó la cura. “Si le hubiese dicho lo que le iba a hacer, no se habría dejado”, se justificó Schwarzenegger. Luego se despidió diciendo: “Y no se olvide de dormir con casco de motorista.” Héroes.
[Cosas de la vida
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17 Agosto, 2008 12:18
Nuestro trato fue siempre espaciado y discreto. El hombre recordaba a todos los visitantes del edificio, y bastó con que yo volviera al cabo de seis meses a mi visita al oftalmólogo para que él, nada más verme, supiera que yo iba a ver al doctor Vélez, del Entresuelo Segunda, Escalera B. “Yo me acuerdo de todo y de todos”, dijo, más como sentencia que como explicación, cuando yo me maravillé de que recordara el motivo de mi visita. Otro día me preguntó en dónde trabajaba. Se lo dije. “Claro, tú tienes estudios”, dijo. “Mis hijas también tienen estudios.” Había conseguido, con esfuerzo, que sus tres hijas terminaran la universidad. “La mayor me hizo Historia, la otra, Biología, y la pequeña, Enfermería.” Había trabajado mucho, en la construcción. Luego, la espalda había dicho basta y se había tenido que apañar con aquel trabajo de portero. “Veinte años hará que estoy aquí. El lunes quince de abril de mil novecientos setenta y uno me dieron las llaves, y hasta el día de hoy.” Cada vez que lo veía, recordaba de qué habíamos hablado la última vez. Hasta que, una mañana, lo encontré, a deshoras, sentado en un banco del parque. “Hola”, saludé, y él me miró como se mira a un enigma. “”Perdona, chico, tengo problemas de memoria. Ah, claro, el paciente del doctor Vélez. Lo siento, me falla la cabeza, ¿sabes? El trabajo lo he tenido que dejar. Se me va la cabeza.” Esa fue la última vez que él me vio. En las siguientes, repito que son muy espaciadas, yo ya no lo saludaba, para evitarle apuros. Sabía que, dijera lo que le dijera, no iba a reconocerme. Tenía esa mirada de asombro de quien cada mañana tiene que aprenderse el mundo de nuevo, porque todas las cosas y todas las personas son nuevas. Se trata de una mirada similar a la de los bebés, solo que sin brillo. Para los bebés todo es nuevo, y lo miran todo con la avidez de quien tiene todo por descubrir. Para hombres como él, el mundo también es cada día nuevo, sólo que más extraño y confuso. De ahí, esa mirada opaca y de perplejidad. La memoria, ese prodigio luminoso que nos permite viajar en el tiempo, se les ha convertido en un limo oscuro y resbaladizo. Olvidan hasta para qué sirven las manos o las cucharas. En esa batalla anda ahora el hombre del que hablo. La última vez que lo vi, hizo algo insólito. “A éste, yo lo conozco”, le dijo, refiriéndose a mí, a la señora que lo llevaba del brazo. Luego señaló a otras personas, y continuó: “Y a éste, y a éste, y a ésa…” Era su forma ilusoria de librar un último pulso contra la desmemoria que le ha carcomido su vida y sus recuerdos.





