Puede que en esos momentos el buscador recordara aquel sueño recurrente que lo había atormentado desde que tenía memoria: él caminaba mirando hacia el suelo y veía brillar lo que parecía ser una moneda. Al agacharse, resultaba que sí que era una moneda, y, justo al ir a coger la moneda descubría junto a ella una segunda moneda, y justo al ir a recoger esa segunda moneda descubría no una tercera moneda sino un montoncito de monedas que estaban al lado de otro montón más abundante, y de otro, y de otro, hasta que la suerte era tan inmensa que resultaba que aquello no podía ser posible —no le podía ocurrir a él— y el maldito pensamiento lógico, que no lo abandonaba jamás, lo hacía despertar de golpe, y aquella estúpida ensoñación de encuentro de tesoros se volatilizaba, pero permanecía agazapada en algún lugar de su cabeza, a la espera de volver a repetirse. También puede que tuviera un segundo recuerdo, no de un sueño esta vez sino de una imagen que también lo perseguía durante las noches de insomnio: él era un niño aficionado a coleccionar piedras de río. Se le había ocurrido cuando el rico de la clase había llevado un bote de cristal lleno de canicas. Él había buscado en la basura hasta encontrar un bote vacío de mermelada, lo había dejado reluciente y lo había ido llenando con guijarros, que al final resultaron ser más variados y atractivos que las canicas. Había sido entonces cuando su maestra había comenzado a referirse a él con el apelativo cariñoso de “el buscador”, un mote que él había asumido casi como una responsabilidad. Más tarde, cuando su familia había huido de la pobreza llevadera de los ríos y se había refugiado en la prosperidad engañosa de una ciudad marítima, él había reemplazado los guijarros por conchas de mar. Las conchas tenían una ventaja sobre los guijarros: si uno tenía paciencia —y él la tenía, para algo era “el buscador”—, encajaban perfectamente unas dentro de las otras. Puede que fuera esto lo que le hiciera sonreír. Como de la chistera de un prestidigitador, acababa de sacar una, dos, tres, cuatro y cinco ollas, de distinto tamaño pero de idéntico material y agarraderas, que cabían unas dentro de las otras. Las ollas no eran nuevas, pero, bien limpias y pulidas, seguro que tendrían un pase. También había sacado un hornillo eléctrico, una plancha, un radiocasete y una sartén de hierro, y había dispuesto todos los utensilios sobre la acera en un conjunto ordenado. Quizás pensara en aquellas cosas ahora, antes de guardar sus hallazgos en un desvencijado carrito de la compra, mientras volvía a rebuscar dentro del contenedor de basuras.