Antes de la palabra, fue el garrote. Antes de que el hombre pudiera decir cielo, tierra, árbol, fruto, trigo, pan, hortaliza, cabeza, mano, libertad, madre, bebé, casa, luna, pastel, piojo o zapato, era el garrote el que nombraba las cosas. El mundo era el caos, y el garrote ponía orden en el caos. El garrote fue el principio, porque fue anterior a la maza, y a la lanza, y a la flecha, y a la ballesta, y al arcabuz, y al rifle, y al cañón, y a la ametralladora, y a las granadas y a las bombas. El garrote fue anterior a todo. Lo único anterior al garrote fue el hueso, que fue el primer instrumento utilizado como garrote. Hace cientos de miles de años, cuando el hombre era carroñero —más carroñero que ahora—, cuando descuartizaba con las uñas y los dientes a los animales muertos, el primer garrote fue la pata o el hueso arrancado a la pata del animal. Cuando los otros hombres le disputaban la pieza cobrada o encontrada, el hombre blandía contra éstos las patas o los huesos del animal. Y de ahí, de ese gesto de amenaza del hombre blandiendo un hueso u otros objetos como garrote, es de donde nació el lenguaje. Durante cientos de miles de años, el único lenguaje del hombre fue ese gesto de amenaza, acompañado de gruñidos terroríficos. Cuanto más intimidatorios eran el gesto y el gruñido, su lenguaje era más efectivo y convincente. ¡Grrrrrrrrr!, decía ese hombre, y, para acentuar la fuerza de su amenaza, abría la boca enseñando todo el potencial de sus dientes y mandíbulas, dispuestos a rasgar, destrozar, aniquilar: ¡Grrrrrraaaaaaaa! Y los otros sabían a qué atenerse. De ahí salieron los primeros sonidos diferenciados: ¡Grrrraaa!, para expresar amenaza, ¿Grrrrreeehhh?, para indicar desconcierto, ¡Grrrriiii!, para manifestar alegría, ¡Grrrroooohhh!, para exteriorizar asombro, Grrruuuhh…, para comunicar temor. Claro que, para que la poderosa “a”, la dubitativa “e”, la vivaracha “i”, la fascinada “o” , la timorata “u” y otros sonidos intermedios se asentaran para siempre en el lenguaje, tuvieron que pasar otros cientos de miles de años. También tuvieron que pasar muchos miles de años para que las consonantes se encaramaran sobre las vocales y permitieran al hombre decir palabras como manzana, lago, comida o perejil. Antes de todo eso, el hombre del garrote decía: ¡Grrrraaa!, y ese gruñido quería decir: “¡Mío, mío!” Durante miles de años, hubo muchos muertos a garrotazos antes de que a otro hombre se le ocurriera preguntar: ¿Grrreeeeh?, que quería decir: “¿Tuyo?” Este último, sin saberlo, fue el inventor del lenguaje hablado.
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11 Marzo, 2007 10:05
Hacia finales del año 2020, el paleontólogo Edubaldo Price publicó un trabajo que dio un giro copernicano al estudio de la evolución humana. Hasta esa fecha, las teorías de Charles Darwin sobre el origen del hombre eran aceptadas por la totalidad del mundo conocido, con excepción de algunas regiones de Estados Unidos, en cuyas escuelas se seguía enseñando a los niños que la idea de que el hombre pudiera descender del mono era, simplemente, ridícula. Como es sabido, las conclusiones que el naturalista británico publicó en 1871 fueron recibidas por sus contemporáneos con escepticismo, dudas y no pocas burlas. Tuvieron que pasar algunos años para que la comunidad científica aceptara que la especie humana está emparentada con la de los primates. Idénticos escepticismo y burlas provocaría un siglo y medio después Edubaldo Price, quien, paradójicamente, confirmó y a la vez echó por tierra las teorías de Charles Darwin. Para formular sus hipótesis, Edubaldo puso como ejemplo a Nicolás Copérnico. Así como el astrónomo polaco demostró en 1543 que era el Sol y no la Tierra el centro del universo conocido hasta entonces, Edubaldo proclamó en el 2020 que no era el hombre el que descendía del mono, sino el mono del hombre. El mono, por tanto, se encontraba en una fase superior —más evolucionada— que el hombre, lo cual convertía en inútiles todos los esfuerzos científicos para buscar al inencontrable —por inexistente— eslabón perdido. Lo curioso fue que el hallazgo de Edubaldo no se originó en los estudios comparativos de fósiles a los que él, como paleontólogo, estaba acostumbrado, sino a una intuición que tuvo un día de marzo del 2007 cuando estaba sentado frente al televisor. “En la pantalla, los senadores españoles mostraban un comportamiento que me recordó más a monos agresivos que a personas adultas y educadas”, escribiría más tarde en sus memorias. Tras esta primera iluminación, vinieron años de estudios y de observación concienzuda que no dejaban lugar a dudas: el hombre iba evolucionando hacia mono. No había pues, que buscar el eslabón perdido, pues el eslabón perdido éramos nosotros, y en lugar de mirar hacia atrás debíamos mirar hacia delante. ¿Alguien recordaba la inquietud que nos producía la mirada de los gorilas y chimpancés, tan parecida a la nuestra? Durante muchos años se pensó que esa inquietud la sentíamos porque, en cierta manera, nos encontrábamos frente a frente con nuestros antecesores. Price demostró que, en realidad, esa mirada es la mirada de nuestros hijos. Cada vez más monos.
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04 Marzo, 2007 18:00
El Universo, al principio, era la Nada, y en esa Nada, de repente, comenzaron a flotar unas partículas de polvo que no aparecieron de la Nada —puesto que la Nada no puede originar nada— sino que procedían de otro Universo paralelo situado justo encima del que conocemos. Para los efectos, era como si el Universo que conocemos fuera el piso de un edificio, y el otro Universo, el paralelo, fuera el piso de arriba. Y como si alguien, allá arriba, en el Universo paralelo —hay guarretes y guarrillas para todo— hubiera sacudido una alfombra cuyo polvo, en forma de infinitas partículas, hubiese caído al piso de abajo, en el que no había absolutamente nada: ni balcones, ni terrazas, ni salón comedor, ni habitaciones, ni cocina, ni lavabos, ni nada, porque el piso de abajo era la Nada. Pues bien: esas partículas flotantes de polvo provenientes del piso —Universo— de arriba comenzaron a atraerse a sí mismas, formando nuevas partículas cada vez más grandes que a su vez atraían a otras, y a otras, y así sucesivamente hasta formar masas cada vez más compactas y gigantescas que atraían a otras, y a otras, hasta formar una pelota gigantesca que no paraba de crecer y ejercía cada vez más fuerza sobre sí misma
y sobre todo lo que la rodeaba. Para que nos entendiéramos, esa pelota llegó a ser tan inmensa que era más grande que la suma de todos los planetas conocidos y desconocidos, de las estrellas, de las constelaciones, de las galaxias y de todos los demás conjuntos de masas estelares, porque esa pelota era todo lo existente condensado en una gran esfera —o una gran boñiga, porque ¿quién nos asegura que sus formas fueran regulares o irregulares?—. El Universo que conocemos era aquella gran esfera o boñiga —cada vez más apretada— y la Nada a su alrededor. Había habido un momento —porque había sido eso, un momentito de nada— en que, de puro prieta —de tanta presión sobre sí misma—, la boñiga había estallado en miles de miles de miles de millones de pedazos, y cada uno de esos pedazos había ido encontrando su sitio en la Nada —un sitio que no era estático, sino móvil, puesto que el impulso de la explosión se mantendría para siempre jamás mediante rotaciones, traslaciones y órbitas planetarias—.
Al llegar aquí, vino la pregunta que destruyó todo ese complicado engranaje: “¿En qué piensas?”, dijo ella. ¿En qué iba a pensar? En nada. ¿Cómo que en nada? Nadie piensa en nada. Pues, sí. Resultaba que él pensaba en nada. Mejor dicho: en la Nada —aclaró, con una sonrisita de superioridad—. Y cometió el error de desvelarle, uno a uno, sus pensamientos. “Muy bien, Einstein” —dijo ella—. “Pero, ahora, baja a por el pan.” Hala, el Big Bang a tomar por el saco.
y sobre todo lo que la rodeaba. Para que nos entendiéramos, esa pelota llegó a ser tan inmensa que era más grande que la suma de todos los planetas conocidos y desconocidos, de las estrellas, de las constelaciones, de las galaxias y de todos los demás conjuntos de masas estelares, porque esa pelota era todo lo existente condensado en una gran esfera —o una gran boñiga, porque ¿quién nos asegura que sus formas fueran regulares o irregulares?—. El Universo que conocemos era aquella gran esfera o boñiga —cada vez más apretada— y la Nada a su alrededor. Había habido un momento —porque había sido eso, un momentito de nada— en que, de puro prieta —de tanta presión sobre sí misma—, la boñiga había estallado en miles de miles de miles de millones de pedazos, y cada uno de esos pedazos había ido encontrando su sitio en la Nada —un sitio que no era estático, sino móvil, puesto que el impulso de la explosión se mantendría para siempre jamás mediante rotaciones, traslaciones y órbitas planetarias—.
Al llegar aquí, vino la pregunta que destruyó todo ese complicado engranaje: “¿En qué piensas?”, dijo ella. ¿En qué iba a pensar? En nada. ¿Cómo que en nada? Nadie piensa en nada. Pues, sí. Resultaba que él pensaba en nada. Mejor dicho: en la Nada —aclaró, con una sonrisita de superioridad—. Y cometió el error de desvelarle, uno a uno, sus pensamientos. “Muy bien, Einstein” —dijo ella—. “Pero, ahora, baja a por el pan.” Hala, el Big Bang a tomar por el saco.
[Orígenes
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18 Febrero, 2007 11:55
El anciano pensaba que había sido su propia soberbia la que había provocado que los suyos se hubiesen olvidado de él. Había habido un tiempo… ¡Qué decía, un tiempo! Había habido muchos tiempos en los que la sola alusión a su persona infundía tanto temor que nadie se atrevía ni siquiera a pronunciar su nombre. Sólo algunos elegidos, muy pocos, tenían el privilegio de dirigirse a él. A los demás les estaba prohibido. Los pequeños, desde que nacían, eran consagrados a su servicio y crecían sabiendo que todo lo debían a él, que él era dueño de sus vidas. Aunque no les estuviera permitido verlo ni hablarle, sabían que él decidía lo que estaba bien y lo que estaba mal; que premiaba lo bueno y castigaba lo malo; que tenía una especie de red invisible de espionaje mediante la cual lo veía todo y lo escuchaba todo —hasta los pensamientos, que no se pueden escuchar porque no hacen ruido—. Él escuchaba hasta los pensamientos, porque él lo podía todo y lo controlaba todo, ¿entendían? Eso había sido durante un tiempo, o durante muchos tiempos, y él llegó a pensar que ese era el orden natural de las cosas: él, superior a todos los demás, decidiendo sobre el bien y el mal, y los demás temiéndole y obedeciéndole. Pero, con el tiempo, o con los tiempos, lo paradójico fue que tener todo el control equivalía a no tener ningún control. Había querido ser responsable de todo y se había convertido en responsable de nada. Ahora, todos le daban la espalda. Ahora, él pensaba que no pintaba nada y echaba de menos los tiempos —tan lejanos ya— en los que él no era único, sino uno más entre muchos, que se repartían el trabajo. Había habido un tiempo —un lejano y largo tiempo, ¿sabían?—, en el que había un encargado del sol, un encargado del viento, uno del mar, otra —ésta, una mujer— de la tierra, de la caza, de la agricultura, del amor, de la sabiduría… Por haber, había habido hasta un encargado del trueno y otro del vino, ¿sabían? Había habido todos esos encargados, y muchos otros, hasta que a él se le había ocurrido que no había sitio para tantos. Sí, había sido la soberbia, repetía el anciano. La soberbia lo había inducido a querer ser el único, y ser el único era no ser nada. Echaba de menos a otros con quienes compartir responsabilidades: Thor, Odín, Marte, Minerva, Artemisa, Baal… U otros diferentes, con nuevos nombres y nuevos encargos: Solidaridad, Respeto, Civismo, Justicia, Igualdad… Nuevos dioses en los que el hombre pudiera buscar su imagen y semejanza. El anciano que decía ser Dios decía todo eso porque se sentía muy solo y olvidado.
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10 Febrero, 2007 23:39
La revolución que a principios del siglo XXI cambió para siempre el orden económico internacional se originó en una mezquita turca en enero del año 2007. Por esos días, cadenas televisivas y periódicos de todo el mundo, así como innumerables sitios del ciberespacio, enseñaron unas imágenes que asombraron a espectadores, lectores e internautas. Al tener que descalzarse para entrar al lugar de culto, un individuo elegantemente vestido a quien acompañaba un séquito de personalidades enseñó unos calcetines rotos por los que asomaban los dedos gordos de sus pies. El asunto no hubiera pasado a mayores si no fuera porque, aunque desconocido para el gran público, ese señor que mostraba las cucharillas se llamaba Paul Wolfowitz y ostentaba el cargo de presidente del Banco Mundial, una entidad creada por países desarrollados para financiar proyectos de países más pobres. La anécdota generó millones de comentarios, la mayoría de ellos jocosos, pero nadie podía sospechar la impresión que había producido en el inconsciente colectivo. Lo cierto es que, a partir de esas imágenes, la humanidad, que por aquella época atendía a los peligros del cambio climático del planeta, descubrió que acechaban amenazas todavía peores. Por una asociación de ideas que equiparaba los calcetines a las necesidades básicas del hombre, la gente comenzó a sospechar que los ricos no eran tan ricos. Y si los ricos no eran tan ricos y no podían ni sufragar sus necesidades básicas —si no tenían ni para calcetines—, ¿qué podían esperar los demás? El miedo se apoderó de todos. Pero fue un miedo fructífero: a partir de ahí, al solicitar préstamos, nadie pedía a los bancos que le rebajaran los tipos de interés, sino que se los subieran; las hipotecas se revisaban al alza, y en lugar de colocar depósitos a término fijo los clientes donaban el dinero a los financieros. Los gobernantes de los países en desarrollo dejaron de pedir que les perdonaran la deuda externa e implantaron nuevos impuestos destinados a financiar el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, dos entidades que ya no invirtieron más en países subdesarrollados, sino que repartían el dinero a los multimillonarios —previo examen de sus calcetines—. Todos tuvieron que trabajar más, y así fue como el siglo XXI fue conocido como el de Siglo de la Productividad. También fue el siglo en el que los psicólogos comenzaron a utilizar el nombre de “síndrome Wolfowitz” para definir ese placer intenso que experimentan los pobres al darle dinero a los ricos.





