Buenos días mi príncipe, dice la chica, y, como no tengo posibilidades de aclararle que no hace falta que me otorgue dicho tratamiento, debo referirme a ella como la princesa. La princesa me cuenta que se llama Mariya, que tiene veintisiete años y que vive en Samara, una ciudad de Rusia confortable y hermosa que le ha dado mucho en la vida. A continuación, sin más rodeos, dice en un español balbuciente pero inteligible que busca a un hombre bueno, para relaciones serias, y la posibilidad de un encuentro. Me pide que le cuente más sobre el lugar en el que vivo, dice que ha acabado estudios superiores de economía, que se defiende en inglés y que cree que no será difícil que nos comprendamos el uno al otro, aunque a veces necesita de un traductor. Ahora trabaja para una empresa como gerente de ventas, pero, a sus veintisiete años, se ha dado cuenta de que es tiempo de pensar en crear una familia. Sin embargo, no ha podido encontrar a la persona que le conviene. Por eso ha decidido buscar por internet al hombre con el que podría tener una relación seria. Desde la infancia ha sido educada como una persona honrada y honesta. Siempre ha mostrado respeto por los mayores y se ha preocupado por sus semejantes. Desde niña tomaba clases de coreografía, y por eso tiene un cuerpo hermoso, tal como puedo observar en la fotografía que me adjunta. Me pregunta si me preocupo por mi salud, y dice que estará muy contenta de poder ver mi aspecto en fotos. Ha trabajado con persistencia para regalarse una visita a mi país, del que sabe que es fuerte, libre, con una cultura desarrollada y muy buenas tradiciones. Desde hace mucho, su sueño es visitar mi país, pero lo que realmente quiere es encontrar a la persona adecuada. Y cree que nuestro encuentro será algo más que una simple coincidencia. Querría que le contase más sobre mí, y me dice que, si estoy interesado en conocerla, ella estará esperando mi respuesta. Me manda una foto, y se despide con un “Es mucho kisssssssssssss”, que yo entiendo como “Muchos muacsssssssss”. En la foto, la princesa tiene la cara redonda, la frente amplia, los ojos grandes y claros, los labios gordezuelos y sensuales y la cejas finas y depiladas. Su pelo es castaño claro, muy liso y cuidado, y por su aspecto en general, su maquillaje perfecto y su vestido oscuro, adornado con lentejuelas, se nota que se ha arreglado para la fotografía. La princesa es un bombón. Yo contemplo un rato su imagen, releo su mensaje varias veces y, finalmente, lo envío a la papelera como correo-basura. No quiero que se haga ilusiones.
[Cosas de la vida
]
10 Agosto, 2008 13:11
[Amores y desamores
]
03 Agosto, 2008 11:10
Esta vez fue una mirada. Hubo una mirada, y el cazador de historias creyó que allí había una historia, porque en aquella mirada estaba concentrado todo el odio del mundo. Se trataba de una mirada afilada, taladrante, pavorosa, que parecía estar a punto de matar, devastar, fulminar. Al descubrir esa mirada, al cazador de historias por poco se le escapa una sonrisa. Una mirada así solo la podía tener un asesino o un adolescente. En efecto, el propietario de la mirada era un adolescente —¿dieciséis, diecisiete?— y el objetivo de la mirada era una chica —¿diecinueve, veinte?— que estaba sentada en la terraza de un bar, acompañada de su amiga. La mirada disparó la historia, pero la historia había empezado momentos antes, cuando la chica, tras colgar el teléfono móvil, le había dicho a su amiga que fulanito no vendría. “¿Por qué no viene?”, le preguntó su amiga. “No sé, no me lo ha dicho”, dijo la chica. Pero, ahí lo teníamos, al dueño de la mirada, que había aparecido por la terraza montado en una bicicleta pequeña, de esas de hacer malabarismos. El chico había frenado y, sin decir nada, se había quedado mirando a la chica con aquella mirada terrible. La chica se había levantado y había intentado dialogar con el chico, pero, éste la había dejado con la palabra en la boca. Lo único que el cazador de historias pudo captar de ese diálogo es que el chico decía: “Ya está, se acabó, para siempre.” Luego, impulsó la bicicleta, de la que no se había desmontado en ningún momento, y desapareció. “Pero, ¿qué explicación te ha dado?”, preguntó la amiga a la chica, una vez que ésta se hubo sentado de nuevo. “Ninguna, que se acabó”, dijo, mientras se enjugaba una lágrima. Las dos chicas siguieron hablando en voz baja sobre las sinrazones del chico, y al cabo de un rato, el chico, el que había dicho que “nunca más”, volvió a aparecer con su bicicleta en el otro extremo de la terraza y volvió a lanzar esa mirada feroz a la chica. Ésta fue a su encuentro y continuaron hablando durante un rato. En ese momento, el cazador de historias estuvo tentado de decirle a la amiga de la chica: “Dile a tu amiga que ese chico es un inmaduro y un gilipollas, que lo mande a paseo.” Sin embargo, no lo hizo. Lo que hizo fue levantarse y pagar su consumición. Al marchar, pasó cerca de los dos chicos, a tiempo de oír que ella le preguntaba: “Pero, ¿por qué?” “Porque no me sale de la polla”, contestó él. Ahí, el cazador de historias decidió que no había historia que contar. Ningún contador de historias puede incluir una frase así. No le queda bien ni al protagonista, ni al antagonista; ni al héroe ni al villano. Y aquel chico, por no llegar, no llegaba ni a villanito. No era nada. Lo único que hubiera merecido era que el cazador de historias le hubiese dado un par de soplamocos y le hubiese dicho: “Anda, niñato, vete a tu casa, que estás molestando a esta chica y me estás jodiendo mi historia”. Si eso hubiese ocurrido, podríamos estar hablando de una historia con final feliz. Desafortunadamente, no fue así. Qué historia más tonta.
[Amores y desamores
]
27 Julio, 2008 10:30
Los dos eran divorciados. ¿Habían sido infelices en sus respectivos matrimonios? No, la infelicidad es un concepto muy abstracto. Digamos que la boda de cada uno de ellos se había producido después de un noviazgo sin entusiasmo, y que los dos casos habían desembocado en una rutina tensa que había acabado por ser insoportable. Se gustaban, era casi inevitable que se convirtieran en amantes. No se trataba de una segunda oportunidad. Simplemente, estaban a gusto juntos. Más que amarse, se hacían compañía. Y, como en tantas parejas, todo iba bien hasta que uno quiso saber demasiado sobre el otro. Un día, ella había asistido a una recepción en la que había coincidido con un antiguo novio. Después había querido hablar de ese amor malogrado.
— ¿Conoces a fulano? —le preguntó.
—Sí, claro que lo conozco.
—¿Sabes? Yo me tendría que haber casado con él.
Él sintió algo raro en el estómago, como un aviso de náusea, pero no dijo nada. Ella prosiguió:
—Estuve saliendo durante cinco años con él, y me tendría que haber casado con él, que es un hombre diez…
Él se sintió mareado. Lo de “hombre diez” —hombre perfecto— le pareció una cursilada, pero le afectaba terriblemente.
—Después me casé con quien me casé, y él se casó a su vez con una chica que debe de ser muy maja, porque él es increíble. ¿La conoces, a ella?
—Por supuesto que la conozco. Trabaja conmigo.
—¿Qué tal es?
—Muy maja, muy buena profesional y muy agradable.
—Debe de serlo, porque para que él se haya casado con ella tiene que ser especial.
—La vida está llena de coincidencias —dijo él, al rato—. Tú formas parte de una historia de mi vida y ni siquiera te la imaginas.
—¿De qué historia? Cuéntamela.
—No, no te la puedo contar.
Y no se la contó. ¿Cómo le iba a decir que ese hombre diez, ese que tendría que haberse casado con ella, era el que finalmente se había casado con la mujer de la que él estaba locamente enamorado. ¿Qué le iba a decir? ¿Sí, ese hombre se tenía que haber casado contigo y no con la mujer de mi vida? A partir de ese momento, todo cambió entre ellos. Él nunca le perdonó que no se hubiera casado con aquel hombre diez. Y fueron infelices —sí, infelices—, pero cada uno por su lado.
— ¿Conoces a fulano? —le preguntó.
—Sí, claro que lo conozco.
—¿Sabes? Yo me tendría que haber casado con él.
Él sintió algo raro en el estómago, como un aviso de náusea, pero no dijo nada. Ella prosiguió:
—Estuve saliendo durante cinco años con él, y me tendría que haber casado con él, que es un hombre diez…
Él se sintió mareado. Lo de “hombre diez” —hombre perfecto— le pareció una cursilada, pero le afectaba terriblemente.
—Después me casé con quien me casé, y él se casó a su vez con una chica que debe de ser muy maja, porque él es increíble. ¿La conoces, a ella?
—Por supuesto que la conozco. Trabaja conmigo.
—¿Qué tal es?
—Muy maja, muy buena profesional y muy agradable.
—Debe de serlo, porque para que él se haya casado con ella tiene que ser especial.
—La vida está llena de coincidencias —dijo él, al rato—. Tú formas parte de una historia de mi vida y ni siquiera te la imaginas.
—¿De qué historia? Cuéntamela.
—No, no te la puedo contar.
Y no se la contó. ¿Cómo le iba a decir que ese hombre diez, ese que tendría que haberse casado con ella, era el que finalmente se había casado con la mujer de la que él estaba locamente enamorado. ¿Qué le iba a decir? ¿Sí, ese hombre se tenía que haber casado contigo y no con la mujer de mi vida? A partir de ese momento, todo cambió entre ellos. Él nunca le perdonó que no se hubiera casado con aquel hombre diez. Y fueron infelices —sí, infelices—, pero cada uno por su lado.
[Familia Price
]
20 Julio, 2008 17:28
Poco antes de que una enfermedad incurable lo acabara de consumir, Tomás Aquilino Price mandó llamar al doctor Justo Tadeo Prieto, y le solicitó, en atención a su vieja amistad, que le realizara un último y definitivo análisis. De éste no esperaba ninguna novedad respecto a su dolencia, pero sí confiaba en que le resolviera una duda que lo había acompañado desde muchos años atrás. Se trataba de una inquietud recurrente a la que nunca se había atrevido a enfrentarse, pero que ahora, casi llegada la hora definitiva, lo atormentaba más que los dolores físicos. Tras escuchar, casi en confesión, el requerimiento de Tomás Aquilino, el doctor Prieto lo examinó, tomó las muestras pertinentes y abandonó la casa, no sin antes advertir a la esposa y a los hijos que todos los intentos por salvar la vida del paciente serían en vano. No obstante, él se daría la mayor prisa posible en volver con el resultado de las pruebas, puesto que el deceso se produciría en cuestión de días, quizás horas. Rogaba, por tanto, que se intensificaran los cuidados del enfermo, pues era muy importante para éste, y para él, como amigo y facultativo, que su última voluntad se cumpliese.
Cuando el doctor Justo Tadeo Prieto regresó, tres días más tarde, la expectación de la familia era indescriptible. ¿Qué tipo de análisis había solicitado el moribundo y por qué era tan importante para él? Sin embargo, esto era algo a lo que no parecían querer responder ni el paciente ni el médico, que se limitó a pedir que los dejaran solos. Ya en la intimidad, el doctor Prieto se limitó a recordarle a su amigo que había tenido una vida envidiable: una infancia feliz, una adolescencia plena —con algún sobresalto aislado, sin consecuencias— y una madurez próspera y tranquila, rodeado del amor de su mujer, de sus cinco hijos y de sus… ¿diecisiete? nietos.
—¿Entonces…? —preguntó Price.
—No —dijo el médico—.
Price expresó una sonrisa indefinible, extrechó la mano de su amigo y murió.
Más tarde, la curiosidad de la viuda se abrió paso entre el dolor.
—¿Qué quería saber? —preguntó.
—Si la coz que le dio el caballo cuando tenía quince años lo había dejado estéril.
—¿Y usted qué le ha dicho?
—Que no.
—Gracias —dijo la mujer.
Cuando el doctor Justo Tadeo Prieto regresó, tres días más tarde, la expectación de la familia era indescriptible. ¿Qué tipo de análisis había solicitado el moribundo y por qué era tan importante para él? Sin embargo, esto era algo a lo que no parecían querer responder ni el paciente ni el médico, que se limitó a pedir que los dejaran solos. Ya en la intimidad, el doctor Prieto se limitó a recordarle a su amigo que había tenido una vida envidiable: una infancia feliz, una adolescencia plena —con algún sobresalto aislado, sin consecuencias— y una madurez próspera y tranquila, rodeado del amor de su mujer, de sus cinco hijos y de sus… ¿diecisiete? nietos.
—¿Entonces…? —preguntó Price.
—No —dijo el médico—.
Price expresó una sonrisa indefinible, extrechó la mano de su amigo y murió.
Más tarde, la curiosidad de la viuda se abrió paso entre el dolor.
—¿Qué quería saber? —preguntó.
—Si la coz que le dio el caballo cuando tenía quince años lo había dejado estéril.
—¿Y usted qué le ha dicho?
—Que no.
—Gracias —dijo la mujer.
[General
]
13 Julio, 2008 12:35
Por primavera renacen las plantas y surgen los globos. Ahora que es verano ya estamos más acostumbrados a verlos, pero no por ello somos menos sensibles a la fascinación que nos producen. Los globos siempre van en pareja y muy juntitos, tan unidos que para distinguirlos hace falta fijarse en la línea que los divide. Cuanto más pronunciada es esa línea, más curiosidad suscitan, y aunque sabemos que se trata de una línea de recorrido corto y límite concreto, nos esforzamos por descubrir el punto de separación. Los globos, además de juntos, suelen ir acompasados. Si se desplazan, cada uno de ellos apunta a la misma dirección del otro; si suben, suben juntos; si bajan, lo hacen a la vez. Si se detienen, lo hacen simultáneamente. Hay globos de todos los tamaños y coloraciones, aunque, con el sol, suelen adquirir tonalidades acaneladas. Los globos raramente suelen mostrarse en su totalidad, de ahí el interés que despiertan. Asoman cuando uno menos se lo espera: por la calle, al otro extremo de un mostrador, en una cafetería, en la consulta del médico, en la cola del cine, en el supermercado, en un ascensor… Hay globos atrevidos, que aparecen de repente, se muestran sin más, con todo su poder de atracción, y se dan la vuelta dejándote con un palmo de narices, agradecido, eso sí, de haber podido constatar su existencia. Hay globos, en cambio, tímidos y recatados, que van por la vida como si no existieran. Descubrir estos últimos requiere altas cuotas de intuición, paciencia, observación, oficio y, por qué no decirlo, estrategia. Por lo general, lo primero que nota un detectador de globos es una especie de presentimiento, como un sexto sentido que lo pone en estado de alerta. Son sólo décimas de segundo, pero se percibe una voz interior que anuncia la presencia de los globos (ahí, ahí, mira ahí, parece decir la voz, y, si se obedece a la llamada, nunca falla: ahí están el par de globos, rotundos, evidentes, poderosos). Todos los globos se dan por parejas, pero en donde de verdad hay globos a pares es en las playas. Cada playa es como una isla del tesoro, con infinidad de globos, y cada cual puede establecer su propio recorrido en busca del tesoro mayor. Por eso, las playas están llenas de buscadores que trazan multitudes de trayectos inverosímiles con tal de aproximarse a sus objetivos. Identificar a estos individuos es muy simple, no sólo en las playas. Sigues su mirada y allá, en el horizonte, o junto a aquella roca, o tres toallas más acá, o ahí mismo, casi a tocar, no falla: siempre hay un par de globos.
[Cosas de la vida
]
06 Julio, 2008 11:24
Aquella chica era perfecta. Si yo hubiese querido ser otra persona —todos hemos pensado alguna vez en ser otra persona—, me habría gustado ser esa chica. Se la veía tan limpia, tan eficiente, tan diplomática, tan segura de sí misma, tan enérgica, tan puesta en su sitio, que yo, en el momento de elaborar el test para cubrir la vacante que había convocado la empresa, no estaba pensando en si me iban a contratar o no. Lo que quería era ser como esa chica, como la examinadora. Hiciera lo que hiciera, viviese donde viviese, llevase la vida que llevase. La chica nos había recibido a las otras aspirantes y a mí, y, en un tono cordial, pero no exento de autoridad, nos había explicado que la empresa estaba buscando una líder, una persona que tuviera las ideas claras, una mujer con iniciativa, de las que aporta soluciones, no problemas. Si hubiese dicho: “buscamos a alguien que sea como yo”, no me hubiese extrañado. Había repartido las hojas, nos había dado las instrucciones pertinentes y había atendido nuestras dudas con amabilidad. Mientras contestaba, yo —y supongo que algo parecido les pasaba a mis compañeras— no podía dejar de notar su superioridad sobre nosotras. Era evidente que sabía hacer su trabajo. Que, para ella, seleccionar a la mejor entre nosotras era una rutina en la que se sentía particularmente cómoda. “Después de rellenar las hojas, pueden bajar a la calle a tomar algo, si quieren”, nos había dicho. “En cuestión de una media hora, tendré el nombre de las tres seleccionadas para la entrevista con Dirección”. Así que fuimos entregando el examen y bajando a la cafetería en un orden que tenía que ver con las ilusiones de cada una. Primero bajaron las que lo dieron todo por perdido; luego fueron llegando las que veían alguna posibilidad y, finalmente, las que estaban convencidas de estar ante la oportunidad de su vida y quisieron agotar el tiempo del examen, revisando y comprobando las respuestas hasta el agotamiento. Yo fui una de las últimas. Cuando entregué mi ejercicio pude ver de cerca de la chica. ¿Cómo podía tener ese aspecto tan fresco, como recién salida de la ducha, con el calor que estaba haciendo? Su mirada era brillante, especial.
No habían pasado ni diez minutos desde que había bajado la última aspirante, cuando la chica se presentó en la cafetería. Estaba desconocida, pálida, demudada. “Es muy fuerte, esto es muy fuerte” , dijo. Nuestra curiosidad era indescriptible. “Me acaban de llamar por teléfono, me han dicho que la empresa ha quebrado, que cierra y que yo estoy en la calle. Me han despedido. No hace falta que esperéis nada.” Vaya, por una vez que un trabajo parecía venirme como anillo al dedo…, pensé. “¿Y ahora qué voy a hacer, qué va a ser de mí?”, repetía la chica. Nos fuimos retirando todas, poco a poco, sin saber qué decir.
No habían pasado ni diez minutos desde que había bajado la última aspirante, cuando la chica se presentó en la cafetería. Estaba desconocida, pálida, demudada. “Es muy fuerte, esto es muy fuerte” , dijo. Nuestra curiosidad era indescriptible. “Me acaban de llamar por teléfono, me han dicho que la empresa ha quebrado, que cierra y que yo estoy en la calle. Me han despedido. No hace falta que esperéis nada.” Vaya, por una vez que un trabajo parecía venirme como anillo al dedo…, pensé. “¿Y ahora qué voy a hacer, qué va a ser de mí?”, repetía la chica. Nos fuimos retirando todas, poco a poco, sin saber qué decir.
[Cosas de la vida
]
29 Junio, 2008 10:16
“Todos somos lo que somos y lo que los demás creen que somos”, dije. Y a ese primer trabalenguas, añadí otro: “Y a veces somos más lo que los demás creen que somos que lo que realmente somos…” Aunque no estaba seguro de que el tipo me entendiera —ni siquiera sabía si yo mismo me entendía—, proseguí: “Si alguien se llama Juan, pero nosotros creemos que se llama Pepe, para nosotros, ese Juan será Pepe, haga lo que haga y se ponga como se ponga.” “Es verdad”, dijo el tipo, que empezaba a entender por dónde iban los tiros. Hablábamos en mesas contiguas, en la terraza de un bar. “Y cuando nos enteramos de que se llama Juan y no Pepe, nos llevamos una especie de decepción…” “Claro”, dijo el tipo, mientras se limpiaba con la punta de la lengua un copo de espuma de cerveza que se le había adherido al bigote. “Cuando nos enteramos de que se llama Juan y no Pepe, en tono enfadado, como si la culpa fuera suya, decimos: Ah, pues yo creía que se llamaba Pepe…” Todo eso lo explicaba yo mientras intentaba recordar cómo se llamaba el tipo con el que conversaba. ¿José Ángel? ¿Pepe Luis? ¿Juan Ramón? “Incluso, a veces, vamos más allá: Ah, pues el nombre de Juan no te pega; te pega más Pepe.” ¡Qué situación más curiosa! Aquel tipo—cuyo nombre yo no acertaba a recordar en ese momento a pesar de conocerlo desde hacía años— debía de estar pasándolo mal porque tampoco recordaba mi nombre. Lo que posiblemente sí recordaba era que, en nuestros encuentros anteriores, al referirse a mí, había utilizado cinco nombres diferentes. Ahora, mientras charlábamos, cada uno de los dos debía de estar repasando el santoral en busca del nombre del otro. La diferencia era que él había pronunciado varias veces mi nombre en vano, mientras que yo siempre evitaba mencionar el suyo. ¿Cómo narices se llamaba aquel tipo? Por suerte, me vino una iluminación: “Oye, tienes que darme una tarjeta de visita, porque hace poco un amigo me preguntó si conocía a alguien de un concesionario…” Como un resorte, el tipo se sacó no una, sino tres tarjetas de visita: una de vendedor de coches, otra de asesor informático y otra con su dirección y teléfono particulares. Claro, Juan Miguel Price, recordé. “Gracias, Juan Miguel”, le dije. Y a continuación le apagué de golpe la lucecita que le había aparecido en la mirada. “Lo siento, yo no tengo tarjeta”, dije. “No pasa nada, Humberto”, contestó, y enseguida se dio cuenta de que había vuelto a meter la pata. En ocasiones diferentes me había llamado Genaro, Gerardo, Guillermo, Gonzalo, Gabriel y, finalmente, Humberto. “No te preocupes, puedes llamarme como quieras”, le dije. “Mientras no me llames ‘gilipollas’, que es como me llama mi mujer…”
[Cosas de la vida
]
22 Junio, 2008 07:56
El hombre entra resoplando al comedor. ¿Cuánto van?, pregunta a su hijo-asistente. Cero a cero, pero domina Alemania. Bueno. A ver qué hace Portugal, dice el hombre, ya sentado frente al televisor, con una cerveza en la mano. Pero, ¿qué es ese ruidito?, pregunta, al instante. Es el ordenador portátil, está entrando alguna llamada, contesta su hijo-asistente. Uhá, ¿quién será a estas horas?, pregunta el hombre, como si no supiera que el único que le llama por el ordenador es su hermano, que vive en Canadá. Hola, ¿qué tal?, contesta, mientras mira de reojo al televisor. Nada, que tenía un ratito y quería conversar, dice su hermano. Vaya. Juegan Portugal y Alemania, y su hermano, que hace meses que no le llama, tiene ahora un ratito para conversar. Ah, pues yo estaba viendo un partido de la Eurocopa, dice el hombre, por si su hermano, entiende la indirecta. ¿Por allá no se sigue la Eurocopa? No, yo lo que sigo es el golf, dice su hermano. El otro día, por cierto, Tiger Woods hizo cosas increíbles. Cómo te parece que el tipo, en un par cinco, cae en un bunker, y desde el bunker bla, bla, bla. ¡Dios mío! ¡Están jugando Portugal y Alemania…!, piensa el hombre. ¡… Un eagle en el hoyo ocho!, dice su hermano. ¡Mierda, ya han marcado! Han marcado el primer gol, y su hermano en el hoyo ocho. En ese momento suena el teléfono fijo. Una tal Juani, dice su hijo-asistente. Joder, joder, joder… ¿Qué querrá Juani a estas horas? Espera un momento, le dice el hombre a su hermano; tengo una llamada por el fijo. ¿Qué pasa, Juani? Te llamo porque me ha pasado una cosa increíble, dice Juani. Resulta que nos quieren cobrar el transporte escolar de mis hijos. ¿Queeeeeeeeé?, piensa el hombre. ¿Están jugando Portugal y Alemania y Juani me llama para contarme que le quieren cobrar el transporte escolar de sus hijos? ¡Gol! ¡Papi, ha vuelto a marcar Alemania!, grita el hijo-asistente. ¡Mierda!, piensa el hombre. Oye, Juani: perdona, es que estoy hablando con mi hermano de Canadá. Oye—le dice después a su hermano—: perdona, es que tengo una amiga con un problema; te llamo más tarde. ¡Uf! ¡Menos mal…! Ahora, ya puede llamar el Papa de Roma, que no me pongo. ¿Cuánto van? Gana Alemania por cero a dos. Bueno, a ver qué pasa. Coño, con tanta interrupción, se ha calentado la cerveza. El hombre va a la nevera a por otra, y en ese momento el hijo-asistente grita: ¡Gol de Portugal! Mierda, mierda, mierda… A ver si la segunda parte… Pero, no. Por ahí por el minuto 50, se empieza a oír una voz infantil que grita repetidamente: ¡Papel! En el minuto 55, el hombre, desde el comedor, pregunta: ¿Qué quieres? ¡Papeeel!, insiste el niño. Collons de niño. En el minuto 61, el hombre, en el lavabo, pregunta: ¿No te he dicho mil veces que lo primero que tienes que hacer al entrar en el lavabo es fijarte en si hay papel? En ese momento, su hijo- asistente grita desde el comedor: ¡Gol de Alemania! ¡Por favor, por favor, por favor…! Este partido ya acaba así, piensa el hombre. Pero en el minuto 86 llaman a la puerta unos Testigos de Jehová. Y en el minuto 87, mientras el hombre intenta desembarazarse de ellos, marca Portugal. Portugal, dos; Alemania, tres. No hay más goles. Mejor.
[Cosas de la vida
]
15 Junio, 2008 10:09
El hombre se levantó de la tumbona, caminó hasta la orilla y dejó que las olas le chapotearan suavemente en los pies. Luego fue metiéndose poco a poco en el agua, levantando las rodillas a medida que avanzaba. El agua estaba más fría de lo esperado. Cuando el nivel del líquido le llegó hasta la cintura fue subiendo los brazos, primero en cruz y luego en vertical, y siguió avanzando, a saltitos, hasta mojarse los sobacos. Se detuvo unos instantes, como para tomar aire, y se zambulló hacia delante, desapareciendo por unos instantes. Al salir, sólo se le veía la cabeza y, a veces, con el movimiento de las olas, parte de los hombros. Ahora parecía bracear, y su figura se había reducido a un punto que iba disminuyendo poco a poco en dirección a… ¿A qué dirección debía de ir? Visto desde uno de los farallones de la playa, el punto, su cabeza, era el vértice inferior de un rombo en cuyo vértice superior se veía un barco petrolero, allá a lo lejos, y en cuyos dos vértices laterales flotaban dos boyas de señalización, amarillas. El punto, su cabeza, parecía dirigirse en línea recta hacia el petrolero. Pero el petrolero estaba demasiado lejos, varias millas mar adentro. Bueno, había nadadores que cruzaban el Canal de la Mancha o el Estrecho de Gibraltar, o que hacían la travesía de Valencia hasta Mallorca. ¿Sería el punto uno de ellos? ¿Quién iba a saberlo, si no había nadie a pie de playa, salvo una acompañante del punto que, ajena a todo, dormitaba en otra tumbona? El punto, ahora, había modificado el trayecto y se desplazaba hacia una de las boyas. Ahora ya no se podía hablar de rombo, pues estaba claro que el objetivo del punto no era llegar hasta el petrolero. Ahora, lo que había era un triángulo rectángulo formado por el punto y las dos boyas. En este triángulo, el punto y la boya más cercana formaban el cateto más corto, y hacia ella se desplazaba el punto, que nadaba cada vez más lento. A medida que avanzaba, el cateto se iba acortando, hasta que, finalmente, el punto se agarró desesperadamente a la boya. El triángulo había desaparecido y ahora sólo quedaban dos líneas rectas posibles: una, más corta, pero absurda, desde una boya a la otra, y otra, más larga, desde la boya a la playa. El punto optó por ésta última. Vacilante, comenzó a trazarla. El oleaje ahora era un poco más intenso. Sólo un poco más, pero suficiente para que el punto, a medio camino, desapareciera. Luego, el único testigo del suceso, un profesor de matemáticas que contempló todo desde el farallón, intercambió impresiones con la mujer de la tumbona. “Voy a darme un chapuzón”, había dicho el punto. Fue a la hora de la siesta.
[Cosas de la vida
]
08 Junio, 2008 09:26
A las diez preguntas del examen final, el profesor solía añadir otra con la que él mismo se exponía a las aprobaciones, reprobaciones, críticas, alabanzas o iras de sus examinandos: “Escribe lo que más te ha gustado y lo que menos te ha gustado de esta asignatura”. Se trataba de un método que le permitía someter a juicio sus métodos didácticos, descubrir preferencias sorprendentes, captar simpatías o antipatías ocultas, alimentar su ego o confirmar que, como docente, él era poco menos que un desastre. Podría pensarse que una pregunta así no tiene sentido, pues los alumnos podrían sentirse coaccionados. “¿Esta respuesta puntúa, profe?” “No, no puntúa; pero al que me haga mucho la pelotilla le pondré un cero”. Las respuestas eran de todos los colores y aportaban informaciones útiles. Por ejemplo, alguna vez los alumnos habían coincidido en que lo que más les había gustado de la clase era el día en que el profesor le había hecho una broma a fulanito. “Ese día se habían reído mucho”. Y el profesor, que había olvidado la anécdota por completo, había sonreído al recordar el efecto que había producido aquel comentario gracioso sobre fulanito. En cambio, a fulanito lo que menos le había gustado de la clase era que el profesor no respetaba a los alumnos: “Un día me humillaste en clase y eso es lo que no me ha gustado”. Vaya. Pero eso había sido otro año. Ahora, el profesor tenía curiosidad por saber la opinión de aquel chico que no había hecho nada durante el curso: ni ejercicios, ni deberes, ni exámenes... Se trataba de un alumno que nunca aprobaba ni se interesaba por nada, que cuando asistía a clase parecía haberse “automedicado” —valga el eufemismo—, que en mitad de cualquier explicación podía ponerse a cantar y a dar palmas, a simular con la boca el bramido de una motocicleta o a hablar a gritos con alguien situado al otro extremo de la clase —costumbre, ésta última, no muy extraña en las aulas— y que la mayoría de las veces se dedicaba a dormitar o a dibujar garabatos en la libreta. Pues este alumno, que durante todo el curso había dado pruebas de una vida interior muy rica y de un pasotismo exterior absoluto hacia los conocimientos, y que por suerte para él y para todos ya había cumplido la edad de escolarización obligatoria y debía abandonar el instituto para aprender un oficio o incorporarse al mundo laboral, dejó en blanco las diez preguntas del examen y contestó a la undécima con una frase que dejó estupefacto al profesor: “Las clases han sido muy divertidas. Me gustaría estar un año más”.
[Niños
]
01 Junio, 2008 13:27
El viernes por la tarde, el pirata dijo a su servidor que necesitaba un vestido de pirata, una espada de pirata y un parche para el ojo. Como ya era bien entrada la tarde, el servidor le dijo al pirata que las tiendas de ropa de pirata ya estarían cerradas, así que era mejor esperar hasta el sábado. En ésas apareció la madre del pirata, buscó en los arcones de la ropa en desuso y encontró unos pantalones viejos del pirata, una camiseta a rayas horizontales del hermano del pirata y un cinturón de ella misma, la madre del pirata. Ninguna de estas prendas eran de pirata, pero la madre del pirata se las probó al pirata y, en conjunto, le quedaban que ni pintadas (de pirata). Los piratas suelen ser caprichosos e imprevisibles: a pesar de que sabía que aquellas no eran ropas de pirata, el pirata las dio por buenas, y convino en que ya sólo necesitaba una espada y un parche para el ojo. Así que, la mañana siguiente, temprano, lo primero que hizo fue despertar al servidor para que saliera en busca de las dos prendas. El servidor, a regañadientes, pues era sábado —y los sábados los servidores suelen levantarse más tarde—, se fue a recorrer la ciudad en busca del parche y de la espada. “Una espada pequeña”, había advertido el pirata, pues era bajito, y no era cuestión de que, al andar, la punta de la espada le arrastrara por el suelo. El servidor entró en varias tiendas, pero en todas ellas le dijeron que las armas de pirata ya no se llevaban —y menos en esa época del año—, así que comenzó a pensar que no conseguiría la espada. Y como no podía regresar de vacío —todo el mundo conoce el mal genio de los piratas— optó por ir comprando todo lo que podría gustar más al pirata que una espada pequeña: un alfanje, una cimitarra, un sable, una katana, un mandoble… Así, tendrá para escoger, pensaba el servidor, a quien no le importaba gastarse una fortuna con tal de no contrariar al pirata. A eso de las doce, el servidor llevaba dieciocho maravedís menos en la bolsa y un pequeño arsenal de armas largas. Pero, ni asomo del parche. ¡El parche! ¿Sabe usted en dónde puedo encontrar un parche de pirata?, preguntó en una tienda en la que acababa de comprar un florete. Como no sea en los chinos… ¡En los chinos, claro…! Era el sitio en el que la madre del pirata le había dicho que mirara. Afortunadamente, había bazares chinos por todas partes. En uno de ellos, el servidor encontró un equipamiento completo de pirata con espada pequeña, parche, garfio, puñal, pistola, pata de palo, pañuelo y anillo en forma de calavera, todo ello por dos maravedís. El servidor regresó a casa, entre contento y avergonzado. Pero, antes, como previsión ante las iras de la madre del pirata, se deshizo, arrojándolas en contenedores, de todas las armas que había comprado antes de entrar en el bazar.
[Familia Price
]
25 Mayo, 2008 11:43
La sala en la que ahora se reunía aquel grupo de hombres importantes era amplia y bien iluminada, pero desprovista de ventanas, y su único lugar de acceso era una puerta de vaivén cuyas hojas encajaban suave pero firmemente entre ellas, produciendo un efecto hermético. Esa mañana, al entrar por primera vez, Alterio José Price había pensado que, a pesar de la claridad, el lugar tenía el aspecto de una cripta. En cualquier caso, era un lugar propicio para la componenda, el secreto, la conspiración. Tanto el mobiliario como la decoración eran de una sobriedad extrema, sin concesiones a la comodidad, como si a las personas que se reunían allí no les interesara permanecer mucho tiempo. Ya a media mañana, tras haber recibido las instrucciones precisas, y mientras esperaba su turno de intervención, Alterio José pensaba en lo rápido que pasaba el tiempo. Hacía nada que era un chiquillo que corría empujando un aro por la calle, sin más preocupación que perseguir gatos y lagartijas, o huir de las iras de las chiquillas a las que había levantado la falda para verles las braguitas. Luego había venido la época larga y aburrida de los estudios, y otra, ésta borrosa, en la que había tenido que comenzar a trabajar para convertirse en un hombre de bien. ¿Y tú qué quieres ser?, solían preguntarle. ¿Y él qué sabía? A él no le llamaba la atención ser médico, ni abogado, ni arquitecto, ni militar, que por aquel entonces aún se llevaba. Él, lo que quería ser —un día lo supo— era aquel tipo que entra a una oficina y todos los demás se callan, porque son sus subalternos. Eso: eso era lo que quería: entrar a un sitio, y que los demás se callaran. Ese día, cuando empujó la puerta de vaivén para entrar a la sala en la que se reunían aquellos hombres, supo que el destino tiene formas muy caprichosas de conceder los sueños. En cuanto él hizo acto de presencia, fue como si una fuerza invisible centrifugara las palabras y las redujera a la nada. En medio del silencio más absoluto, Alterio José se dirigió a la cabecera de la mesa y, con gesto concentrado, se dispuso a oír lo que aquellos hombres tenían que decirle. Después, también rodeado de silencio, abandonó la sala, mientras a sus espaldas se intuía un rumor creciente. Luego, cuando reapareció, el deslizar de las ruedas del carrito sobre el parqué y el murmullo quedo de tazas y de cucharillas no hizo más que resaltar el mutismo en el que habían vuelto a caer los concurrentes. Alterio José terminó de repartir los cafés y cortados y se retiró, tan discreto como había entrado, dejando que aquellos señores influyentes siguieran hablando de sus asuntos.
[Amores y desamores
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18 Mayo, 2008 10:28
A las once menos cuarto de la mañana, el científico deja a un lado su cuaderno de anotaciones, guarda la estilográfica, cierra los ojos, respira hondo varias veces y piensa: “Ahora, el aire que respiro, la sangre que circula por mis venas y todas y cada una de las células de mi organismo se concentran en una sola energía que fluye vertiginosa hacia mi cabeza, se junta con mis pensamientos y forma un remolino luminoso que, impulsado desde los pliegues más recónditos de mi cerebro, sale disparado en tu busca.” El científico, con movimientos suaves y pautados, se levanta, se abrocha la bata y se dispone a abandonar su despacho, mientras piensa: “Ahora, ese halo invisible pero poderoso que se ha desprendido de mi mente se desplaza raudo por el edificio A, sale al jardín, cruza la valla, entra al edificio B, atraviesa rellanos, tabiques y puertas, entra a tu laboratorio, te ve inclinada ante el microscopio y te golpea en la sien como una descarga de rayos láser.” El científico sale del despacho, entra al ascensor y, mientras pulsa el botón de la planta baja, piensa: “Sí, soy yo, amor mío. ¿Por qué te sorprendes? Este deseo de tomar café que te acaba de asaltar es mi pensamiento, que ahora está dentro de ti. ¿Verdad que me escuchas? Bien. Pues, como me escuchas, ahora mismo vas a dejar lo que estás haciendo y vas a bajar a la cafetería. Yo estaré allí, en la terraza, desayunando y esperándote.” El científico llega hasta la cafetería, se sienta ante la mesa que le da más visibilidad sobre la entrada del edificio B, pide un café con leche y una ensaimada, y piensa: “Bueno: ahora mismo estás bajando por el ascensor. Sigues escuchándome, ¿verdad? Yo, alto y claro. Además de escucharte, casi puedo verte. ¿A que hoy traes el vestido pistacho que te resalta esas mechas de fuego que te han hecho? ¿No? ¿El marrón? Ese también te sienta estupendamente.” Al rato, mientras dobla y desdobla el sobre vacío del azucarillo y mira repetidamente el reloj, el científico ruega: “Ahora mismo vas a salir por esa puerta, te vas a dirigir directamente hasta esta mesa, me preguntarás si no me importa que te sientes a mi lado, me dirás que hace tiempo que querías conocerme, y descubriremos enseguida que estamos hechos el uno para el otro.” Después de un enésimo vistazo al reloj, el científico se levanta, paga la consumición y, tras dirigir una mirada desolada al edificio B, se introduce en el edificio A. Luego, en su despacho, se sienta, extrae la estilográfica y escribe el resultado del experimento, un resultado recurrente desde su época de colegial: “La telepatía sigue sin funcionar”.
[Familia Price
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11 Mayo, 2008 11:31
Bernardino Price Penagos era un escritor discreto al que en cierta ocasión le dio por consultar su propio nombre en un buscador de Internet, con la esperanza de que, al contrario de lo que ocurría en el inaccesible mundo real, su obra tuviese alguna presencia. Y, efectivamente, el asunto pintaba bien: allí, en el ilusorio mundo virtual, figuraba él, primero, con dos apariciones, luego, con cuatro, después, con ocho, con dieciséis y, finalmente, con treinta y dos. Y ahí se acabó la alegría. El buscador ya no volvió a dar más que aquellas treinta y dos referencias. Sin embargo, Bernardino no se rendía: casi a diario volvía a introducir su nombre en el buscador, y casi a diario se llevaba la misma decepción. Era como si una mano invisible hubiese puesto un palo en las ruedas de aquella prometedora progresión geométrica. Hasta que un día ocurrió el milagro: el motor de búsqueda arrojó el increíble resultado de cuatrocientas veintidós referencias. Preso de la excitación, Bernardino comenzó a examinarlas una a una, pero comprobó consternado que las nuevas aportaciones no se referían a él, el escritor Bernardino Price Penagos, sino a un narcotraficante de nombre y apellidos idénticos a los suyos que había sido detenido en México. Esta coincidencia lo mortificó doblemente: por una parte, cayó en la cuenta de que alguien que se llamaba igual que él era un delincuente; por otra, que, dentro de su mundillo, ese malhechor era más importante que él en el suyo: trescientas noventa menciones, frente a treinta y dos. Sin saber por qué, Bernardino comenzó a imaginar lo que pasaría si en lugar de ser él, el escritor Bernardino Price Penagos, fuese el delincuente Bernardino Price Penagos. O sea: él mismo, pero con una profesión diferente. Sin darse cuenta, comenzó a volverse escurridizo y reservado y en aplicar a su vida lo que se entiende como “pensamiento criminal”. Se aficionó a la novela negra y a las películas de gánsters, y en poco tiempo pensaba, vestía y actuaba como un mafioso. De hecho, comenzó a llevar una “vida secreta”. Él era el forajido Bernardino Price Penagos, evadido de la prisión central de Veracruz. Lo curioso es que, a miles de kilómetros de distancia, el reo Bernardino Price Penagos, que había%
[Familia Price
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04 Mayo, 2008 10:35
Fui a ver a Celedonio Price porque supuse que se encontraría mal, y, en efecto, el pobre, estaba avergonzado. “No sé cómo pude hacer el ridículo de esa manera”, me dijo, después de estrechar mi mano sin ningún entusiasmo. “¿Pues…?”, sondeé, como si no supiera nada. “¡Y tú eres el de la culpa…!” “¿Yo?”, le pregunté, asombrado. “Qué tengo que ver yo con…” “No nos engañemos; fuiste tú”, me interrumpió. “Haz lo que te pida el cuerpo”, ahuecó la voz; “haz lo que te pida el cuerpo”, repitió. Yo comprendí que era mejor dejarlo desahogarse. “¿Sabes tú lo que es que una mujer te tenga que levantar del suelo porque te ha dado por dar volteretas y hacer el pino en cuanto la ves venir hacia ti? ¿Tú sabes lo ridículo que es eso?” No pude evitar una sonrisa. “Lo ves?”, dijo. “¿A que hace gracia? Lo malo es que esas cosas siempre hacen gracia cuando les ocurren a los demás.” Yo me puse la palma de la mano sobre la boca. Celedonio continuó: “Y lo peor de todo es que estuve a punto de conseguirlo, ¿sabes? La idea del señorito —Celedonio me miró directamente a los ojos— estuvo a punto de salir bien. Al fin y al cabo, el pino es una cuestión de fuerza de brazos y equilibrio, y la voltereta es una cuestión de fuerza de piernas, impulso, fuerza de brazos y coordinación…” “Pues, ¿qué te falló?”, pregunté, todavía con la mano en la boca. “¿Que qué me falló? ¿Y tú me lo preguntas? ¿Que qué me falló? Me falló la duda que me indujiste en el último momento; eso me falló; mejor dicho, me sobró: ¿Puede un hombre de casi sesenta años, que no lo haya hecho nunca, dar volteretas y hacer el pino, así, sin más, porque se lo pide el cuerpo? ¿Verdad que no? “Podría haber sido que sí”, le dije. “Podría haber sido que sí, pero al señorito escritor se le antojó que no”, dijo. “Vamos a ver”, le dije: ¿de verdad piensas que alguien se hubiera tragado que lo de las volteretas y el pino te iba a salir bien?” “Pues, no”, reconoció. “Pues, ¿entonces?” “Pues, entonces, haber empezado por algo más sencillo: si a un tipo de sesenta años se le alegra el cuerpo cuando ve a una amiga por la calle, no se le ocurre algo tan inverosímil como hacer el pino o dar volteretas; como mucho, se pone a bailar los pajaritos de María Jesús y su acordeón, o, si me apuras, hace el crusaíto, el Michael Jackson y el Robocop, ahora que están de moda.” “De acuerdo”, le dije, “pero, esa mujer…” “¡Ah, esa mujer…!”, suspiró Celedonio, dando a entender que aquella mujer se merecía todos los amores, ridículos o no. “¿Sabes lo único que me consuela de toda esta patraña absurda?”, preguntó, al cabo de un rato. “¿Qué?”, inquirí. “Que todo el mundo piensa que Celedonio eres tú.”





