[Sueños
]
13 Abril, 2008 11:31
Fue un sueño raro, de esqueletos. En el sueño, yo era el esqueleto de un escritor casi desconocido al que el esqueleto de una escritora muy importante le había pedido que hiciera de presentador de un libro suyo. Yo me llamaba como me llamo, la escritora se llamaba Olga Xirinacs, y mi esqueleto conocía al suyo desde que mi esqueleto era el de un balbuciente aprendiz de periodista, allá a principios de los Ochenta, y su esqueleto acumulaba, de forma seguida y paulatina, los premios más importantes de la literatura catalana, tanto en narrativa como en poesía. A pesar de tratarse de una relación muy esporádica y asimétrica —el esqueleto de la escritora había publicado más de cincuenta libros, mientras que mi esqueleto había publicado apenas cuatro—, su esqueleto había mostrado siempre mucha simpatía por los escritos del mío y lo animaba a seguir. Así que cuando su esqueleto había manifestado el deseo de que fuera mi esqueleto el que presentara su novela, mi esqueleto había crujido de gozo, vanidad y temor. Era demasiada responsabilidad para mi esqueleto, y eso se había notado la noche de la presentación, en la que mi esqueleto había realizado una intervención torpe, imprecisa, más larga de lo debido y en cualquier caso muy por debajo de lo que la calidad de la novela merecía. Pese a todo ello, el esqueleto de la escritora había aguantado el tipo y salvado la velada, a la que habían asistido esqueletos de amigos y de seguidores fieles de sus escritos, así como esqueletos de algunos colegas escritores. Lo que no había habido era ninguna representación oficial de la ciudad. Ni el esqueleto del alcalde, ni el de ningún concejal, ni el de ningún responsable institucional —Municipio, Diputación, Generalitat, Estado—, habían estado presentes en un acto en el que la escritora más prolífica y galardonada de las comarcas de Tarragona presentaba en público su última novela. La desgracia de los políticos —pensaba mi esqueleto durante el acto— es que nunca aciertan: malo si están y malo si no están. Tras la presentación, y una cena con el esqueleto de la escritora, el de su marido, el del editor Alfred Arola y el de mi mujer, el esqueleto de mi mujer y el mío habíamos ido a parar con nuestros huesos al depósito municipal, a donde la grúa —ésta sí omnipresente— se había llevado nuestro coche por estar mal aparcado. Luego, ya en la cama, mi esqueleto había tenido un hermoso sueño: yo era un escritor al que Olga Xirinacs había encargado la presentación de su última novela, Los viajes de Horacio Andersen, en la que el esqueleto de un pintor abandona su cuerpo por las noches para realizar incursiones fascinantes y estremecedoras por el mundo de los muertos.





