Aquel pabellón polideportivo era muy fácil de encontrar, pero, como a mí me gustan las cosas difíciles, me perdí tres o cuatro veces. Mientras tanto, mi hijo de siete años, que jugaba su primer partido de fútbol, no paraba de preguntar desde el asiento trasero del coche a qué hora era el partido y yo le contestaba que no se preocupara, que llegaríamos enseguida. “Enseguida” fue media hora tarde, y, en el vestuario, sus compañeritos esperaban ansiosos su llegada —no porque mi hijo sea muy diestro con el balón, como pude comprobar después, sino porque para jugar hacen falta cinco jugadores y él completaba el número—.  Por suerte, el retraso no tuvo consecuencias, ya que se jugaban varios partidos, y el encuentro anterior al suyo todavía estaba por acabar. Lo que sí que había era un imprevisto: el entrenador de nuestro equipo no se había presentado. “Pero no hay problema —se ofreció un padre—, yo haré de entrenador”. Siempre hay un padre entusiasta que se presta a hacer de entrenador. “A ver” —preguntó el padre-entrenador a mi hijo—: “¿Tú, de qué juegas?” Mi hijo se encogió de hombros. “Bueno: pues, tú, de delantero” —dijo el padre-entrenador. Luego, mientras yo le ayudaba a cambiarse, cogí a mi hijo por los hombros y le dije: “¡Qué bien! ¡Jugarás de delantero!” Él hizo un gesto de extrañeza y me preguntó. “¿Qué es eso?”  “Pues el que juega delante, el que mete los goles” —le dije—. Menos mal que tuvimos ese pequeño diálogo, porque eso me preparó para lo que vino después. Ignoro si el padre-entrenador le dio más instrucciones. Lo cierto es que él entendió muy bien lo de estar delante. Cada vez que su equipo sacaba de medio campo —y eso era con mucha frecuencia, pues les metieron muchos goles— el crío salía disparado, sin balón, hacía la portería contraria. Pero, como les quitaban la pelota enseguida, tenía que volver corriendo a defender. Lo que ocurría era que, cuando bajaba, lo hacía correteando al lado del contrario que llevaba el balón, aunque sin ningún amago de arrebatárselo. Era una especie de “acompañante-animador”. El primer partido del triangular lo perdieron siete a cero, y el padre-entrenador se justificó: “Es que eran un año más grandes que los nuestros. Pero, tranquilos, que el siguiente partido nos toca contra otros más pequeños”. El siguiente lo perdieron diez a cero. Aunque los segundos rivales también eran mayores, yo temía el gran trauma. Sin embargo, al volver en el coche, mi hijo se anticipó a cualquier intento de consuelo por mi parte. “Bueno, al menos nos han dado una medalla”, dijo. Luego, en casa, exhibió el trofeo. “¡Qué bien, te han dado una medalla! ¿Cómo ha ido?”, preguntó su madre. “Hemos quedado segundos. Dos veces. ¿Verdad, papi?”