[Navidad ] 28 Diciembre, 2008 11:44
La noche anterior al Día de los Inocentes, el Espíritu de Navidad hizo soñar a aquel hombre con unos aviones de guerra que sobrevolaban un país lejano. El soñador pilotaba uno de esos aviones, comandaba la base de tierra y al mismo tiempo coordinaba el ataque desde un puesto de mando situado a miles de kilómetros de distancia. Era como ser uno y tres a la vez, pero esto no le pareció extraño al soñador, que en otras ocasiones había soñado que era Dios. La escuadra de aviones volaba tan bajo que el soñador podía distinguir entre la vegetación a pastores de cabras, a mujeres que iban a buscar agua al río y a grupos de niños que correteaban y jugaban al escondite. Algunos hombres labraban la tierra, sembraban o recogían la cosecha, y ante las puertas de las casas de los poblados los ancianos se dedicaban a ver pasar la vida. Sin embargo, el soñador, que era muy veterano y sagaz, sabía que todo aquello era sólo apariencia: los hombres que simulaban trabajar el campo eran soldados en pie de guerra, sus bueyes carros de combate y sus azadas fusiles de largo alcance. Las mujeres escondían bombas bajo sus ropas, los ancianos eran espías y todos los niños iban armados con tirachinas. Parecía ridículo mencionar lo de los tirachinas, pero, gracias a su entrenamiento, el soñador sabía lo peligroso que podía resultar un tirachinas. Casi por puro instinto de supervivencia, activó la primera descarga de proyectiles y dio la vuelta para comprobar los resultados del ataque. Ahí comenzó la pesadilla, pues las bombas, tras explotar a pocos metros de la superficie, desparramaron una multitud de paracaídas minúsculos con regalos. Desconcertado, el soñador lanzó una segunda descarga, pero contempló estupefacto que lo que salía del avión era otra nube de paracaídas, esta vez con sacos de harina. Una tercera descarga, ya a la desesperada, liberó leche y medicinas, y una cuarta llenó los campos de libros, lápices y libretas. Preso de una angustia infinita, el soñador lanzó su avión en barrena contra la casa principal de la aldea. El avión estalló en miles de fragmentos, pero cada uno de éstos, al caer, se convertía en tuerca, tornillo, palanca, escuadra, compás, cinta métrica, tenaza, bisturí, horno, fresa, taladro, motor… El soñador, que, para su desgracia, había sobrevivido, empuñó su cuchillo de monte dispuesto a acabar uno a uno con sus enemigos. Pero, como éstos eran cobardes, ninguno quiso pelear. Se limitaban a sonreír y a enseñarle sus manos desarmadas, los muy hipócritas. Como él no estaba dispuesto a dejarse engañar, comenzó a acuchillar a todo ser vivo que le salía al paso. Pero la pesadilla no terminaba: su cuchillo, en lugar de herir, hacía cosquillas, como si fuera de gelatina. Consciente de que todo estaba perdido, el soñador intentó quitarse la vida con el cuchillo pero tampoco lo consiguió. Ahí, el Espíritu de la Navidad se apiadó de él y salió de su sueño. El soñador se despertó sollozando. “¿Otra pesadilla, George?”, preguntó una voz a su lado. “Sí. Ha sido horrible, horrible”, contestó.
[Navidad ] 07 Diciembre, 2008 12:24
“¿El señor siempre tiene que ser tan ocurrente, verdad?”  —decía la voz—. “¿El señor no puede hacer las cosas como los demás, ¿verdad? El señor tiene que ser diferente —la voz remarcaba el “diferente”—. El señor no podía comprarle la trompeta al crío y dársela para Reyes, que es lo que había pedido el crío. Y el crío esperaba tranquilo la trompeta para Reyes, pero el señor no podía aguantar las ganas de dársela antes de tiempo. Aunque, no sólo era eso: si el señor quería darle la trompeta al crío antes de Reyes podría habérsela dado, y Santas Pascuas. Podría haber llegado un día con la trompeta a casa y decirle al niño: mira, he decidido comprarte la trompeta, y te la doy antes de Reyes para que la aproveches durante las vacaciones. Eso es lo que habría hecho un padre normal —la voz subrayaba el “normal”—. Pero, no. Al señor se le ocurre una de las suyas: como quiere darle una sorpresa al crío, le comprará una trompeta nueva y, sin decirle nada, le dará el cambiazo. Le dejará la nueva en el sitio de la vieja. Así, cuando el crío vaya a tocar, se encontrará una trompeta perfecta y reluciente en lugar de la otra, que está llena de abolladuras. El crío se llevará la sorpresa de su vida, e irá corriendo a buscar a su padre para darle las gracias. Qué bonito, ¿verdad? Pero, claro, el problema era que no se sabía cuál sería el momento en el que el crío descubriría la trompeta nueva; había que asegurar ese momento, el momento de gloria del señor, que no quería perderse la cara que iba a poner el crío. Entonces, como el señor es tan ingenioso, lo que hace es maquinar un plan genial, como todo lo del señor —la voz acentuaba “genial” y “señor”—, para inducir al crío a que abra el estuche y encuentre la trompeta nueva. Lo que hará, después de meter la trompeta nueva en el estuche, será dejar la trompeta vieja fuera, a la vista, como si el crío se hubiera olvidado de guardarla. Así, cuando el crío vuelva del colegio, para que la broma sea una broma de verdad, le echará la bronca al chaval: ¡Te he dicho miles de veces que no dejes la trompeta fuera del estuche! Y el crío, desconcertado y renegando, irá a su cuarto a guardar la trompeta. Entonces… cuando vaya a guardar la vieja… ¡Hale hop! ¡Encontrará la nueva! ¿Insuperable, verdad? Como todo lo del señor. Pero, con lo que el señor no contaba, era con que el crío, después de la bronca, al ver su trompeta fuera del estuche —¿quién narices la habría sacado?— iba a coger el estuche con tanta mala gana y tanta mala leche que la trompeta nueva iba a salir disparada y a rebotar varias veces contra el suelo. ¿Y ahora qué, genio? —proseguía la voz, implacable—.  ¿Cuál de las dos trompetas abolladas será más barata de arreglar?”
[Navidad ] 23 Diciembre, 2007 10:54
A medida que se acerca el fin de año, cuando hace balance general de los haberes, deberes y saldos de su vida, al contable se le incrementan los buenos deseos y las ganas de cambio. El contable vive en una pequeña ciudad europea en la que los sobresaltos de la cotidianeidad, comparados con los de otras partes del mundo, son irrisorios: alguien le ha abollado el coche en el parking y no ha dejado las señas; hace una semana que espera la visita del fontanero; hay un proveedor que no acaba de enviar una factura indispensable para cerrar el ejercicio; a su hijo universitario le han quedado dos asignaturas; su mujer se empeña en cambiar la cocina de gas, que todavía tira; los vecinos del rellano tienen un perro que ladra a todas horas, y la máquina de café de la oficina no funciona. Bueno. La empresa en la que trabaja no va ni bien ni mal pero paga puntualmente los sueldos, y él, que no gana ni poco ni mucho, puede ir tirando. De vez en cuando come en restaurante, y hace dos viajes al año: uno, de quince días, durante el verano, y otro, de tres o cuatro, por Semana Santa o Navidad. Trabaja de lunes a viernes, los sábados toma el vermú con los amigos, y asiste al fútbol cada dos domingos. La verdad es que su tiempo transcurre sin que él se entere demasiado —salvo cuando muere algún conocido o ve lo rápido que crecen los hijos de los otros—. Sin embargo, ¿eso es vida?, se pregunta cuando se aproxima el fin de año. En parte por inconformismo y en parte por deformación profesional, en estas fechas, el contable coloca mentalmente en la columna de la izquierda todos sus propósitos acumulados. Apunta los deseos y las cosas por realizar —todo lo que se debe a sí mismo—. Por unos días —misterios de la Navidad— piensa que quizás todo se puede, que todo se alcanza, que todo se concede. Y, preso de una ambición inusitada, lo quiere todo y se lo propone todo. Invadido por una generosidad febril, se acuerda no sólo de él, sino también de sus amigos y de su familia —incluso de ese cuñado que siempre da la lata en Nochebuena—.  ¿Por qué no? Cada veintiuno de diciembre, el contable, que sabe mucho de cuentas, cierra el ejercicio anual con un anhelante superávit en el que todo son deseos, dones y expectativas. Luego, al mediodía del veintidós, para que el déficit no sea tan grave, borra de un manotazo todos los registros, rompe los décimos de lotería no premiados y vuelve a comenzar desde cero. Mientras haya salud… La vida es una libreta de ahorros de la que desaparece el saldo cuando uno menos lo espera, dice.