Mientras deambulaba como un sonámbulo desde su habitación hasta la cocina, el hombre pensaba que su hijo no era sólo su hijo, que su hijo era dos, tres, cuatro o quién sabe cuántos más niños en uno solo. Que él recordara, el primer niño que había sido su hijo era el de antes de nacer, el que se había instalado en su cabeza nada más saber que su esposa estaba embarazada: el hijo imaginado antes del parto. Aquel hijo imaginado podía ser cualquier cosa: varón o hembra, regordete o escuchimizado, cabezón, o no, narigudo, moreno, rubio, inteligente o cortito —qué se podía esperar de un padre como él—, futuro presidente del gobierno, médico, cantautor, mecánico… ¡Uf! Menudo niño. Luego, nació el de verdad —ése que tenía todos los deditos en su sitio, comía cada tres horas y se hacía caca en los pañales—, pero el niño imaginado no había desaparecido, sino que se había multiplicado. Por ejemplo: mientras el niño de verdad iba a la guardería, al imaginado —el que seguía metido en la cabeza del hombre, pero ya tenía cara y los mismos ojos que el abuelo— le ocurrían todos los males. Unas veces se caía de la sillita, otras, se escapaba por una ventana y salía a la calle, otras, se colaba en la cocina y encendía la estufa… ¿Un bebé? Sí, un bebé, nadie sabe lo peligroso que es dejar solo a un niño imaginado. Más tarde, cuando el niño real iba al colegio, al imaginado también le pasaba de todo: se perdía en las excursiones, se caía de los árboles, se hacía daño con los lápices… Por suerte, el niño real siempre regresaba a casa sin novedades. De la mezcla entre el niño real y el niño imaginado había salido un tercer niño que sólo aparecía en sueños. Este niño era el más raro de todos, pues era idéntico al real, pero podía adoptar cualquier forma. En un sueño, el niño se convertía en gato, en pez, en oso de peluche... Eran sueños muy reales, en los que al niño siempre le acechaban desgracias y al hombre le dejaban mal cuerpo. Pero aquella noche, el niño de los sueños no se había transformado: era como el real, solamente que lloriqueaba porque se le había roto un muñeco, y no había nada que molestara tanto al hombre como oír lloriquear a su hijo. “¡Deja ya de lloriquear como un tonto!”, le decía en el sueño, y le daba cachetes en las mejillas. Sin fuerza, nada más para que sintiera la mano. El niño del sueño no paraba de lloriquear y él no sabía qué hacer para que callara, hasta que el niño gritó: “¡Agua!” “¿Qué?”, preguntó él. “¡Agua!” Ahí, el niño del sueño se desvaneció y él supo que el que pedía agua era el niño real, desde su cuarto. El hombre se había levantado, había ido a la cocina, y ahora entraba a la habitación del niño con el vaso de agua. “Toma el agua”, le dijo, aún adormilado. “No. Agua, aquí”, dijo el niño, enseñando la sábana. “¿Qué? Eso no es agua: son orines”, dijo el hombre. Y pensó que entre todos aquellos niños iban a acabar con él.
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18 Enero, 2009 10:36
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11 Enero, 2009 10:36
Aquel pabellón polideportivo era muy fácil de encontrar, pero, como a mí me gustan las cosas difíciles, me perdí tres o cuatro veces. Mientras tanto, mi hijo de siete años, que jugaba su primer partido de fútbol, no paraba de preguntar desde el asiento trasero del coche a qué hora era el partido y yo le contestaba que no se preocupara, que llegaríamos enseguida. “Enseguida” fue media hora tarde, y, en el vestuario, sus compañeritos esperaban ansiosos su llegada —no porque mi hijo sea muy diestro con el balón, como pude comprobar después, sino porque para jugar hacen falta cinco jugadores y él completaba el número—. Por suerte, el retraso no tuvo consecuencias, ya que se jugaban varios partidos, y el encuentro anterior al suyo todavía estaba por acabar. Lo que sí que había era un imprevisto: el entrenador de nuestro equipo no se había presentado. “Pero no hay problema —se ofreció un padre—, yo haré de entrenador”. Siempre hay un padre entusiasta que se presta a hacer de entrenador. “A ver” —preguntó el padre-entrenador a mi hijo—: “¿Tú, de qué juegas?” Mi hijo se encogió de hombros. “Bueno: pues, tú, de delantero” —dijo el padre-entrenador. Luego, mientras yo le ayudaba a cambiarse, cogí a mi hijo por los hombros y le dije: “¡Qué bien! ¡Jugarás de delantero!” Él hizo un gesto de extrañeza y me preguntó. “¿Qué es eso?” “Pues el que juega delante, el que mete los goles” —le dije—. Menos mal que tuvimos ese pequeño diálogo, porque eso me preparó para lo que vino después. Ignoro si el padre-entrenador le dio más instrucciones. Lo cierto es que él entendió muy bien lo de estar delante. Cada vez que su equipo sacaba de medio campo —y eso era con mucha frecuencia, pues les metieron muchos goles— el crío salía disparado, sin balón, hacía la portería contraria. Pero, como les quitaban la pelota enseguida, tenía que volver corriendo a defender. Lo que ocurría era que, cuando bajaba, lo hacía correteando al lado del contrario que llevaba el balón, aunque sin ningún amago de arrebatárselo. Era una especie de “acompañante-animador”. El primer partido del triangular lo perdieron siete a cero, y el padre-entrenador se justificó: “Es que eran un año más grandes que los nuestros. Pero, tranquilos, que el siguiente partido nos toca contra otros más pequeños”. El siguiente lo perdieron diez a cero. Aunque los segundos rivales también eran mayores, yo temía el gran trauma. Sin embargo, al volver en el coche, mi hijo se anticipó a cualquier intento de consuelo por mi parte. “Bueno, al menos nos han dado una medalla”, dijo. Luego, en casa, exhibió el trofeo. “¡Qué bien, te han dado una medalla! ¿Cómo ha ido?”, preguntó su madre. “Hemos quedado segundos. Dos veces. ¿Verdad, papi?”
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01 Junio, 2008 13:27
El viernes por la tarde, el pirata dijo a su servidor que necesitaba un vestido de pirata, una espada de pirata y un parche para el ojo. Como ya era bien entrada la tarde, el servidor le dijo al pirata que las tiendas de ropa de pirata ya estarían cerradas, así que era mejor esperar hasta el sábado. En ésas apareció la madre del pirata, buscó en los arcones de la ropa en desuso y encontró unos pantalones viejos del pirata, una camiseta a rayas horizontales del hermano del pirata y un cinturón de ella misma, la madre del pirata. Ninguna de estas prendas eran de pirata, pero la madre del pirata se las probó al pirata y, en conjunto, le quedaban que ni pintadas (de pirata). Los piratas suelen ser caprichosos e imprevisibles: a pesar de que sabía que aquellas no eran ropas de pirata, el pirata las dio por buenas, y convino en que ya sólo necesitaba una espada y un parche para el ojo. Así que, la mañana siguiente, temprano, lo primero que hizo fue despertar al servidor para que saliera en busca de las dos prendas. El servidor, a regañadientes, pues era sábado —y los sábados los servidores suelen levantarse más tarde—, se fue a recorrer la ciudad en busca del parche y de la espada. “Una espada pequeña”, había advertido el pirata, pues era bajito, y no era cuestión de que, al andar, la punta de la espada le arrastrara por el suelo. El servidor entró en varias tiendas, pero en todas ellas le dijeron que las armas de pirata ya no se llevaban —y menos en esa época del año—, así que comenzó a pensar que no conseguiría la espada. Y como no podía regresar de vacío —todo el mundo conoce el mal genio de los piratas— optó por ir comprando todo lo que podría gustar más al pirata que una espada pequeña: un alfanje, una cimitarra, un sable, una katana, un mandoble… Así, tendrá para escoger, pensaba el servidor, a quien no le importaba gastarse una fortuna con tal de no contrariar al pirata. A eso de las doce, el servidor llevaba dieciocho maravedís menos en la bolsa y un pequeño arsenal de armas largas. Pero, ni asomo del parche. ¡El parche! ¿Sabe usted en dónde puedo encontrar un parche de pirata?, preguntó en una tienda en la que acababa de comprar un florete. Como no sea en los chinos… ¡En los chinos, claro…! Era el sitio en el que la madre del pirata le había dicho que mirara. Afortunadamente, había bazares chinos por todas partes. En uno de ellos, el servidor encontró un equipamiento completo de pirata con espada pequeña, parche, garfio, puñal, pistola, pata de palo, pañuelo y anillo en forma de calavera, todo ello por dos maravedís. El servidor regresó a casa, entre contento y avergonzado. Pero, antes, como previsión ante las iras de la madre del pirata, se deshizo, arrojándolas en contenedores, de todas las armas que había comprado antes de entrar en el bazar.
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06 Abril, 2008 10:14
Aquella parecía una historia con final feliz. Sin embargo, aunque hubiera sido fácil preverlo, nadie adivinó la reacción que se produciría en el vecindario. Primero fueron sólo indicios vagos: miradas de refilón, sonrisas disimuladas, comentarios a media voz, indirectas, risas sardónicas… Todo eso ocurría cuando el anciano y el niño salían a pasear por las calles del pueblo, o iban al mercado, o se internaban en el bosque en busca de leña. Quizás, si no se les hubiese visto tan contentos de tenerse el uno al otro, tan desentendidos del resto del mundo, tan satisfechos de la vida, los rumores no se hubiesen extendido tan pronto, o hubiesen sido menos crueles. Pero no hay nada que suscite más envidias que la felicidad de los humildes. Meses atrás, el anciano había abandonado el pueblo sin dar explicaciones. Incluso, dada su edad, se llegó a pensar que había muerto despeñado en algún barranco inaccesible del bosque, o fallecido de fatiga en algún camino intransitado, o sido presa de los salteadores. En cualquier caso, el viejo habría sido víctima de una obsesión febril: en los últimos tiempos, le había dado por afirmar que su hijo se había marchado de casa, que posiblemente estaría en peligro y que él debía salir en su busca. Todo el pueblo sabía que él nunca había tenido hijos, así que nadie se lo había tomado en serio, hasta que desapareció. Bueno, la verdad fue que, cuando desapareció, casi nadie notó su ausencia, y, cuando volvió a aparecer, casi nadie hubiese notado su presencia si no hubiese regresado con el niño. “¡Eh, el viejo carpintero tiene un amiguito!” “¿Así que este era tu hijo? Pues, no se te parece…!” “¿No es un poco joven para ti? O tú un poco viejo para él?” Esto fue después, cuando de las sonrisas malintencionadas se pasó a los sarcasmos. Ahora, ya casi no podían salir de casa sin que un corro de chiquillos los siguiera a todas partes y les lloviera de vez en cuando alguna piedra, una boñiga de animal o una fruta podrida. “¡Viejo!” “¡Degenerado!” “¿De dónde has sacado al chaval?” “¿Qué has hecho con sus padres?” La historia, que ya no podía tener un final feliz, tomó un cariz todavía más amargo el día en que se presentaron los carabineros y arrestaron al anciano. Éste, ante el juez, contó una versión increíble: un día, en el bosque, había encontrado un tronco muy especial que había llevado a su taller y había convertido en marioneta. Luego, esa marioneta había cobrado vida y… ¿Para qué seguir? Ningún jurado iba a tomarse en serio una patraña tan complicada.
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10 Febrero, 2008 10:11
La pesadilla comenzó con una frase entusiasta: “Mira, cariño: mira lo que te ha enviado la tía Fernanda.” La tía Fernanda era la tía-abuela del niño, que le había mandado una felicitación de cumpleaños. La felicitación, en forma de tarjeta postal, parecía una postal normal, plegada en dos, con la imagen de un perrito esquiando; pero, en cuanto la abrías, de allí salían las notas del Canto a la alegría de Beethoven, interpretadas mediante ladridos. “¿Ves, cariño? ¡Es una postal mágica!” Guau-guau-guau-guau-guau-guau-guau-guau-guau-guau-guau-guaaaaguagau. “Y es de la tía Fernanda. ¿Ves lo que pone aquí? ‘Desde estas tierras altoaragonesas, te deseo que pases un feliz día de cumpleaños’. ” Dos años cumplía ese día el angelito, al que la alegría convirtió pronto en diablillo. A partir de entonces, en ese piso no hubo rincón en el que se pudiera estar en paz. En el momento más inesperado o inoportuno, cuando se estaba disfrutando de unos instantes de silencio, o cuando el protagonista de la película estaba a punto de pronunciar la frase que daba sentido a toda la trama, aparecía, como de la nada, el enano, con su canto a la alegría perruno, y acababa con todo. Y cuando no era él en acción, la postal aparecía en los sitios más insospechados, como un peligro latente. “Recuerda que puedo sonar en cualquier momento…” Al poco tiempo, el padre del niño odiaba a los perros, odiaba a Beethoven, odiaba a la tía Fernanda y sus tierras altoaragonesas, odiaba a los japoneses —era una postal ‘made in Japan’— y odiaba a… Cuando se dio cuenta de que empezaba a odiar a su hijo, el padre supo que tenía que hacer algo. Hacía días que sabía que la clave de todo estaba en el chip musical incrustado en la cartulina. Si él pudiera desactivar ese chip… Una mañana, preso de un arrebato irresistible, abrió la postal, arrancó el chip con los dedos y lo tiró por la galería. Luego, para su estupor, comprobó dos cosas: una, que el chip había caído en el patio de luces de los vecinos inaccesibles. Otra, que ahora sonaba permanentemente. Era el mismo sonido estridente de siempre, sólo que atenuado por la distancia. Pasaron algunos días y, su mujer, desde la cocina, oía unos ruiditos extraños. “¿No oyes como unos ruiditos extraños?” “Yo, no.” Nunca le confesó que sí que oía ruiditos, y que para él no eran extraños. Tampoco le dijo que, desde ese día, cuando escribe, desde su estudio, que también da al patio de luces de los vecinos inaccesibles, oye una música inconfundible. Por si alguien no la conoce, puedo describir esa música como si la estuviera escuchando en este momento: “Guau-guau-guau-guau-guau-guau-guau-guau-guau-guau-guau-guaaaaguagau.”
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13 Enero, 2008 10:47
Para convertirse en superhéroe, aquel niño necesitó varias semanas de preparación y cuatro días de actuaciones intensas. Al principio, el problema era el traje. Como todavía no era superhéroe, tuvo que pedir prestado un conjunto del que finalmente sólo le servían los pantalones, aunque estos le sentaban muy holgados. La parte de arriba hubo que comprarla, y, como él todavía no era superhéroe y además estaba en etapa de crecimiento, sus padres se decidieron por un anorak que al final resultó igual de grande que el prestado, el que habían descartado por grande. Completaban la vestimenta unas botas impermeables de caña alta y suela gruesa, doblemente grandes, en previsión del desarrollo futuro del pie y de que deberían ser usadas con calcetines gruesos de lana, adecuados para fríos extremos. También llevaba unos guantes cuyo color no combinaba ni con los pantalones ni con el anorak, y unas gafas solares de marco verde y cristales amarillo chillón. Vestido así, el todavía no superhéroe no tenía aspecto de superhéroe, pero sí ya una pinta extraña, como la de un astronauta psicodélico al que hubieran achaparrado en una prensa de compactación. Esta fue la apariencia con la que afrontó su primera misión, que consistía en sobrevivir a una semana iniciática de esquí escolar en Candanchú. Sería fatigoso detallar los pormenores de la experiencia. Baste decir que, desde el primer día, el niño ya dio muestras de sus poderes. El principal de ellos fue el de la ubicuidad: testigos que lo vieron a la misma hora en sitios diferentes afirman que, a la hora de calzarse los esquís, el superhéroe comenzó a deslizarse de espaldas cuesta abajo y a agitar los brazos como si quisiera volar —lo cual a alguien le recordó a Batman—; otros, que observaban cómo bajaba a velocidad involuntariamente inadecuada, lo vieron desaparecer por la cubierta de un terraplén y aterrizar de cabeza cuatro metros más abajo —lo cual a alguien le recordó los vuelos de la Antorcha Humana—; otros consiguieron apartarse mientras algunos eran arrollados cuando él bajó como una exhalación y sólo se detuvo al chocar contra el muro de la cafetería —lo que a unos les recordaba a La Masa y a otros al Hombre Bala; y otros, en fin, pensaban en Spiderman al ver las posturas tan inverosímiles que adoptaba cada vez que se caía. A raíz de los numerosos comentarios, lo que tuvieron claro sus padres al ir a recogerlo tras la excursión era que habían mandado a Candanchú a un hijo y les había regresado un superhéroe. La única duda era: ¿Cuál de ellos?
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01 Julio, 2007 12:28
Durante la noche, se había levantado a hacer pis, había tropezado con una manta caída, y había ido a dar de morros contra los barrotes de la litera. Esa había sido la primera vez que había oído hablar del ratoncito Pérez. Un poquito más y habría tenido que venir el ratoncito Pérez antes de tiempo, había dicho su padre, y había vaticinado que la tontería —las quejas de que le dolía el diente— se le pasarían en cuanto se le pasara el susto. En efecto: al cabo de tres días, el diente —el trozo de diente que le había quedado— ya no le dolía, y lo que importaba era que se cayera rápido para que viniera el ratoncito Pérez a dejar su regalo. Pero el trozo tardaba en caerse y él comenzó a quejarse de que le hacía daño al cepillarse. Había que acudir al dentista. Los dentistas eran muy amigos del ratoncito Pérez y, con suerte, había que sacar el diente, y así podía venir el ratoncito Pérez. Pero la dentista no estaba por la labor. Había una pequeña fisura, pero no era necesario extraer la pieza, con un empaste bastaba. El ratoncito tendría que esperar. Lo que iban a llegar ahora eran unas como hormiguitas que él sentiría en la boca. Le iba a hacer un agujerito en el diente y le iba a colocar una como plastilina dentro, ¿veía? Él lo que veía era la aguja de una jeringa con la que lo iban a pinchar. Y para hacerle el agujerito y colocarle la plastilina —¿veía cómo no era nada?— lo tuvieron que sujetar entre cuatro auxiliares. Todas ellas se turnaban para decirle que, si seguía portándose tan mal, ya no iba a venir el ratoncito Pérez. Ese día, salió del consultorio con la boca hecha un hormiguero y un empaste provisional que ya no pudo ser definitivo porque en la siguiente fecha de consulta, ni en la otra, ni en la otra, no hubo poder humano, ni divino, ni ratón, ni dentista, ni asistentes, ni padres, ni segurata que consiguiera que, una vez puesto en el potro de tortura, abriera la boca. Lo consiguió, dos meses después, ese instinto de supervivencia que hasta los niños de cinco años llevan dentro. Un flemón en la encía por el que hubo que administrarle antibióticos lo obligó a volver a pasar por el sillón de las ejecuciones. Para entonces, su padre ya había perfeccionado la estrategia: mientras su madre, la dentista y cuatro forzudas inmovilizaban al niño, él impedía con los dedos que el niño cerrara la boca. La dentista fue especialmente hábil. En un visto y no visto, metió las tenazas y las sacó con el diente. Después, también fue muy persuasiva para que el niño escupiera el trozo de dedo de su padre. Esa noche, lo difícil fue convencer al ratoncito de que viniera, porque estaba muy enfadado con el niño.
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22 Abril, 2007 11:23
El tiempo parecía haberse vuelto loco: casi finales de abril, y el dragón no sabía si dormir abrigado o no. Para colmo, la comida escaseaba: las doncellas que le daban en ofrenda eran pocas y dejaban mucho que desear. Sin ir más lejos, la del día anterior debía de estar ya caducada o en mal estado, pues él había pasado la noche con dolor de estómago y unos eructos terribles cuyos efectos se podían ver en la vegetación carbonizada que rodeaba la cabecera de su cama. Además, puede que la misma indigestión fuese la causa de aquel extraño sueño: él asomaba la cabeza al exterior de la cueva y se encontraba con un desfile de caballeros armados para el combate que venían en su busca. Ésta, por supuesto, no era ninguna novedad. La diferencia era que cada uno de esos caballeros venía acompañado de una doncella hermosísima. Esas sí que son doncellas, no las que me suelen traer últimamente, había pensado en el sueño. Pero, ¿a qué venían esos locos? Si parecía que… Más que a un combate, aquellos caballeros y sus damas parecían venir a… ¡Una boda colectiva! ¿Qué estaba ocurriendo allí? La respuesta se la dio una de esas voces que, sin saberse cómo, suelen salir en los sueños: No, no se trataba de una boda colectiva. Tras muchos años, y cansado de atemorizar a la población, de matar guerreros y de alimentarse de doncellas, él, por fin había encontrado su sitio en el mundo: ahora era un empresario que se dedicaba a expedir certificados de combate. A cambio de una doncella, cada caballero salía de allí con un certificado mediante el cual el dragón daba fe de que había sido vencido por el Caballero NN, con domicilio en la calle Tal de la ciudad Cual. Los certificados se habían popularizado tanto que ya cotizaban a la baja, pero, de todas maneras, la abundancia de ilusos con ganas de ostentación garantizaban al dragón un buen pasar para el resto de sus días. Pero, ¿y las doncellas? Oh, las doncellas —la voz rió socarrona—. Con las doncellas no había problema. El dragón ya era viejo y comía como un pajarito. La comida nunca faltaba y, además, las doncellas —el harén más grande y hermoso que había conocido la historia— se habían confabulado y habían conseguido que él se volviera vegetariano. Así: ¿todos eran felices? Pues, claro. Al dragón, sin saber por qué, ese sueño lo acabó de poner de mal cuerpo. Cuando despertó, aún adormilado, se asomó a la entrada de la cueva. Y, ¿por qué no?, pensó. Pero no vio ningún desfile de caballeros ni de doncellas. Tampoco vio venir el golpe que acabó con sus tontos sueños de dragón.





