[Niños
]
18 Enero, 2009 10:36
Mientras deambulaba como un sonámbulo desde su habitación hasta la cocina, el hombre pensaba que su hijo no era sólo su hijo, que su hijo era dos, tres, cuatro o quién sabe cuántos más niños en uno solo. Que él recordara, el primer niño que había sido su hijo era el de antes de nacer, el que se había instalado en su cabeza nada más saber que su esposa estaba embarazada: el hijo imaginado antes del parto. Aquel hijo imaginado podía ser cualquier cosa: varón o hembra, regordete o escuchimizado, cabezón, o no, narigudo, moreno, rubio, inteligente o cortito —qué se podía esperar de un padre como él—, futuro presidente del gobierno, médico, cantautor, mecánico… ¡Uf! Menudo niño. Luego, nació el de verdad —ése que tenía todos los deditos en su sitio, comía cada tres horas y se hacía caca en los pañales—, pero el niño imaginado no había desaparecido, sino que se había multiplicado. Por ejemplo: mientras el niño de verdad iba a la guardería, al imaginado —el que seguía metido en la cabeza del hombre, pero ya tenía cara y los mismos ojos que el abuelo— le ocurrían todos los males. Unas veces se caía de la sillita, otras, se escapaba por una ventana y salía a la calle, otras, se colaba en la cocina y encendía la estufa… ¿Un bebé? Sí, un bebé, nadie sabe lo peligroso que es dejar solo a un niño imaginado. Más tarde, cuando el niño real iba al colegio, al imaginado también le pasaba de todo: se perdía en las excursiones, se caía de los árboles, se hacía daño con los lápices… Por suerte, el niño real siempre regresaba a casa sin novedades. De la mezcla entre el niño real y el niño imaginado había salido un tercer niño que sólo aparecía en sueños. Este niño era el más raro de todos, pues era idéntico al real, pero podía adoptar cualquier forma. En un sueño, el niño se convertía en gato, en pez, en oso de peluche... Eran sueños muy reales, en los que al niño siempre le acechaban desgracias y al hombre le dejaban mal cuerpo. Pero aquella noche, el niño de los sueños no se había transformado: era como el real, solamente que lloriqueaba porque se le había roto un muñeco, y no había nada que molestara tanto al hombre como oír lloriquear a su hijo. “¡Deja ya de lloriquear como un tonto!”, le decía en el sueño, y le daba cachetes en las mejillas. Sin fuerza, nada más para que sintiera la mano. El niño del sueño no paraba de lloriquear y él no sabía qué hacer para que callara, hasta que el niño gritó: “¡Agua!” “¿Qué?”, preguntó él. “¡Agua!” Ahí, el niño del sueño se desvaneció y él supo que el que pedía agua era el niño real, desde su cuarto. El hombre se había levantado, había ido a la cocina, y ahora entraba a la habitación del niño con el vaso de agua. “Toma el agua”, le dijo, aún adormilado. “No. Agua, aquí”, dijo el niño, enseñando la sábana. “¿Qué? Eso no es agua: son orines”, dijo el hombre. Y pensó que entre todos aquellos niños iban a acabar con él.





