[Familia Price
]
25 Enero, 2009 11:33
Quizás alguien recuerde mi Teoría del Lugar Equivocado, esa que dice que todos estamos en el lugar equivocado porque siempre sabemos lo que haríamos si fuéramos otras personas, pero nunca sabemos cómo actuar cuando se trata de nosotros mismos. Por eso, a mí, que nunca estoy seguro de nada, a veces me salen interlocutores que tienen claro de qué tengo que escribir. El otro día, Eleuterio Price me contó algo que le había ocurrido, “una historia como las tuyas, para que la escribas”, me dijo. Según Eleuterio, el sábado anterior había ido de compras y estaba merendando, en compañía de sus hijas, en una mesa de una cafetería de un centro comercial, cuando una señora mayor que estaba sentada ante la barra había levantado la mano saludándolo. En un principio, Eleuterio, que no conocía de nada a la señora, había pensado que ésta se equivocaba, pero ella había repetido el gesto varias veces, tantas, que él se había visto obligado a corresponderle el saludo, como si la conociera de toda la vida. Al cabo de un rato, la mujer había desaparecido, y él se había olvidado de ella, pero, al ir a pagar, el camarero le había dicho que la señora le había dicho que su consumición ya la pagaría su yerno, que estaba en aquella mesa. Lo malo, según Eleuterio, es que, para evitar un escándalo delante de sus hijas, había preferido pagar. ¿Qué? ¿Eleuterio Price Puigpelat pagando así como así la consumición de la señora? La historia me parecía increíble, y así se lo manifesté. “No, pero es que ahí no acabó la cosa…”, me interrumpió. Resulta que Eleuterio, después de merendar, había entrado al supermercado y, mientras realizaba la compra… ¿a quién se había encontrado? Pues a la señora, que también estaba comprando. Bueno, comprando era un decir: estaba cogiendo artículos y escondiéndolos en el bolso. Eleuterio, lleno de indignación, se había ido hacia ella y la había interpelado: “¿Ya está bien, no? Mucha cara es lo que tenemos…” Pero, la mujer, en lugar de sentirse intimidada, había comenzado a levantar la voz, como si él la estuviera acosando. Eleuterio, sabiendo que él tenía la razón, hizo llamar al guardia de seguridad y le dijo que le abriera el bolso a la señora. “¿Y a que no sabes lo que tenía en el bolso?”, me preguntó Eleuterio. “¡Yo qué sé!”, le dije. “Nada; una mata de pelo.” “¿Una mata de pelo?” “Sí: el pelo que te estoy tomando yo ahora”, dijo. Había picado como un tonto, pero intenté guardar el tipo: “Sabía que era un chiste”, le dije. “Un tipo tan rácano como tú, pagando una consumición ajena…” “Pero, ¿a que es una historia como algunas de las tuyas?”, dijo. “Sí”, reconocí, “pero a mí no me gusta utilizar chistes conocidos en mis culebrones. “¿Sabes lo que haría en tu lugar?”, preguntó. “¿Qué?” “Guardarme la historia, por si un día no tienes de qué escribir.” Le di la razón.





