Todos incubamos en nuestro interior monstruos latentes que de vez en cuando se desperezan. El suyo, uno de sus monstruos, comienza a manifestarse cada vez que él accede al recinto de un cajero automático. Si el lugar está vacío, él entra, ajusta el pestillo de seguridad, extrae el dinero con premura y luego, antes de salir, comprueba que no haya nadie sospechoso a los alrededores. Si ya hay alguien dentro, espera a que salga, aunque se trate de uno de esos espacios con varias máquinas dispensadoras y alguna de ellas esté libre. Sólo cuando tiene mucha prisa se atreve a compartir el recinto con otro cliente, y entonces la obtención de efectivo se convierte en un acto tenso, angustioso, lleno de contingencias. El otro puede ser un atracador que simula estar sacando dinero, el miembro de una banda de falsificadores que grabará la clave de su tarjeta, o alguien que tiene un cómplice fuera al que, según la cantidad que él extraiga,  le dirá por señas si vale la pena abordarlo. Esta vez, el miedo del hombre le viene con retruque. Ha entrado en el cajero creyendo que estaba vacío, pero detrás de una columna se ha encontrado con la mirada del otro. Y tras ese primer respingo, ha notado en aquellos ojos un chispazo de reconocimiento, como una herida de la memoria. “Hola”, ha dicho él por puro reflejo. El otro no ha contestado. Lo que sigue ocurre como a cámara lenta: él se dirige hacia la máquina y, después de varios intentos —el bolsillo del pantalón se niega a soltar su presa— extrae la cartera y la tarjeta. Sus movimientos son torpes. Ha utilizado el cajero cientos de veces, pero ahora parece no recordar cuál es la ranura adecuada. Cuando la encuentra, ésta escupe un par de veces el plástico, como si lo rechazara, y finalmente lo engulle. Sintiendo la mirada del otro fija en su nuca o en sus manos —qué sabe él—, teclea el importe y la clave —esta vez no le ha parecido adecuado tapar una mano con la otra— y espera la respuesta, que le impacta como una sentencia: “Saldo insuficiente.”  Rectifica el importe, bajando la cantidad, pero la frase se repite, como un mal augurio: “Saldo insuficiente.” ¿Vería la pantalla el otro, desde donde se encontraba? ¿Adivinaría lo que le estaba pasando? ¿Estaba esperando a que sacara el dinero para pedirle que se lo diera? ¿Y, en ese caso, él, se lo daría? ¿Todo? ¿Una parte? ¿Se justificaría diciendo: mira mi saldo? Comprobó el disponible: dieciocho euros. Mierda. Si, al menos, el cajero diera billetes de diez euros… Por llevarse algo, imprimió un comprobante de las últimas operaciones, miró de soslayo al otro y salió a la calle, esta vez sin tomar precauciones. Dentro, el otro ni se había movido del suelo, en donde se arrebujaba entre cartones. Más tarde, los dos intentarían recordar un apellido de los tiempos del instituto. ¿Gordillo… Bonillo…? ¿Méndez… Meléndez…?