[Familia Price ] 09 Febrero, 2009 20:31
El profesor Andres F. Price entra en el laboratorio de ciencias, deposita con aire misterioso una nevera portátil sobre su mesa y comienza a hablar ante sus alumnos de Tercero B. Hoy, en clase de Anatomía, van a conocer algunas cosas sobre el órgano principal del cuerpo humano. Por supuesto que todos los órganos del cuerpo son importantes, porque cada uno de ellos cumple una función específica para la salud, pero éste, del que van a hablar hoy, es el más importante, el rey de los órganos. ¿A qué órgano nos estamos refiriendo? ¡Al cerebro, profe! Bueno, el cerebro es muy importante, por supuesto, pero, ¿además del cerebro? ¿Un órgano que si deja de funcionar morimos al instante? ¡El corazón! Bien: el corazón. La clase empieza a estar encarrillada. Pero, en ese momento, Alba, una de las alumnas, saca un espejito de la mochila y comienza a mirarse en él, mientras otras dos chicas la observan. Oh, no, no, no. ¡Guarda eso, por favor!, dice Andrés F. Escuchad, Alba y todas las demás: todas vosotras sois guapísimas. No hace falta que lo estéis verificando a cada momento. Y menos ahora, que estáis en clase; en clase toca estudiar y estar atentos; no toca comprobar si el rímel sigue en su sitio, ¿de acuerdo? No seáis como las Bratz. ¿Conocéis a las Bratz, verdad? ¿No habéis visto nunca a las Bratz? Las Bratz es una serie de dibujos animados que pasan los sábados por la tele. Trata de unas niñas que sólo piensan en maquillarse, en los novios, en ir a la peluquería y en comprar ropa para estar a la última moda. Vosotras sois estudiantes, no sois Bratz, ¿de acuerdo? Bueno: vamos a lo nuestro, que es el corazón humano. El profesor Andrés F. Price se pone unos guantes de látex, abre la nevera y extrae… ¡Anda! ¿Eso es un corazón humano, profe? No, no es un corazón humano, pero se le parece mucho. Es un corazón de cordero. Ah. Durante el resto de la hora, el profesor desarrolla uno de sus temas favoritos. Más que una clase, lo que realiza es un ejercicio de prestidigitación durante el cual, a medida que explica el sistema circulatorio, va localizando los orificios de las venas y las arterias del corazón de cordero y va introduciendo por ellos puntas de lápices de distinto color: lápices rojos en el caso de las arterias, y lápices azules en el de las venas. Los alumnos siguen sus movimientos con gran interés, y eso que ignoran que Andrés F. se guarda un as en la manga: ahora, dice casi al final, van a comparar ese corazón real de cordero con la lámina colgada en una de las paredes que representa un corazón humano. Sí, ésa en la que nadie se había fijado. ¡Anda, pues es verdad: es idéntico, profe! A partir de ahora, los alumnos mirarán esa lámina con  mayor atención y la entenderán mejor. La clase, una de sus mejores clases, está a punto de acabar. Bueno: una hora aprovechada. ¿Alguna pregunta? Sí, profe. Menos mal. Ahora es Alba la que se interesa: ¿A qué hora has dicho que pasan la serie de televisión de las Bratz?
[Familia Price ] 25 Enero, 2009 11:33
Quizás alguien recuerde mi Teoría del Lugar Equivocado, esa que dice que todos estamos en el lugar equivocado porque siempre sabemos lo que haríamos si fuéramos otras personas, pero nunca sabemos cómo actuar cuando se trata de nosotros mismos. Por eso, a mí, que nunca estoy seguro de nada, a veces me salen interlocutores que tienen claro de qué tengo que escribir. El otro día, Eleuterio Price me contó algo que le había ocurrido, “una historia como las tuyas, para que la escribas”, me dijo. Según Eleuterio, el sábado anterior había ido de compras y estaba merendando, en compañía de sus hijas, en una mesa de una cafetería de un centro comercial, cuando una señora mayor que estaba sentada ante la barra había levantado la mano saludándolo. En un principio, Eleuterio, que no conocía de nada a la señora, había pensado que ésta se equivocaba, pero ella había repetido el gesto varias veces, tantas, que él se había visto obligado a corresponderle el saludo, como si la conociera de toda la vida. Al cabo de un rato, la mujer había desaparecido, y él se había olvidado de ella, pero, al ir a pagar, el camarero le había dicho que la señora le había dicho que su consumición ya la pagaría su yerno, que estaba en aquella mesa. Lo malo, según Eleuterio, es que, para evitar un escándalo delante de sus hijas, había preferido pagar. ¿Qué? ¿Eleuterio Price Puigpelat pagando así como así la consumición de la señora? La historia me parecía increíble, y así se lo manifesté. “No, pero es que ahí no acabó la cosa…”, me interrumpió. Resulta que Eleuterio, después de merendar, había entrado al supermercado y, mientras realizaba la compra… ¿a quién se había encontrado? Pues a la señora, que también estaba comprando. Bueno, comprando era un decir: estaba cogiendo artículos y escondiéndolos en el bolso. Eleuterio, lleno de indignación, se había ido hacia ella y la había interpelado: “¿Ya está bien, no? Mucha cara es lo que tenemos…” Pero, la mujer, en lugar de sentirse intimidada, había comenzado a levantar la voz, como si él la estuviera acosando. Eleuterio, sabiendo que él tenía la razón, hizo llamar al guardia de seguridad y le dijo que le abriera el bolso a la señora. “¿Y a que no sabes lo que tenía en el bolso?”, me preguntó Eleuterio. “¡Yo qué sé!”, le dije. “Nada; una mata de pelo.” “¿Una mata de pelo?” “Sí: el pelo que te estoy tomando yo ahora”, dijo. Había picado como un tonto, pero intenté guardar el tipo: “Sabía que era un chiste”, le dije. “Un tipo tan rácano como tú, pagando una consumición ajena…” “Pero, ¿a que es una historia como algunas de las tuyas?”, dijo. “Sí”, reconocí, “pero a mí no me gusta utilizar chistes conocidos en mis culebrones. “¿Sabes lo que haría en tu lugar?”, preguntó. “¿Qué?” “Guardarme la historia, por si un día no tienes de qué escribir.”  Le di la razón.
[Familia Price ] 11 Enero, 2009 10:34
Fue Pedro Pablo Price quien me vio en el parking del supermercado y se dirigió a mí. “¡Hombre, tú por aquí…!”, exclamamos a la vez. “Todos rezamos en iglesias parecidas”, le dije, mientras estrechaba su mano. “¿Cómo va todo?”, preguntó, mientras me ponía la otra mano en el hombro. Ahí, noté que su hombro y el mío estaban a la misma altura. “Bien; de fiesta, que es lo que toca”, respondí, apoyando a la vez mi mano sobre su hombro. Efectivamente, los dos hombros estaban igualados. “Qué suerte tienen algunos”, dijo, y me dio una palmadita en el lomo, justo a la altura del michelín. “Bueno, tampoco hay para tanto”, contesté, y también le cacheé el lomo. Mi antebrazo y el suyo quedaron al mismo nivel. “¿Qué tal la familia?”, preguntó mirándome a la nariz. “Bien, todos bien”, dije. Si yo levantaba la cara, la punta de mi nariz quedaba justo a la altura de sus ojos. “¿Y qué tal tu gente?”, pregunté mirándolo al nacimiento del pelo. “Todos bien, salvo mi padre, el pobre, que ya está un poco para allá”, respondió. Ahora era él quien levantaba el mentón y lo ponía al mismo nivel que mi nariz. Yo estiré el cuello, tiré los hombros hacia atrás y le dije: “Claro, es que ya está un poco mayor, ¿verdad?” Él sacó pecho, movió la cabeza a un lado y a otro, como si estuviera calentando para algún ejercicio, bajó los hombros, estiró el cuello y dijo: “Ochenta y ocho. Pero, físicamente está muy bien. Lo que pasa es que se le va la cabeza…”  Pedro Pablo tiene más pelo que yo, así que, desde cierta distancia, quizás su cabeza destacaba sobre la mía. Sin embargo, mi hombro quedaba unos centímetros por encima del suyo. No estaba seguro, pero lo más probable era que su cuello fuera más largo. Me balanceé suavemente sobre los pies. “¿Pero, os reconoce o no os reconoce?”, inquirí. “Claro que nos reconoce”, aseguró Pedro Pablo. “Lo que pasa es que a veces me confunde con un primo mío”. Cuando yo me balanceaba hacia adelante aprovechaba para quedarme unos instantes en la punta de los pies. Entonces conseguía verle casi toda la cabeza por encima. “Es ley de vida”, le dije. “Hay un momento en que o te falla el cuerpo o te falla la mente, pero siempre te falla algo”. Él comenzó a imitar mi balanceo. Con el movimiento, según cómo, yo conseguía verle hasta la coronilla, pero, según cómo, sólo le llegaba hasta la frente. Hablamos un poco más, nos dijimos todo lo que nos teníamos que decir, nos despedimos, y él se encaminó hacia la entrada del supermercado y yo hacia mi coche. Mientras lo veía alejarse, y podía apreciar el conjunto de su figura, casi me sale en voz alta la pregunta que me había estado rondando, y que posiblemente se había estado haciendo también Pedro Pablo todo el rato: Jobar…. ¿Así de bajito soy?
[Familia Price ] 21 Diciembre, 2008 10:53
 Estimado amigo: Soy el padre de José Ángel Price, el niño a quien su hijo le ha hecho el regalo del amigo invisible. Es posible que usted me haya visto alguna tarde cuando ha ido a recoger a su hijo al colegio. Yo soy ese señor que suele saludar con la mano hacia el asiento posterior de su limusina. Hago ese gesto porque, a pesar de que los cristales tintados me impiden comprobar si usted está o no está dentro, yo prefiero curarme en salud y no pasar por maleducado. Ésta, la de la buena educación, es una de mis obsesiones, como habrá podido notar. Tanto usted como su chofer saben que, en cuanto su vehículo aparece, aunque el mío no moleste, me aparto para no molestar. Antes de explicarle el motivo de mi carta, quiero que sepa que yo no soy uno de esos padres que se dedican a inventar o a difundir rumores sobre usted, o sobre su familia, o sobre sus amigos, o sobre la actividad que usted desarrolla, o sobre de dónde le puede venir el dinero. Tampoco, Dios me libre, le he dicho nunca a mi hijo que evite jugar con el suyo porque es peligroso juntarse con hijos de mafiosos. A un niño de cinco años no se le deben meter en la cabeza esas ideas. Le escribo porque me da la impresión de que, como recién llegado a este país, es probable que usted no haya captado del todo el sentido del juego del amigo invisible, en el cual mi hijo ha tenido la suerte de ser el destinatario del regalo del suyo. El origen del juego del amigo invisible no está nada claro, y lo más probable es que se trate de un invento de los norteamericanos, que son únicos en maquinar iniciativas para potenciar el consumo. En cualquier caso, se trata de una actividad que cada año cuenta con más seguidores. Como usted sabe, en el juego, cada participante se convierte en “amigo invisible” de otro, al que tiene que hacer un regalo. El mayor aliciente del entretenimiento consiste en conseguir que el receptor no sepa quién es el autor del obsequio, y lo tenga que deducir o adivinar. Ni qué decir tiene que hay regalos merecedores de que el obsequiante se lleve el secreto a la tumba. No es éste el caso del de su hijo, claro está. Por eso mismo, lamento que su pequeño haya experimentado esa rabieta monumental cuando todos los niños de la clase adivinaron a la primera que él era el amigo invisible del mío. Considero conveniente que sepa dos cosas: la primera, que en este tipo de juego se suelen regalar artículos que tengan muy poco coste económico. La segunda, que estamos encantados con el televisor con pantalla de plasma de 32  pulgadas de última generación. Con mi sincero agradecimiento y mis mejores deseos para estas Navidades y el año que se avecina: Ángel María Price.
[Familia Price ] 14 Diciembre, 2008 10:19
A Eleuterio Price le acababa de ocurrir algo con el conductor de un coche, un tipo que lo había sacado de quicio. “Lo que me molestó fue el tonillo”, me dijo Eleuterio. “Todo se puede decir, todo se puede preguntar, todo se puede insinuar, pero en el tono adecuado…” Yo me preparé para escuchar cualquier cosa, pues con Eleuterio nunca se sabe. “Y es que me lo podía haber dicho de veinte mil maneras, pero, mira por dónde, escogió una que me molestaba…” Parecía claro que la culpa había sido del otro. Al menos, eso era lo que pensaba Eleuterio. “Oiga, haga usted el favor, haga usted el favor”, me dijo el tipo. “Sí, que todos tenemos prisa…” Eleuterio impostaba la voz y hablaba como le había hablado el otro. “Verdad que aquí no hay ninguna señal de que se pueda aparcar?”, le había dicho el otro. “Pues, ¿entonces? ¿No ve usted que está estorbando?” Eleuterio sí que había visto que el coche estorbaba, y le habría  dado la razón, pero no le gustó nada la manera como le hablaba aquel sujeto. Por eso, no abrió la boca.” “Bueno, ¿qué?”, le había dicho el otro. “¿Movemos el coche o no movemos el coche?”  Eleuterio, ya convencido de que aquel individuo era imbécil, dice que pensó: “Como no venga tu madre a mover el coche, lo tienes claro.” “A ver si nos entendemos”, dijo el otro, que tenía un aire arrogante y perdonavidas y le hablaba como si Eleuterio fuera retrasado. “Su coche está estorbándome, y si no lo mueve no podré salir, así que haga el favor…” Eleuterio pensó: “No te estás dirigiendo a mí de la forma correcta, y si no te diriges a mí de la forma correcta tienes un problema…” El otro dio un palmetazo sobre el capó del coche. “¿Qué? ¿Lo mueve o no lo mueve?” Él no acababa de creérselo. ¿Era posible tanta chulería y tanta estupidez?  “¿Sabe qué le digo? Que el coche no lo muevo”, dijo. “¿Ah, que no mueve el coche? Ya veremos si mueve o no mueve el coche…” , dijo el otro, y cogió una llave inglesa que llevaba en el salpicadero de su vehículo. “A ver si el coche se mueve o no se mueve”, amenazó el tipo y, de un golpe con la llave, reventó una de las farolas del coche. Eleuterio se quedó paralizado. “¿Se mueve o no se mueve?”, volvió a preguntar el tipo, y rompió la otra farola. Así que se trataba de un tipo duro. “¿Se piensa que me importa el coche?”, dijo Eleuterio. “Pues, mire si me importa…” Eleuterio, de una patada, le hizo un bollo a una de las puertas. “Mire si me importa…”, repitió Eleuterio, y dio otra patada en la otra puerta. Entonces, el tipo se puso pálido y, con un hilo de voz, preguntó: “Pero, bueno, ¿el coche es suyo o no es suyo?”  “Eso es lo primero que tendría que haber preguntado, y en un tono más amable”, le respondió Eleuterio.
[Familia Price ] 30 Noviembre, 2008 11:12
Si alguien duda de que hay gente que mejora con la edad, ahí está al caso de mi amigo Jorge Alberto Price. Jorge Alberto está ya más cerca de los sesenta que de los cincuenta, pero da la impresión de que, a partir de los cuarenta y pocos, el tren del paso del tiempo o ha cambiado de trayecto o se ha olvidado de detenerse en sus cumpleaños. Es probable que ese físico tan joven y saludable sea fruto de una mente sana y descomplicada. El caso es que Jorge Alberto, si no es feliz, lo parece, y esa apariencia provoca envidias, sanas o insanas, según el estado de ánimo y el estado físico de sus interlocutores. La última vez que lo vi, volví a darle la lata con mis asombros: “Pero, Jorge Alberto: ya vale, ¿eh?” —lo mío era una recriminación en toda regla—. “Ya me explicarás cómo te lo montas…” Él, como siempre, se dejó querer y quitó importancia al asunto. “Pero si es que estás igual desde que te conozco…” —insistí—. Estuvimos hablando un rato de sus cosas y de las mías, nos bebimos unos cuantos vinos, y, como yo insistiera en mis alabanzas sobre su aspecto y su salud, Jorge Alberto me dio a entender que había llegado la hora de las confidencias. “¿Quieres saber de verdad qué es lo que me mantiene tan en forma?” Yo me quedé suspendido, a la espera de la revelación. “En realidad, lo que me ha cambiado la vida es Internet”. Sí, Internet nos había cambiado la vida a todos, pero es que a él lo había dejado igual —pensé—. Jorge Alberto se acercó a mí, y me dijo casi al oído: “Todo se lo debo a la viagra y al casino…” “¿La viagra y el casino?” —repetí, incrédulo. Que yo supiera, Jorge Alberto llevaba una vida muy ordenada. Por las mañanas trabajaba en una entidad oficial y las tardes las dedicaba a navegar en su pequeño barco o a escuchar música, otra de sus pasiones. “¿A ti no te llegan cada día montones de mensajes por Internet ofreciéndote viagra y dinero para que juegues al casino?”, —me preguntó, socarrón—. “Por supuesto, y eso me cabrea hasta el agotamiento” —respondí—. “Ese es tu fallo” —dijo—. “Yo, en cambio, me miro los mensajes con detenimiento y los contesto todos.” ¿Qué? ¿Jorge Alberto era consumidor de viagra y jugador en los casinos virtuales? ¿Y eso lo mantenía joven y con ese aspecto de ir de sobrado por la vida? “No te equivoques” —dijo, como si me leyera el pensamiento—. “Yo, ni compro viagra ni juego en el casino. Pero, precisamente por eso, he llegado a la conclusión de que si no soy un semental ni soy millonario es porque no quiero. Eso me da mucha tranquilidad”.
[Familia Price ] 23 Noviembre, 2008 12:19
Hacía mucho tiempo que no asistía a una conferencia de Rogelio Ramón Price y, o yo me había vuelto muy exigente, o Rogelio Ramón ya no era aquel orador brillante que me había encandilado en mi época estudiantil. Lo noté flojo, falto de tono, como sin ganas. De todas maneras, al final, me acerqué para felicitarlo y estuvimos un rato hablando sobre los viejos tiempos. Como yo tenía prisa y había tantas cosas de que hablar, se ofreció a llevarme hasta mi casa en su coche. Y ahí, en la intimidad de su vehículo, sí que lo sometí a un tercer grado. ¿Qué cómo le iba la vida? “Muy mal, por lo de la angina”, se sinceró. “¿Cómo, la angina?”, pregunté. “La angina de pecho”, dijo. ¿Angina de pecho? ¿Eso no es como un infarto?, pensé. “El otro día”, prosiguió, “fui a dar una vuelta al pueblo. ¿Tú sabes la de veces que he ido a ese pueblo? Pues, la cuesta de la Calle Mayor era como si me la hubieran puesto de nuevo. Me ahogaba, ¿sabes?” “Bueno, es que ya no somos unos chavales”, dije yo, por quitar hierro. “No, pero si tampoco se trata de grandes esfuerzos, es que, cuando se está como yo, el corazón te puede explotar en cualquier momento.”  ¿En cualquier momento?, pensé. Cualquier momento puede ser ahora mismo. Y en ese instante el tráfico comenzó a tener un nuevo sentido para mí. Él tenía el día pesimista, porque continuó: “Fíjate en Bonilla: fue al médico porque le dolía el estómago, el médico le recetó no sé qué para la acidez, lo mandó para casa y, cuando salió de la consulta se desplomó en plena calle; cuando lo fueron a socorrer, ya no pudieron hacer nada por él”. Yo ya me imaginaba el titular del periódico: “Dos muertos en un choque de vehículos en una vía rápida de Tarcuna”. El accidente se había producido, al parecer, porque el conductor de uno de los dos automotores había sufrido un infarto y había invadido el carril contrario. Se daba la circunstancia —eso era lo que más me fastidiaba de la noticia— de que los dos fallecidos eran el conductor del otro vehículo, y el acompañante del conductor que había sufrido el infarto. Paradójicamente, este último había resultado con heridas leves tras la colisión, había sobrevivido también a su crisis cardiaca y ahora se encontraba en situación estable dentro de la gravedad en la Unidad de Vigilancia Intensiva del Hospital Universitario. Ah, no; ésta sí que no me la haces, Rogelio Ramón, pensé. Y le dije: “¡Para, para aquí mismo!” “¿Cómo, aquí mismo? Si no se puede.” “¡Sí que se puede!” “¡Que no!” “¡Que sí!” Estuvimos discutiendo unos instantes y al final, como no atendía a razones, yo mismo tuve que dar el volantazo y meter el freno de mano. Gracias a eso, fueron él y el otro los que murieron, y yo el que estoy en la UVI.
[Familia Price ] 21 Septiembre, 2008 10:46
En todos los sitios en los que había vivido, José Ignacio Price había tenido fantasías sexuales con una o varias vecinas. Teniendo en cuenta que su residencia siempre había sido inestable—él se consideraba casi un nómada—, que las vecinas que suscitan deseos son tan abundantes y variadas como los gustos de los hombres, y que tanto hombres como mujeres son proclives a complicarse la vida, lo raro es que alguna de esas ensoñaciones no se hubiese hecho realidad. “Con una vecina, todo puede pasar”, me había dicho una vez José Ignacio. “Coincides con ella, solos, en el ascensor y, por unos instantes, se abre un mundo. Ella te dice que va para el trastero, pero que le da cierto yuyu bajar sola. Y tú piensas que la acompañarías al trastero con mucho gusto, pero lo que te da yuyu es su marido, que es guardia urbano. Así que le dices: ‘es verdad, da cierto yuyu’, y te apeas del ascensor con un interrogante que escuece como una herida: ¿Qué habrá querido decir ella?” Luego, según José Ignacio, la duda cicatriza, pero vuelve a emerger a veces, de forma recurrente, desde el saco sin fondo de las oportunidades perdidas. Las fantasías son caprichosas, imprevisibles, incontrolables. Bueno, la realidad también. A José Ignacio se le cumplió una de sus fantasías, pero con la vecina equivocada, con una con la que él nunca había tenido fantasías. Por eso lo pilló tan desprevenido. Una vecina nueva, poco atractiva, le pidió que entrara a su casa, porque se le había atascado la puerta de un armario de la cocina. Cuando él se giró, después de comprobar que la puerta abría con dificultad, pero abría, se encontró con que la vecina se había subido el jersey y le enseñaba sus pechos desnudos. Todo fue muy rápido, y le dejó un regusto extraño. Después de ese primer y único encuentro sexual, todo fueron desencuentros. “Estoy embarazada”, le confió, en el ascensor, dándole a entender que él era el padre. Meses después, a esta primera mala noticia siguió otra, todavía peor: “Me voy a separar…”  Y, después de un tiempo, otra, que fue la puntilla: “Quiero que el niño tenga tu apellido…” Ahí, José Ignacio se dio cuenta de que le sería imposible escapar, pues, además de no haber vivido su propia fantasía, o de haberla vivido con la vecina equivocada, ahora estaba atrapado en una obsesión, la de ella. Como última esperanza, accedió a someterse a las pruebas de paternidad. Resultaron negativas, entre otras cosas, porque ella tenía un embarazo psicológico. Tampoco estaba casada. José Ignacio, después de un estallido de euforia, se sumió en una depresión. Ahora aborrece las fantasías.
[Familia Price ] 14 Septiembre, 2008 10:48
¿Has soñado cómo podría ser una noche ideal con una de las mujeres más hermosas del planeta?, me dijo, sin más, Juan Tenorio Price cuando le pregunté sobre su cita a ciegas con Scarlett Dearn. Juan Tenorio había ganado un concurso para cenar con la famosísima actriz, y yo ardía en deseos de saber los pormenores de ese encuentro. Por supuesto que el término “cita a ciegas” se refería solamente a ella, quien se había prestado a una campaña benéfica, ideada por una ONG, mediante la cual uno de los cientos de miles de internautas anónimos que habían realizado un donativo tendría derecho a asistir a una cena íntima con Scarlett Dearn, la diva hollywoodiense. A diferencia de Scarlett, que ignoraba todo sobre Juan Tenorio, él y cualquier persona medianamente informada sabían la vida y los milagros de Scarlett: su ingreso desde muy pequeña al estrellato del celuloide, sus dos nominaciones al Oscar, sus escándalos, sus excentricidades… Juan Tenorio, pues, jugaba con ventaja. Sin embargo, con lo que no contaba era con que la intérprete del antipático y repelente papel de Los secretos de Scarlett —una parodia de sí misma— fuese en realidad una mujer culta, desenvuelta y sencilla. En una palabra: encantadora. “La verdad es que congeniamos desde el primer momento”, dijo Juan Tenorio, como si eso fuera la cosa más natural del mundo. Ese primer momento había sido, según él, en la limusina en la que pasó recogerlo la propia Scarlett para que los condujeran a su restaurante preferido. La cena íntima no lo era en absoluto, pues contaba con la presencia de fotógrafos, de cámaras de televisión y del representante de la actriz, quien, sentado a una mesa cercana, no les había quitado ojo durante toda la velada. A pesar de ello, los dos se lo habían pasado en grande. Tanto, que al atardecer del día siguiente, la misma limusina había vuelto a recoger a Juan Tenorio en el hotel, pero esta vez no para llevarlo a ningún restaurante, sino directamente a la mansión de la actriz, quien, liberada de los incordios del día anterior, había sumado a sus encantos todo su poder de seducción. “Sí, nos amamos”, confirmó Juan Tenorio, como quien da cuenta de una obligación cumplida. Se habían compenetrado tan bien que ella le había propuesto verse cada día o, si él no podía, fijar un día de la semana o del mes. En cualquier caso, verse con cierta regularidad. “¿Y…?”, pregunté yo, intuyendo, por el tono de Juan Tenorio, que algo no iba bien. “Le dije que no”, dijo. Y al ver mi semblante boquiabierto, encogiéndose de hombros, añadió: “Ya sabes que yo no soporto la rutina”.
[Familia Price ] 07 Septiembre, 2008 10:59
La actitud de Juan Eliécer Price cuando tomaba el sol o la fresca en aquel banco del parque revelaba un estado de ánimo contradictorio. Algunas veces, Juan Eliécer se mostraba eufórico: saludaba a los conocidos y bromeaba con ellos, entablaba conversación con los desconocidos, se sumaba a las persecuciones de los chiquillos a las palomas, galanteaba con las adolescentes, examinaba los parterres, interrogaba a los del servicio de limpieza, compartía su asiento con quien apareciera… Otras veces, Juan Eliécer marcaba su territorio ocupando la parte central del banco y manteniéndose con la cabeza gacha, como adormilado, o con la mirada perdida, ajeno al bullicio, a los viandantes, a las madres con cochecito, a la chiquillería, a las palomas, a las pandillas de estudiantes… En otras ocasiones, Juan Eliécer lo observaba todo, pero con una expresión de desconcierto y de fastidio. Era como si las cosas y las personas le molestaran, como si estuvieran en deuda con él, como si le hubieran arrebatado algo, o hubiese sido víctima de alguna injusticia. Uno de los días que lo vi comunicativo me atreví a acercármele. “¡Hombre, el gran escritor…!”, ironizó. “Hombre, el gran… ¿recién jubilado?”, insinué. “¡No tan rápido, amigo, no tan rápido!”, replicó. “Entonces, qué haces tantas horas en este parque”, pensé. Él, como si me hubiera leído el pensamiento, prosiguió: “¿Sabes? Cuando yo era pequeño, hubiese querido ser niño prodigio. Pero, cuando tenía edad de ser niño prodigio, ya había otros niños prodigio y se me pasó la edad de ser niño prodigio sin haber descubierto ningún talento en mí. Entonces pensé que podría ser una revelación del deporte, uno de esos deportistas que, desde muy jóvenes, se convierten en famosos y millonarios. Sí, yo quería ser uno de ellos. Pero, pasaron los años y yo no destaqué en ningún deporte. Entonces consideré que tal vez tendría que dedicarme a la política. En política, por aquellos años, había ministros jovencísimos a los que todo el mundo admiraba. Pero me llegó la edad en que podría ser ministro, y ni siquiera había comenzado la carrera. Entonces me consolé pensando en que al cabo de algún tiempo tendría la edad de ser presidente del gobierno. Sin embargo, cuando tuve edad de ser presidente, nombraron presidente a uno que tenía la edad de los ministros jóvenes. Con todo esto te quiero decir que nunca he llegado a tiempo de ser nada.” Yo pensé: “¿Y todo eso qué tiene que ver con este banco de jubilado?”. Juan Eliécer, como si escuchara mi mente, continuó: “¿Ves este banco? Ningún cabrón de mi generación ocupará antes que yo este banco de jubilado.”
[Familia Price ] 20 Julio, 2008 17:28
Poco antes de que una enfermedad incurable lo acabara de consumir, Tomás Aquilino Price mandó llamar al doctor Justo Tadeo Prieto, y le solicitó, en atención a su vieja amistad, que le realizara un último y definitivo análisis. De éste no esperaba ninguna novedad respecto a su dolencia, pero sí confiaba en que le resolviera una duda que lo había acompañado desde muchos años atrás. Se trataba de una inquietud recurrente a la que nunca se había atrevido a enfrentarse, pero que ahora, casi llegada la hora definitiva, lo atormentaba más que los dolores físicos. Tras escuchar, casi en confesión, el requerimiento de Tomás Aquilino, el doctor Prieto lo examinó, tomó las muestras pertinentes y abandonó la casa, no sin antes advertir a la esposa y a los hijos que todos los intentos por salvar la vida del paciente serían en vano. No obstante, él se daría la mayor prisa posible en volver con el resultado de las pruebas, puesto que el deceso se produciría en cuestión de días, quizás horas. Rogaba, por tanto, que se intensificaran los cuidados del enfermo, pues era muy importante para éste, y para él, como amigo y facultativo, que su última voluntad se cumpliese.
Cuando el doctor Justo Tadeo Prieto regresó, tres días más tarde, la expectación de la familia era indescriptible. ¿Qué tipo de análisis había solicitado el moribundo y por qué era tan importante para él? Sin embargo, esto era algo a lo que no parecían querer responder ni el paciente ni el médico, que se limitó a pedir que los dejaran solos. Ya en la intimidad, el doctor Prieto se limitó a recordarle a su amigo que había tenido una vida envidiable: una infancia feliz, una adolescencia plena —con algún sobresalto aislado, sin consecuencias— y una madurez próspera y tranquila, rodeado del amor de su mujer, de sus cinco hijos y de sus… ¿diecisiete? nietos.
—¿Entonces…? —preguntó Price.
—No —dijo el médico—.
Price expresó una sonrisa indefinible, extrechó la mano de su amigo y murió.
Más tarde, la curiosidad de la viuda se abrió paso entre el dolor.
—¿Qué quería saber? —preguntó.
—Si la coz que le dio el caballo cuando tenía quince años lo había dejado estéril.
—¿Y usted qué le ha dicho?
—Que no.
—Gracias —dijo la mujer.
[Familia Price ] 25 Mayo, 2008 11:43
La sala en la que ahora se reunía aquel grupo de hombres importantes era amplia y bien iluminada, pero desprovista de ventanas, y su único lugar de acceso era una puerta de vaivén cuyas hojas encajaban suave pero firmemente entre ellas, produciendo un efecto hermético. Esa mañana, al entrar por primera vez, Alterio José Price había pensado que, a pesar de la claridad, el lugar tenía el aspecto de una cripta. En cualquier caso, era un lugar propicio para la componenda, el secreto, la conspiración. Tanto el mobiliario como la decoración eran de una sobriedad extrema, sin concesiones a la comodidad, como si a las personas que se reunían allí no les interesara permanecer mucho tiempo. Ya a media mañana, tras haber recibido las instrucciones precisas, y mientras esperaba su turno de intervención, Alterio José pensaba en lo rápido que pasaba el tiempo. Hacía nada que era un chiquillo que corría empujando un aro por la calle, sin más preocupación que perseguir gatos y lagartijas, o huir de las iras de las chiquillas a las que había levantado la falda para verles las braguitas. Luego había venido la época larga y aburrida de los estudios, y otra, ésta borrosa, en la que había tenido que comenzar a trabajar para convertirse en un hombre de bien. ¿Y tú qué quieres ser?, solían preguntarle. ¿Y él qué sabía? A él no le llamaba la atención ser médico, ni abogado, ni arquitecto, ni militar, que por aquel entonces aún se llevaba. Él, lo que quería ser —un día lo supo— era aquel tipo que entra a una oficina y todos los demás se callan, porque son sus subalternos. Eso: eso era lo que quería: entrar a un sitio, y que los demás se callaran. Ese día, cuando empujó la puerta de vaivén para entrar a la sala en la que se reunían aquellos hombres, supo que el destino tiene formas muy caprichosas de conceder los sueños. En cuanto él hizo acto de presencia, fue como si una fuerza invisible centrifugara las palabras y las redujera a la nada. En medio del silencio más absoluto, Alterio José se dirigió a la cabecera de la mesa y, con gesto concentrado, se dispuso a oír lo que aquellos hombres tenían que decirle. Después, también rodeado de silencio, abandonó la sala, mientras a sus espaldas se intuía un rumor creciente. Luego, cuando reapareció, el deslizar de las ruedas del carrito sobre el parqué y el murmullo quedo de tazas y de cucharillas no hizo más que resaltar el mutismo en el que habían vuelto a caer los concurrentes. Alterio José terminó de repartir los cafés y cortados y se retiró, tan discreto como había entrado, dejando que aquellos señores influyentes siguieran hablando de sus asuntos.  
[Familia Price ] 11 Mayo, 2008 11:31
Bernardino Price Penagos era un escritor discreto al que en cierta ocasión le dio por consultar su propio nombre en un buscador de Internet, con la esperanza de que, al contrario de lo que ocurría en el inaccesible mundo real, su obra tuviese alguna presencia. Y, efectivamente, el asunto pintaba bien: allí, en el ilusorio mundo virtual, figuraba él, primero, con dos apariciones, luego, con cuatro, después, con ocho, con dieciséis y, finalmente, con treinta y dos. Y ahí se acabó la alegría. El buscador ya no volvió a dar más que aquellas treinta y dos referencias. Sin embargo, Bernardino no se rendía: casi a diario volvía a introducir su nombre en el buscador, y casi a diario se llevaba la misma decepción. Era como si una mano invisible hubiese puesto un palo en las ruedas de aquella prometedora progresión geométrica. Hasta que un día ocurrió el milagro: el motor de búsqueda arrojó el increíble resultado de cuatrocientas veintidós referencias. Preso de la excitación, Bernardino comenzó a examinarlas una a una, pero comprobó consternado que las nuevas aportaciones no se referían a él, el escritor Bernardino Price Penagos, sino a un narcotraficante de nombre y apellidos idénticos a los suyos que había sido detenido en México. Esta coincidencia lo mortificó doblemente: por una parte, cayó en la cuenta de que alguien que se llamaba igual que él era un delincuente; por otra, que, dentro de su mundillo, ese malhechor era más importante que él en el suyo: trescientas noventa menciones, frente a treinta y dos. Sin saber por qué, Bernardino comenzó a imaginar lo que pasaría si en lugar de ser él, el escritor Bernardino Price Penagos, fuese el delincuente Bernardino Price Penagos. O sea: él mismo, pero con una profesión diferente. Sin darse cuenta, comenzó a volverse escurridizo y reservado y en aplicar a su vida lo que se entiende como “pensamiento criminal”. Se aficionó a la novela negra y a las películas de gánsters, y en poco tiempo pensaba, vestía y actuaba como un mafioso. De hecho, comenzó a llevar una “vida secreta”.  Él era el forajido Bernardino Price Penagos, evadido de la prisión central de Veracruz. Lo curioso es que, a miles de kilómetros de distancia, el reo Bernardino Price Penagos, que había%
[Familia Price ] 04 Mayo, 2008 10:35
Fui a ver a Celedonio Price porque supuse que se encontraría mal, y, en efecto, el pobre, estaba avergonzado. “No sé cómo pude hacer el ridículo de esa manera”, me dijo, después de estrechar mi mano sin ningún entusiasmo. “¿Pues…?”, sondeé, como si no supiera nada. “¡Y tú eres el de la culpa…!” “¿Yo?”, le pregunté, asombrado. “Qué tengo que ver yo con…” “No nos engañemos; fuiste tú”, me interrumpió. “Haz lo que te pida el cuerpo”, ahuecó la voz; “haz lo que te pida el cuerpo”, repitió. Yo comprendí que era mejor dejarlo desahogarse. “¿Sabes tú lo que es que una mujer te tenga que levantar del suelo porque te ha dado por dar volteretas y hacer el pino en cuanto la ves venir hacia ti? ¿Tú sabes lo ridículo que es eso?” No pude evitar una sonrisa. “Lo ves?”, dijo. “¿A que hace gracia? Lo malo es que esas cosas siempre hacen gracia cuando les ocurren a los demás.” Yo me puse la palma de la mano sobre la boca. Celedonio continuó: “Y lo peor de todo es que estuve a punto de conseguirlo, ¿sabes? La idea del señorito —Celedonio me miró directamente a los ojos— estuvo a punto de salir bien. Al fin y al cabo, el pino es una cuestión de fuerza de brazos y equilibrio, y la voltereta es una cuestión de fuerza de piernas, impulso, fuerza de brazos y coordinación…” “Pues, ¿qué te falló?”, pregunté, todavía con la mano en la boca. “¿Que qué me falló? ¿Y tú me lo preguntas? ¿Que qué me falló? Me falló la duda que me indujiste en el último momento; eso me falló; mejor dicho, me sobró: ¿Puede un hombre de casi sesenta años, que no lo haya hecho nunca, dar volteretas y hacer el pino, así, sin más, porque se lo pide el cuerpo? ¿Verdad que no? “Podría haber sido que sí”, le dije. “Podría haber sido que sí, pero al señorito escritor se le antojó que no”, dijo. “Vamos a ver”, le dije: ¿de verdad piensas que alguien se hubiera tragado que lo de las volteretas y el pino te iba a salir bien?” “Pues, no”, reconoció. “Pues, ¿entonces?” “Pues, entonces, haber empezado por algo más sencillo: si a un tipo de sesenta años se le alegra el cuerpo cuando ve a una amiga por la calle, no se le ocurre algo tan inverosímil como hacer el pino o dar volteretas; como mucho, se pone a bailar los pajaritos de María Jesús y su acordeón, o, si me apuras, hace el crusaíto, el Michael Jackson y el Robocop, ahora que están de moda.” “De acuerdo”, le dije, “pero, esa mujer…” “¡Ah, esa mujer…!”, suspiró Celedonio, dando a entender que aquella mujer se merecía todos los amores, ridículos o no. “¿Sabes lo único que me consuela de toda esta patraña absurda?”, preguntó, al cabo de un rato. “¿Qué?”, inquirí. “Que todo el mundo piensa que Celedonio eres tú.”
[Familia Price ] 27 Abril, 2008 10:10
Celedonio Price ya se acercaba a los sesenta años, y, al parecer, no le preocupaban ni el paso del tiempo ni los indicios del umbral de la vejez: un día acudió a un gimnasio y dijo que quería aprender a hacer el pino. “Y volteretas”, añadió. “También quiero aprender a hacer volteretas”. Los del gimnasio creyeron, o quisieron creer —pues las cuentas no daban para descartar clientela— que ésa era sólo una manera de hablar de Celedonio; que lo que en realidad pretendía era ponerse en forma y mantenerse saludable. Así que lo inscribieron y le programaron una rutina de ejercicios para bajar barriga, muscular las piernas y aliviar las articulaciones. “El pino, ya vendrá sólo”, le dijeron días más tarde. “Y las volteretas, también”. Y todos sonreían, menos Celedonio, que, si se había apuntado allí, era para aprender a hacer el pino y a dar volteretas. Tras varias semanas de aparatos, pesas y caminadores, Celedonio se sentía más ágil de cuerpo y más despejado de mente, pero también más atormentado de espíritu. ¿Aprendería o no aprendería a hacer el pino y a dar volteretas? Y si esto, como le aseguraban, vendría sólo, ¿cuánto tiempo tardaría en llegar? El cuerpo es sabio, conoce sus limitaciones y sus posibilidades, se decía, para conjurar la incertidumbre. Pero su cuerpo, que era sabio, no acababa de encontrar el camino. Lo curioso era que ese mismo cuerpo que no encontraba el camino era el que le pedía —le reclamaba, le exigía— hacer el pino y dar volteretas. Había empezado su corazón. En momentos muy concretos, el corazón le empezaba a latir más de prisa y la respiración se le entrecortaba. Luego, no sólo era el pecho el que se le hinchaba, sino los brazos, que querían agitarse, y las piernas, que querían saltar solas. Un día había tenido la certeza: su cuerpo quería hacer el pino y dar volteretas. Al principio, la idea le había parecido ridícula, pero pronto se había convertido en una obsesión. Por eso se había apuntado al gimnasio. Fue su cuerpo el que tuvo la culpa. Lo había imaginado, soñado y deseado cientos de veces: él se ponía a dar saltos y volteretas, y acababa haciendo el pino. Tal era la alegría irreprimible que sentía ante la presencia de aquella amiga, con la que se encontraba a veces por la calle. Los del gimnasio también tuvieron la culpa. Tendrían que haberle enseñado lo que pedía. De haberlo hecho, tal vez le hubiesen ahorrado los chichones, o la rotura de clavícula. Y el desconcierto a la mujer, quien, mientras le ayudaba a levantarse, no podía ni imaginar los caminos absurdos, imprevisibles y entrañables por los que transitan los amores maduros.
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