Se trata de una pesadilla que tiene dos tiempos, como los partidos de fútbol. En el primer tiempo, y sin que sepa cómo ni por qué—pues las pesadillas no tienen cómo ni porqué— yo intento llamar por el teléfono fijo de mi casa y, después de esperar en vano la señal para marcar el número, compruebo que la clavija está fuera del enchufe. Yo cojo la clavija e intento introducirla en su sitio, pero el perímetro de la hembra es mucho mayor que el de la clavija, así que ésta entra y sale sin encontrar asideros. En ese momento recuerdo que, cuando cambié la línea normal por la ADSL, el operario que la instaló tuvo muchas dificultades para hacerlo y marchó dejándome la ADSL funcionando, pero las clavijas hechas unos zorros. Entonces, me vuelvo a acordar de la madre del operario, y bajo las escaleras hasta la primera planta —yo duermo en la segunda—, para, con complacencia masoquista, comprobar que tengo razón: el tipo aquel era un inútil; los enchufes de la primera planta —que es donde tengo el estudio, el recibidor para los íntimos y el gimnasio— tampoco funcionan. Preso de un frenesí aniquilador en el cual incluyo al resto de familia de aquel técnico y a todos los teleoperadores, desciendo hasta la planta baja. Los enchufes de la cocina y del salón también están estropeados. Verificar esto me llena de alivio e inquietud. Alivio, porque tengo razón: este es un país de chapuceros. Inquietud, porque yo tenía que llamar a alguien, y ahora no recuerdo a quién, ni por qué. Ahora, mis iras se extienden a los directivos e incluso a los accionistas de la empresa. ¡Pandilla de zánganos…! A estas alturas, comienza la segunda parte de la pesadilla: me despierto, me levanto de la cama y me dirijo a oscuras hacia el teléfono más cercano. Allí compruebo que, efectivamente, la clavija está fuera de sitio. Entonces, por pura rutina —pues ya sé lo que voy a encontrar— quiero bajar a la primera planta, pero no encuentro la escalera. ¡Alguien ha cambiado de sitio la escalera…! ¡Mierda…! ¿Dónde está la escalera…? Sigo palpando a tientas, para no despertar a nadie, pero la escalera no está. ¡Sólo encuentro puertas y paredes…! Preso de una angustia indescriptible, despierto del todo y me quedo un rato quieto, de pie, sin saber qué hacer. Luego, me dirijo a la cocina, bebo un poco de agua y, después, todavía desconcertado, vuelvo a mi habitación y me acuesto muy despacio. Durante las siguientes dos horas, me desvelo pensando en por qué tengo pesadillas con casas de tres plantas, yo, que siempre he vivido en pisos de sesenta metros cuadrados.