Apenas hubo dado el golpe que acabó con la bestia, el caballero tuvo una visión que lo aterrorizó: la noticia de que el dragón no era invencible se difundía como un huracán incendiario por ciudades, villas y aldeas remotas, rebasaba los confines del país y llegaba hasta los lugares más recónditos. Un valeroso desconocido había dado muerte al monstruo. No habría más sacrificios ni tributos. Ya no se malograrían ni las mejores crías de animales, ni las doncellas, ni los jóvenes. La pesadilla había terminado. El rey había decretado un año entero de festejos, había prometido a su hija con el vencedor, lo había llenado de riquezas y lo había nombrado heredero de todos sus dominios. Juglares, poetas, trovadores y cómicos narraban, recitaban, cantaban y representaban la leyenda en plazas, iglesias y castillos. Los niños lo imitaban valiéndose de pieles, cuernos de vaca y lanzas de madera, y las niñas hacían corros, engalanando con flores y ramitas de laurel a sus pequeños guerreros. El mal había sido vencido, y se abría una época de paz y felicidad para todos los hombres. Sin embargo, con la difusión del triunfo del caballero anónimo sobre la abominable bestia también se había sembrado la semilla de la ambición. Muy pronto, nobles y villanos de todas las edades habían querido emularlo y se habían organizado partidas en busca de otras criaturas a las que la imaginación popular atribuía más peligrosidad que a la vencida por el caballero. La fiebre de oro, riqueza y reconocimiento arrasaba a generaciones enteras. Ya ningún niño o adolescente humilde quería ser aprendiz de herrero, alfarero, cocinero, palafrenero, curtidor o sastre. Ahora, todos aspiraban a ser héroes. Los campos, los talleres, las canteras, los mercados, eran abandonados. Los hombres se embarcaban en la búsqueda frenética y desesperada de la fortuna, las mujeres se dejaban contagiar por el delirio colectivo, y en los poblados los ancianos eran abandonados a su suerte. Como consecuencia de las batidas de la muchedumbre, los bosques eran devastados, y toda criatura conocida, desconocida o simplemente rara era aniquilada. Desaparecían de la faz de la tierra no sólo leones, osos, lobos y jabalíes, sino duendes, trasgos, hadas, ondinas, sirenas, unicornios, centauros, quimeras… Y, por supuesto, dragones. El caballero mojó la punta de la espada en la sangre del dragón y le untó la lengua con el líquido. El cuerpo de la bestia, tras un último estertor, se relajó. El caballero estuvo un largo rato quieto, contemplando a su enemigo, el último dragón del que se tiene conocimiento. Cuando volvió a moverse, ya había decidido renunciar a la princesa.