[Cosas de la vida ] 01 Marzo, 2009 10:47
Ocurrió hará unos cinco años, cuando yo era redactor de la Edición Digital del Diari de Tarragona. Como la página web del Diari debía estar permanentemente actualizada, yo tenía que madrugar para colgar las noticias de última hora. Llegaba a eso de las seis y media de la mañana, trabajaba durante un par de horas, regresaba a casa para llevar a mis hijos al colegio, y luego volvía a la redacción. Por supuesto, a esa hora, el edificio del Diari estaba vacío de personal, y yo solo coincidía con Luzdy, que era la señora que limpiaba la redacción, y con otras dos señoras más de la limpieza, a quienes yo no solía ver casi nunca, pues se ocupaban de las otras plantas. Luzdy era pizpireta y cantarina, y sé que nos caíamos bien, pero apenas hablábamos: ella a lo suyo y yo a lo mío; tanto, que yo estaba seguro de que ella no sabía ni mi nombre ni cuál era mi función en el periódico. Un día de invierno, como consecuencia de un apagón, nos quedamos a oscuras durante un buen rato y con las puertas del edificio bloqueadas. Lo del apagón se resolvió pronto, pero las puertas siguieron sin funcionar, así que, ante la eventualidad de que mis hijos llegaran tarde al colegio, decidí saltar por una ventana baja. Luzdy no era partidaria de mi —llamémosla— temeridad, e intentó disuadirme, pero yo, erre que erre, me lancé, y faltó poco para que me rompiera un tobillo. Como otras veces, a la anécdota  le saque punta en un escrito en el que un redactor avezado sobrevive a un apagón gracias a tres mujeres de la limpieza. El texto quedó apañadillo —les juro que a mí me hacia gracia—, se publicó en domingo con nombres ficticios, y el lunes yo no sabía si confesarle a Luzdy que la había convertido en heroína. Sin embargo, ella se me adelantó: “Cómo me pude reír con tu texto…!” “Pero, ¿cómo? ¿Lo leíste?” —le pregunté. “¡Si te leo siempre…!” —contestó. Yo me quedé parado. ¡La señora de la limpieza me leía…! ¿Qué más podía pedir un escritor? “¡Y la de abajo…!”  —prosiguió. “¿Cómo, la de abajo?” “¡La de abajo, la Vicky, a ésa le encantas: se recorta todos tus escritos…!” ¿Cómo? ¿La señora que limpiaba la planta baja guardaba todos mis escritos? Me quedé totalmente anonadado. Algunas semanas después, me crucé con ella, con Vicky, por la escalera. Los dos somos tímidos, así que lo único que se me ocurrió fue preguntarle: “¿Qué? ¿Sigue recortando mis escritos?” “Pues, claro. ¡Y me los paso al ordenador!”  Ahí, me quedé de piedra. Ese día, si en el trayecto que va desde el Diari hasta mi casa no me atropelló ningún coche, es porque iba levitando. Les cuento todo esto porque ya llevo trescientos veinticuatro culebrones escritos —más de seis años seguidos de culebrones— y he decidido que ya vale. Descanso de culebrones para ver si puedo escribir otra cosa.  Este último se lo he querido dedicar a Vicky, la señora de la limpieza que un día me hizo pensar que yo era el mejor escritor del mundo.
[Cosas de la vida ] 22 Febrero, 2009 10:02
La chica que parecía una diosa apareció allá, al fondo, a la altura de las naranjadas y el agua mineral. Al principio sólo fue una silueta magnífica que se fue agrandando a medida que el hombrecillo se acercaba. El hombrecillo, que ya tenía cierta edad, sabía que las diosas se indignan con los mortales si éstos las miran de frente, así que se fue aproximando a ella con doble cautela: no había que molestarla; pero, sobre todo, había que evitar que su mujer, la mujer del hombrecillo, que caminaba delante de él tirando del carrito de la compra, notara la presencia de la diosa. Para esto, la mujer del hombrecillo tenía un sexto sentido. Ocurría que, al hombrecillo, en cuanto veía a una diosa, se le ponía cara de tonto, y a su mujer, que poseía un rabillo del ojo superdotado, se le disparaban todas las alertas y se ponía de un humor de perros. “Y no son celos —le aclaraba—, es que no sabes la penita que das.” Bueno, ¿y qué? ¿Cómo no le iba a cambiar la cara, si diosas así no se veían todos los días? Además, si aparecía una diosa y él intentaba disimular, era peor. Se le ponía la cara todavía más rara y su mujer acababa por enterarse. “Tres frascos de lentejas” —dijo su mujer. “¿Qué?” —dijo él. “Que cojas tres frascos de lentejas. A ver si bajas de las nubes…” ¿Las nubes? Eso: aquello era el Olimpo, y ella era… Era muy alta e increíblemente bella. Lo insólito era que su mujer no la hubiera visto. “¿Qué te pasa? ¿Te pasa algo?” ¿Qué le iba a pasar?  Que se había quedado turulato. Pero no le iba a decir a su mujer: ¿Tú has visto ese pedazo de tía que está ahí, comprando? Luego, la había perdido de vista pero no se le iba de la cabeza. Siguieron el recorrido de siempre, él mirando a un sitio y a otro, pero, nada: la diosa había desaparecido. Estaban ya en lo del pescado, y su mujer le dijo que guardara el turno mientras ella iba a coger el café. “Si te toca, coge doradas.”  Él no veía doradas por ningún sitio. “¿Qué?” —preguntó. “¡Do-ra-das!” —le repitió su mujer, haciéndole ver que las tenía delante de sus narices. Él se sintió abochornado, se giró, y… —Oh, Dios— Se encontró con la mirada furtiva de la diosa, que se había colocado a su lado y había sido testigo de la puesta en ridículo. No era alta; era inmensa, hermosísima y mucho más joven que él, que parecía un microbio a su lado. Entonces, al cabo de unos instantes, el hombrecillo hizo algo insólito: se acercó de costado a la diosa y le susurró, en tono confidente: “¿A ti no te importa que yo sea un inútil, verdad?”  A la diosa se le escapó una sonrisa. “¿Ves? —dijo el hombrecillo— Ya sabía yo que estábamos hechos el uno para el otro.” La diosa hizo un gesto de aguantar la risa y se alejó con el carrito. Menos mal, porque la mujer del hombrecillo ya estaba de vuelta. “¿Quién era ésa?” —preguntó. “Una novia, de hace años” —dijo él. “¡Ja!” —dejó ir ella, sarcástica. Él sonrió, satisfecho de las tonterías que se le ocurrían.
[Cosas de la vida ] 22 Febrero, 2009 10:02
La chica que parecía una diosa apareció allá, al fondo, a la altura de las naranjadas y el agua mineral. Al principio sólo fue una silueta magnífica que se fue agrandando a medida que el hombrecillo se acercaba. El hombrecillo, que ya tenía cierta edad, sabía que las diosas se indignan con los mortales si éstos las miran de frente, así que se fue aproximando a ella con doble cautela: no había que molestarla; pero, sobre todo, había que evitar que su mujer, la mujer del hombrecillo, que caminaba delante de él tirando del carrito de la compra, notara la presencia de la diosa. Para esto, la mujer del hombrecillo tenía un sexto sentido. Ocurría que, al hombrecillo, en cuanto veía a una diosa, se le ponía cara de tonto, y a su mujer, que poseía un rabillo del ojo superdotado, se le disparaban todas las alertas y se ponía de un humor de perros. “Y no son celos —le aclaraba—, es que no sabes la penita que das.” Bueno, ¿y qué? ¿Cómo no le iba a cambiar la cara, si diosas así no se veían todos los días? Además, si aparecía una diosa y él intentaba disimular, era peor. Se le ponía la cara todavía más rara y su mujer acababa por enterarse. “Tres frascos de lentejas” —dijo su mujer. “¿Qué?” —dijo él. “Que cojas tres frascos de lentejas. A ver si bajas de las nubes…” ¿Las nubes? Eso: aquello era el Olimpo, y ella era… Era muy alta e increíblemente bella. Lo insólito era que su mujer no la hubiera visto. “¿Qué te pasa? ¿Te pasa algo?” ¿Qué le iba a pasar?  Que se había quedado turulato. Pero no le iba a decir a su mujer: ¿Tú has visto ese pedazo de tía que está ahí, comprando? Luego, la había perdido de vista pero no se le iba de la cabeza. Siguieron el recorrido de siempre, él mirando a un sitio y a otro, pero, nada: la diosa había desaparecido. Estaban ya en lo del pescado, y su mujer le dijo que guardara el turno mientras ella iba a coger el café. “Si te toca, coge doradas.”  Él no veía doradas por ningún sitio. “¿Qué?” —preguntó. “¡Do-ra-das!” —le repitió su mujer, haciéndole ver que las tenía delante de sus narices. Él se sintió abochornado, se giró, y… —Oh, Dios— Se encontró con la mirada furtiva de la diosa, que se había colocado a su lado y había sido testigo de la puesta en ridículo. No era alta; era inmensa, hermosísima y mucho más joven que él, que parecía un microbio a su lado. Entonces, al cabo de unos instantes, el hombrecillo hizo algo insólito: se acercó de costado a la diosa y le susurró, en tono confidente: “¿A ti no te importa que yo sea un inútil, verdad?”  A la diosa se le escapó una sonrisa. “¿Ves? —dijo el hombrecillo— Ya sabía yo que estábamos hechos el uno para el otro.” La diosa hizo un gesto de aguantar la risa y se alejó con el carrito. Menos mal, porque la mujer del hombrecillo ya estaba de vuelta. “¿Quién era ésa?” —preguntó. “Una novia, de hace años” —dijo él. “¡Ja!” —dejó ir ella, sarcástica. Él sonrió, satisfecho de las tonterías que se le ocurrían.
[Cosas de la vida ] 15 Febrero, 2009 11:01
“Creo que habéis entendido en qué consiste el ejercicio”, dice el profesor a sus alumnos. “Se trata de que cada grupo elija un anuncio publicitario de una revista o periódico, que lo analice a fondo y que exponga oralmente los resultados del análisis ante el resto de la clase. Con una premisa: en la exposición, vais a adoptar el punto de vista de la agencia publicitaria. Es decir, vais a actuar como si fuerais vosotros los creativos del anuncio y tuvierais que explicar y defender su diseño ante a los responsables de la empresa anunciante, que en este caso son los compañeros de la clase. Por tanto, debéis valorar el producto, saber a qué prototipo de comprador se dirige, en qué medios vais a difundir el anuncio y, sobre todo, cuál es el mensaje: ¿Por qué ese eslogan y no otro? ¿Por qué habéis decidido incluir una fotografía y no un dibujo, o sólo texto? ¿Por qué habéis elegido como reclamo a una modelo desconocida y no a una diva del cine o del espectáculo, o viceversa? ¿Qué sentido tiene, por ejemplo, que en esta fotografía de un anuncio de ropa infantil las niñas aparezcan descalzas?” Se trata de que los alumnos reflexionen de forma creativa, aunque hay algunos a los que no hay que estimularlos demasiado: uno de ellos, entre clase y clase, ha colgado una silla en el perchero del fondo del aula. El profesor, que suele estar de buen humor, ha preguntado si esa silla colgada por el respaldo es un símbolo de algo, o una manifestación artística. Le han contestado que sí, que las dos cosas, y el profesor ha dicho que, en ese caso, ahí se queda la silla, porque los símbolos hay que respetarlos. Son alumnos de Segundo de Bachillerato, entienden las ironías. “Oye, profe, una pregunta: ¿Y yo qué sé por qué las niñas de este anuncio van descalzas?” “Ah, yo no lo sé, por eso te lo preguntaré cuando hagas la exposición…” La alumna está desconcertada. “Pero, ¿y si no lo sé?” “Pues, te lo inventas.” “Ah, ¿que se puede inventar?” “Por supuesto.” Otras, en cambio, lo tienen claro. “Profe, ya hemos escogido el anuncio.” “¿Ah, sí? ¿De qué va?” “De Tampax.” “¿De qué?” “De Tampax, de tampones.” Mira que hay alumnas raritas, piensa él. “Y, para la exposición, traeremos una muestra real del producto, ¿podemos?” El profesor no sabe si hablan en broma o en serio, pero, para hacerse el gracioso, pregunta: “¿Traeréis un tampón con alas?” Las chicas del grupo se ríen, y una de ellas, en tono condescendiente, como quien habla a quien no se entera, dice: “Oye, profe… Es que… Los tampones no llevan alas; son las compresas las que llevan alas.” ¡Ostras, es verdad! ¡Vaya planchazo! ¡Un profesor cincuentón, padre de familia, creyendo que los tampones llevan alas! Ah, pero, al profesor, el orgullo herido le activa los reflejos: “Es verdad”, reconoce. “Pero, ¿sabéis por qué los tampones no llevan alas, eh? ¿Lo sabéis?”  “¿Por qué, por qué?” , preguntan las alumnas. “¡Porque van a propulsión!”
[Familia Price ] 09 Febrero, 2009 20:31
El profesor Andres F. Price entra en el laboratorio de ciencias, deposita con aire misterioso una nevera portátil sobre su mesa y comienza a hablar ante sus alumnos de Tercero B. Hoy, en clase de Anatomía, van a conocer algunas cosas sobre el órgano principal del cuerpo humano. Por supuesto que todos los órganos del cuerpo son importantes, porque cada uno de ellos cumple una función específica para la salud, pero éste, del que van a hablar hoy, es el más importante, el rey de los órganos. ¿A qué órgano nos estamos refiriendo? ¡Al cerebro, profe! Bueno, el cerebro es muy importante, por supuesto, pero, ¿además del cerebro? ¿Un órgano que si deja de funcionar morimos al instante? ¡El corazón! Bien: el corazón. La clase empieza a estar encarrillada. Pero, en ese momento, Alba, una de las alumnas, saca un espejito de la mochila y comienza a mirarse en él, mientras otras dos chicas la observan. Oh, no, no, no. ¡Guarda eso, por favor!, dice Andrés F. Escuchad, Alba y todas las demás: todas vosotras sois guapísimas. No hace falta que lo estéis verificando a cada momento. Y menos ahora, que estáis en clase; en clase toca estudiar y estar atentos; no toca comprobar si el rímel sigue en su sitio, ¿de acuerdo? No seáis como las Bratz. ¿Conocéis a las Bratz, verdad? ¿No habéis visto nunca a las Bratz? Las Bratz es una serie de dibujos animados que pasan los sábados por la tele. Trata de unas niñas que sólo piensan en maquillarse, en los novios, en ir a la peluquería y en comprar ropa para estar a la última moda. Vosotras sois estudiantes, no sois Bratz, ¿de acuerdo? Bueno: vamos a lo nuestro, que es el corazón humano. El profesor Andrés F. Price se pone unos guantes de látex, abre la nevera y extrae… ¡Anda! ¿Eso es un corazón humano, profe? No, no es un corazón humano, pero se le parece mucho. Es un corazón de cordero. Ah. Durante el resto de la hora, el profesor desarrolla uno de sus temas favoritos. Más que una clase, lo que realiza es un ejercicio de prestidigitación durante el cual, a medida que explica el sistema circulatorio, va localizando los orificios de las venas y las arterias del corazón de cordero y va introduciendo por ellos puntas de lápices de distinto color: lápices rojos en el caso de las arterias, y lápices azules en el de las venas. Los alumnos siguen sus movimientos con gran interés, y eso que ignoran que Andrés F. se guarda un as en la manga: ahora, dice casi al final, van a comparar ese corazón real de cordero con la lámina colgada en una de las paredes que representa un corazón humano. Sí, ésa en la que nadie se había fijado. ¡Anda, pues es verdad: es idéntico, profe! A partir de ahora, los alumnos mirarán esa lámina con  mayor atención y la entenderán mejor. La clase, una de sus mejores clases, está a punto de acabar. Bueno: una hora aprovechada. ¿Alguna pregunta? Sí, profe. Menos mal. Ahora es Alba la que se interesa: ¿A qué hora has dicho que pasan la serie de televisión de las Bratz?
[Cosas de la vida ] 01 Febrero, 2009 10:43
 “Voy al banco, a por lo de los recibos”, dijo la mujer. “No; te digo que ahora mismo estoy yendo al banco a por lo de los recibos”, repitió, elevando la voz. La mujer hablaba por un teléfono móvil, delante de la terraza del bar en donde suelo tomar la cerveza de los viernes al mediodía, y volvió a repetir por tercera vez, casi a gritos, lo del banco y lo de los recibos, como si su interlocutor tuviera algún problema auditivo o de comprensión, o como si, con la potencia de su voz, ella pudiera compensar lo que no cubrían las ondas del servidor telefónico. Pero eso no fue lo que me llamó la atención: lo curioso era que, mientras con una mano sostenía el teléfono, en la otra portaba una escoba y un capazo de plástico del servicio municipal de limpieza. Vestía, por supuesto, el mono de trabajo correspondiente, y, quizás por mecanismo reflejo, mientras hablaba, iba recogiendo papeles con la escoba. Sus gestos eran tan naturales que me hicieron recordar, por contraste, una imagen de años atrás, cuando el uso de los teléfonos móviles todavía era muy incipiente, y en cualquier caso sólo reservado a la gente ‘importante’: en una de las esquinas más céntricas de la ciudad, un ejecutivo lechuguino, aparcado en zona prohibida y con la puerta delantera del coche abierta —molestando a los demás conductores—, hablaba —o hacía que hablaba— por su teléfono móvil. Mientras pensaba cómo cambian los tiempos, por la terraza del bar pasó otro empleado de la limpieza —posiblemente un compañero rezagado de la señora anterior— que no hablaba por el móvil, pero llevaba puestos unos cascos de escuchar música. Ese detalle hizo que me quedara otro rato más allí, elucubrando sobre la tecnología y los oficios, hasta que di por acabada la hora del aperitivo y me fui para casa. Pero entonces, mientras caminaba por la acera, un hombre de mediana edad que estaba sentado en un banco se dirigió a mí: “Perdone señor” —dijo—. “¿Sí?” El hombre se quitó unos auriculares que llevaba puestos. “¿Le importa que le haga una pregunta?” “No, dígame” —contesté—. “Bueno, más que una pregunta… Es que… Verá… Con esto de la crisis y el desempleo… La verdad es que hace dos días que no como, y lo que quiero preguntarle es si me podría dejar un par de euros.” A mí, por lo que fuera —puede que por mezquindad— lo de la crisis y el desempleo me parecieron un camelo en el caso de aquel hombre, y, en cuanto a lo de los dos días sin comer, no pude evitar fijarme en su barriga cervecera, más reluciente que la mía. Me encontraba ante un profesional de la mendicidad —creí—. “Lo siento, no llevo dinero” —le dije—. “No pasa nada, señor” —dijo el hombre, y se volvió a encasquetar los auriculares, extrajo un móvil y comenzó a teclear, no supe si un número de teléfono o algún juego de come-cocos.

[Familia Price ] 25 Enero, 2009 11:33
Quizás alguien recuerde mi Teoría del Lugar Equivocado, esa que dice que todos estamos en el lugar equivocado porque siempre sabemos lo que haríamos si fuéramos otras personas, pero nunca sabemos cómo actuar cuando se trata de nosotros mismos. Por eso, a mí, que nunca estoy seguro de nada, a veces me salen interlocutores que tienen claro de qué tengo que escribir. El otro día, Eleuterio Price me contó algo que le había ocurrido, “una historia como las tuyas, para que la escribas”, me dijo. Según Eleuterio, el sábado anterior había ido de compras y estaba merendando, en compañía de sus hijas, en una mesa de una cafetería de un centro comercial, cuando una señora mayor que estaba sentada ante la barra había levantado la mano saludándolo. En un principio, Eleuterio, que no conocía de nada a la señora, había pensado que ésta se equivocaba, pero ella había repetido el gesto varias veces, tantas, que él se había visto obligado a corresponderle el saludo, como si la conociera de toda la vida. Al cabo de un rato, la mujer había desaparecido, y él se había olvidado de ella, pero, al ir a pagar, el camarero le había dicho que la señora le había dicho que su consumición ya la pagaría su yerno, que estaba en aquella mesa. Lo malo, según Eleuterio, es que, para evitar un escándalo delante de sus hijas, había preferido pagar. ¿Qué? ¿Eleuterio Price Puigpelat pagando así como así la consumición de la señora? La historia me parecía increíble, y así se lo manifesté. “No, pero es que ahí no acabó la cosa…”, me interrumpió. Resulta que Eleuterio, después de merendar, había entrado al supermercado y, mientras realizaba la compra… ¿a quién se había encontrado? Pues a la señora, que también estaba comprando. Bueno, comprando era un decir: estaba cogiendo artículos y escondiéndolos en el bolso. Eleuterio, lleno de indignación, se había ido hacia ella y la había interpelado: “¿Ya está bien, no? Mucha cara es lo que tenemos…” Pero, la mujer, en lugar de sentirse intimidada, había comenzado a levantar la voz, como si él la estuviera acosando. Eleuterio, sabiendo que él tenía la razón, hizo llamar al guardia de seguridad y le dijo que le abriera el bolso a la señora. “¿Y a que no sabes lo que tenía en el bolso?”, me preguntó Eleuterio. “¡Yo qué sé!”, le dije. “Nada; una mata de pelo.” “¿Una mata de pelo?” “Sí: el pelo que te estoy tomando yo ahora”, dijo. Había picado como un tonto, pero intenté guardar el tipo: “Sabía que era un chiste”, le dije. “Un tipo tan rácano como tú, pagando una consumición ajena…” “Pero, ¿a que es una historia como algunas de las tuyas?”, dijo. “Sí”, reconocí, “pero a mí no me gusta utilizar chistes conocidos en mis culebrones. “¿Sabes lo que haría en tu lugar?”, preguntó. “¿Qué?” “Guardarme la historia, por si un día no tienes de qué escribir.”  Le di la razón.
[Niños ] 18 Enero, 2009 10:36
Mientras deambulaba como un sonámbulo desde su habitación hasta la cocina, el hombre pensaba que su hijo no era sólo su hijo, que su hijo era dos, tres, cuatro o quién sabe cuántos más niños en uno solo. Que él recordara, el primer niño que había sido su hijo era el de antes de nacer, el que se había instalado en su cabeza nada más saber que su esposa estaba embarazada: el hijo imaginado antes del parto. Aquel hijo imaginado podía ser cualquier cosa: varón o hembra, regordete o escuchimizado, cabezón, o no, narigudo, moreno, rubio, inteligente o cortito —qué se podía esperar de un padre como él—, futuro presidente del gobierno, médico, cantautor, mecánico… ¡Uf! Menudo niño. Luego, nació el de verdad —ése que tenía todos los deditos en su sitio, comía cada tres horas y se hacía caca en los pañales—, pero el niño imaginado no había desaparecido, sino que se había multiplicado. Por ejemplo: mientras el niño de verdad iba a la guardería, al imaginado —el que seguía metido en la cabeza del hombre, pero ya tenía cara y los mismos ojos que el abuelo— le ocurrían todos los males. Unas veces se caía de la sillita, otras, se escapaba por una ventana y salía a la calle, otras, se colaba en la cocina y encendía la estufa… ¿Un bebé? Sí, un bebé, nadie sabe lo peligroso que es dejar solo a un niño imaginado. Más tarde, cuando el niño real iba al colegio, al imaginado también le pasaba de todo: se perdía en las excursiones, se caía de los árboles, se hacía daño con los lápices… Por suerte, el niño real siempre regresaba a casa sin novedades. De la mezcla entre el niño real y el niño imaginado había salido un tercer niño que sólo aparecía en sueños. Este niño era el más raro de todos, pues era idéntico al real, pero podía adoptar cualquier forma. En un sueño, el niño se convertía en gato, en pez, en oso de peluche... Eran sueños muy reales, en los que al niño siempre le acechaban desgracias y al hombre le dejaban mal cuerpo. Pero aquella noche, el niño de los sueños no se había transformado: era como el real, solamente que lloriqueaba porque se le había roto un muñeco, y no había nada que molestara tanto al hombre como oír lloriquear a su hijo. “¡Deja ya de lloriquear como un tonto!”, le decía en el sueño, y le daba cachetes en las mejillas. Sin fuerza, nada más para que sintiera la mano. El niño del sueño no paraba de lloriquear y él no sabía qué hacer para que callara, hasta que el niño gritó: “¡Agua!”  “¿Qué?”, preguntó él. “¡Agua!” Ahí, el niño del sueño se desvaneció y él supo que el que pedía agua era el niño real, desde su cuarto. El hombre se había levantado, había ido a la cocina, y ahora entraba a la habitación del niño con el vaso de agua. “Toma el agua”, le dijo, aún adormilado. “No. Agua, aquí”, dijo el niño, enseñando la sábana. “¿Qué? Eso no es agua: son orines”, dijo el hombre.  Y pensó que entre todos aquellos niños iban a acabar con él.
[Niños ] 11 Enero, 2009 10:36
Aquel pabellón polideportivo era muy fácil de encontrar, pero, como a mí me gustan las cosas difíciles, me perdí tres o cuatro veces. Mientras tanto, mi hijo de siete años, que jugaba su primer partido de fútbol, no paraba de preguntar desde el asiento trasero del coche a qué hora era el partido y yo le contestaba que no se preocupara, que llegaríamos enseguida. “Enseguida” fue media hora tarde, y, en el vestuario, sus compañeritos esperaban ansiosos su llegada —no porque mi hijo sea muy diestro con el balón, como pude comprobar después, sino porque para jugar hacen falta cinco jugadores y él completaba el número—.  Por suerte, el retraso no tuvo consecuencias, ya que se jugaban varios partidos, y el encuentro anterior al suyo todavía estaba por acabar. Lo que sí que había era un imprevisto: el entrenador de nuestro equipo no se había presentado. “Pero no hay problema —se ofreció un padre—, yo haré de entrenador”. Siempre hay un padre entusiasta que se presta a hacer de entrenador. “A ver” —preguntó el padre-entrenador a mi hijo—: “¿Tú, de qué juegas?” Mi hijo se encogió de hombros. “Bueno: pues, tú, de delantero” —dijo el padre-entrenador. Luego, mientras yo le ayudaba a cambiarse, cogí a mi hijo por los hombros y le dije: “¡Qué bien! ¡Jugarás de delantero!” Él hizo un gesto de extrañeza y me preguntó. “¿Qué es eso?”  “Pues el que juega delante, el que mete los goles” —le dije—. Menos mal que tuvimos ese pequeño diálogo, porque eso me preparó para lo que vino después. Ignoro si el padre-entrenador le dio más instrucciones. Lo cierto es que él entendió muy bien lo de estar delante. Cada vez que su equipo sacaba de medio campo —y eso era con mucha frecuencia, pues les metieron muchos goles— el crío salía disparado, sin balón, hacía la portería contraria. Pero, como les quitaban la pelota enseguida, tenía que volver corriendo a defender. Lo que ocurría era que, cuando bajaba, lo hacía correteando al lado del contrario que llevaba el balón, aunque sin ningún amago de arrebatárselo. Era una especie de “acompañante-animador”. El primer partido del triangular lo perdieron siete a cero, y el padre-entrenador se justificó: “Es que eran un año más grandes que los nuestros. Pero, tranquilos, que el siguiente partido nos toca contra otros más pequeños”. El siguiente lo perdieron diez a cero. Aunque los segundos rivales también eran mayores, yo temía el gran trauma. Sin embargo, al volver en el coche, mi hijo se anticipó a cualquier intento de consuelo por mi parte. “Bueno, al menos nos han dado una medalla”, dijo. Luego, en casa, exhibió el trofeo. “¡Qué bien, te han dado una medalla! ¿Cómo ha ido?”, preguntó su madre. “Hemos quedado segundos. Dos veces. ¿Verdad, papi?”
[Familia Price ] 11 Enero, 2009 10:34
Fue Pedro Pablo Price quien me vio en el parking del supermercado y se dirigió a mí. “¡Hombre, tú por aquí…!”, exclamamos a la vez. “Todos rezamos en iglesias parecidas”, le dije, mientras estrechaba su mano. “¿Cómo va todo?”, preguntó, mientras me ponía la otra mano en el hombro. Ahí, noté que su hombro y el mío estaban a la misma altura. “Bien; de fiesta, que es lo que toca”, respondí, apoyando a la vez mi mano sobre su hombro. Efectivamente, los dos hombros estaban igualados. “Qué suerte tienen algunos”, dijo, y me dio una palmadita en el lomo, justo a la altura del michelín. “Bueno, tampoco hay para tanto”, contesté, y también le cacheé el lomo. Mi antebrazo y el suyo quedaron al mismo nivel. “¿Qué tal la familia?”, preguntó mirándome a la nariz. “Bien, todos bien”, dije. Si yo levantaba la cara, la punta de mi nariz quedaba justo a la altura de sus ojos. “¿Y qué tal tu gente?”, pregunté mirándolo al nacimiento del pelo. “Todos bien, salvo mi padre, el pobre, que ya está un poco para allá”, respondió. Ahora era él quien levantaba el mentón y lo ponía al mismo nivel que mi nariz. Yo estiré el cuello, tiré los hombros hacia atrás y le dije: “Claro, es que ya está un poco mayor, ¿verdad?” Él sacó pecho, movió la cabeza a un lado y a otro, como si estuviera calentando para algún ejercicio, bajó los hombros, estiró el cuello y dijo: “Ochenta y ocho. Pero, físicamente está muy bien. Lo que pasa es que se le va la cabeza…”  Pedro Pablo tiene más pelo que yo, así que, desde cierta distancia, quizás su cabeza destacaba sobre la mía. Sin embargo, mi hombro quedaba unos centímetros por encima del suyo. No estaba seguro, pero lo más probable era que su cuello fuera más largo. Me balanceé suavemente sobre los pies. “¿Pero, os reconoce o no os reconoce?”, inquirí. “Claro que nos reconoce”, aseguró Pedro Pablo. “Lo que pasa es que a veces me confunde con un primo mío”. Cuando yo me balanceaba hacia adelante aprovechaba para quedarme unos instantes en la punta de los pies. Entonces conseguía verle casi toda la cabeza por encima. “Es ley de vida”, le dije. “Hay un momento en que o te falla el cuerpo o te falla la mente, pero siempre te falla algo”. Él comenzó a imitar mi balanceo. Con el movimiento, según cómo, yo conseguía verle hasta la coronilla, pero, según cómo, sólo le llegaba hasta la frente. Hablamos un poco más, nos dijimos todo lo que nos teníamos que decir, nos despedimos, y él se encaminó hacia la entrada del supermercado y yo hacia mi coche. Mientras lo veía alejarse, y podía apreciar el conjunto de su figura, casi me sale en voz alta la pregunta que me había estado rondando, y que posiblemente se había estado haciendo también Pedro Pablo todo el rato: Jobar…. ¿Así de bajito soy?
[Navidad ] 28 Diciembre, 2008 11:44
La noche anterior al Día de los Inocentes, el Espíritu de Navidad hizo soñar a aquel hombre con unos aviones de guerra que sobrevolaban un país lejano. El soñador pilotaba uno de esos aviones, comandaba la base de tierra y al mismo tiempo coordinaba el ataque desde un puesto de mando situado a miles de kilómetros de distancia. Era como ser uno y tres a la vez, pero esto no le pareció extraño al soñador, que en otras ocasiones había soñado que era Dios. La escuadra de aviones volaba tan bajo que el soñador podía distinguir entre la vegetación a pastores de cabras, a mujeres que iban a buscar agua al río y a grupos de niños que correteaban y jugaban al escondite. Algunos hombres labraban la tierra, sembraban o recogían la cosecha, y ante las puertas de las casas de los poblados los ancianos se dedicaban a ver pasar la vida. Sin embargo, el soñador, que era muy veterano y sagaz, sabía que todo aquello era sólo apariencia: los hombres que simulaban trabajar el campo eran soldados en pie de guerra, sus bueyes carros de combate y sus azadas fusiles de largo alcance. Las mujeres escondían bombas bajo sus ropas, los ancianos eran espías y todos los niños iban armados con tirachinas. Parecía ridículo mencionar lo de los tirachinas, pero, gracias a su entrenamiento, el soñador sabía lo peligroso que podía resultar un tirachinas. Casi por puro instinto de supervivencia, activó la primera descarga de proyectiles y dio la vuelta para comprobar los resultados del ataque. Ahí comenzó la pesadilla, pues las bombas, tras explotar a pocos metros de la superficie, desparramaron una multitud de paracaídas minúsculos con regalos. Desconcertado, el soñador lanzó una segunda descarga, pero contempló estupefacto que lo que salía del avión era otra nube de paracaídas, esta vez con sacos de harina. Una tercera descarga, ya a la desesperada, liberó leche y medicinas, y una cuarta llenó los campos de libros, lápices y libretas. Preso de una angustia infinita, el soñador lanzó su avión en barrena contra la casa principal de la aldea. El avión estalló en miles de fragmentos, pero cada uno de éstos, al caer, se convertía en tuerca, tornillo, palanca, escuadra, compás, cinta métrica, tenaza, bisturí, horno, fresa, taladro, motor… El soñador, que, para su desgracia, había sobrevivido, empuñó su cuchillo de monte dispuesto a acabar uno a uno con sus enemigos. Pero, como éstos eran cobardes, ninguno quiso pelear. Se limitaban a sonreír y a enseñarle sus manos desarmadas, los muy hipócritas. Como él no estaba dispuesto a dejarse engañar, comenzó a acuchillar a todo ser vivo que le salía al paso. Pero la pesadilla no terminaba: su cuchillo, en lugar de herir, hacía cosquillas, como si fuera de gelatina. Consciente de que todo estaba perdido, el soñador intentó quitarse la vida con el cuchillo pero tampoco lo consiguió. Ahí, el Espíritu de la Navidad se apiadó de él y salió de su sueño. El soñador se despertó sollozando. “¿Otra pesadilla, George?”, preguntó una voz a su lado. “Sí. Ha sido horrible, horrible”, contestó.
[Familia Price ] 21 Diciembre, 2008 10:53
 Estimado amigo: Soy el padre de José Ángel Price, el niño a quien su hijo le ha hecho el regalo del amigo invisible. Es posible que usted me haya visto alguna tarde cuando ha ido a recoger a su hijo al colegio. Yo soy ese señor que suele saludar con la mano hacia el asiento posterior de su limusina. Hago ese gesto porque, a pesar de que los cristales tintados me impiden comprobar si usted está o no está dentro, yo prefiero curarme en salud y no pasar por maleducado. Ésta, la de la buena educación, es una de mis obsesiones, como habrá podido notar. Tanto usted como su chofer saben que, en cuanto su vehículo aparece, aunque el mío no moleste, me aparto para no molestar. Antes de explicarle el motivo de mi carta, quiero que sepa que yo no soy uno de esos padres que se dedican a inventar o a difundir rumores sobre usted, o sobre su familia, o sobre sus amigos, o sobre la actividad que usted desarrolla, o sobre de dónde le puede venir el dinero. Tampoco, Dios me libre, le he dicho nunca a mi hijo que evite jugar con el suyo porque es peligroso juntarse con hijos de mafiosos. A un niño de cinco años no se le deben meter en la cabeza esas ideas. Le escribo porque me da la impresión de que, como recién llegado a este país, es probable que usted no haya captado del todo el sentido del juego del amigo invisible, en el cual mi hijo ha tenido la suerte de ser el destinatario del regalo del suyo. El origen del juego del amigo invisible no está nada claro, y lo más probable es que se trate de un invento de los norteamericanos, que son únicos en maquinar iniciativas para potenciar el consumo. En cualquier caso, se trata de una actividad que cada año cuenta con más seguidores. Como usted sabe, en el juego, cada participante se convierte en “amigo invisible” de otro, al que tiene que hacer un regalo. El mayor aliciente del entretenimiento consiste en conseguir que el receptor no sepa quién es el autor del obsequio, y lo tenga que deducir o adivinar. Ni qué decir tiene que hay regalos merecedores de que el obsequiante se lleve el secreto a la tumba. No es éste el caso del de su hijo, claro está. Por eso mismo, lamento que su pequeño haya experimentado esa rabieta monumental cuando todos los niños de la clase adivinaron a la primera que él era el amigo invisible del mío. Considero conveniente que sepa dos cosas: la primera, que en este tipo de juego se suelen regalar artículos que tengan muy poco coste económico. La segunda, que estamos encantados con el televisor con pantalla de plasma de 32  pulgadas de última generación. Con mi sincero agradecimiento y mis mejores deseos para estas Navidades y el año que se avecina: Ángel María Price.
[Familia Price ] 14 Diciembre, 2008 10:19
A Eleuterio Price le acababa de ocurrir algo con el conductor de un coche, un tipo que lo había sacado de quicio. “Lo que me molestó fue el tonillo”, me dijo Eleuterio. “Todo se puede decir, todo se puede preguntar, todo se puede insinuar, pero en el tono adecuado…” Yo me preparé para escuchar cualquier cosa, pues con Eleuterio nunca se sabe. “Y es que me lo podía haber dicho de veinte mil maneras, pero, mira por dónde, escogió una que me molestaba…” Parecía claro que la culpa había sido del otro. Al menos, eso era lo que pensaba Eleuterio. “Oiga, haga usted el favor, haga usted el favor”, me dijo el tipo. “Sí, que todos tenemos prisa…” Eleuterio impostaba la voz y hablaba como le había hablado el otro. “Verdad que aquí no hay ninguna señal de que se pueda aparcar?”, le había dicho el otro. “Pues, ¿entonces? ¿No ve usted que está estorbando?” Eleuterio sí que había visto que el coche estorbaba, y le habría  dado la razón, pero no le gustó nada la manera como le hablaba aquel sujeto. Por eso, no abrió la boca.” “Bueno, ¿qué?”, le había dicho el otro. “¿Movemos el coche o no movemos el coche?”  Eleuterio, ya convencido de que aquel individuo era imbécil, dice que pensó: “Como no venga tu madre a mover el coche, lo tienes claro.” “A ver si nos entendemos”, dijo el otro, que tenía un aire arrogante y perdonavidas y le hablaba como si Eleuterio fuera retrasado. “Su coche está estorbándome, y si no lo mueve no podré salir, así que haga el favor…” Eleuterio pensó: “No te estás dirigiendo a mí de la forma correcta, y si no te diriges a mí de la forma correcta tienes un problema…” El otro dio un palmetazo sobre el capó del coche. “¿Qué? ¿Lo mueve o no lo mueve?” Él no acababa de creérselo. ¿Era posible tanta chulería y tanta estupidez?  “¿Sabe qué le digo? Que el coche no lo muevo”, dijo. “¿Ah, que no mueve el coche? Ya veremos si mueve o no mueve el coche…” , dijo el otro, y cogió una llave inglesa que llevaba en el salpicadero de su vehículo. “A ver si el coche se mueve o no se mueve”, amenazó el tipo y, de un golpe con la llave, reventó una de las farolas del coche. Eleuterio se quedó paralizado. “¿Se mueve o no se mueve?”, volvió a preguntar el tipo, y rompió la otra farola. Así que se trataba de un tipo duro. “¿Se piensa que me importa el coche?”, dijo Eleuterio. “Pues, mire si me importa…” Eleuterio, de una patada, le hizo un bollo a una de las puertas. “Mire si me importa…”, repitió Eleuterio, y dio otra patada en la otra puerta. Entonces, el tipo se puso pálido y, con un hilo de voz, preguntó: “Pero, bueno, ¿el coche es suyo o no es suyo?”  “Eso es lo primero que tendría que haber preguntado, y en un tono más amable”, le respondió Eleuterio.
[Navidad ] 07 Diciembre, 2008 12:24
“¿El señor siempre tiene que ser tan ocurrente, verdad?”  —decía la voz—. “¿El señor no puede hacer las cosas como los demás, ¿verdad? El señor tiene que ser diferente —la voz remarcaba el “diferente”—. El señor no podía comprarle la trompeta al crío y dársela para Reyes, que es lo que había pedido el crío. Y el crío esperaba tranquilo la trompeta para Reyes, pero el señor no podía aguantar las ganas de dársela antes de tiempo. Aunque, no sólo era eso: si el señor quería darle la trompeta al crío antes de Reyes podría habérsela dado, y Santas Pascuas. Podría haber llegado un día con la trompeta a casa y decirle al niño: mira, he decidido comprarte la trompeta, y te la doy antes de Reyes para que la aproveches durante las vacaciones. Eso es lo que habría hecho un padre normal —la voz subrayaba el “normal”—. Pero, no. Al señor se le ocurre una de las suyas: como quiere darle una sorpresa al crío, le comprará una trompeta nueva y, sin decirle nada, le dará el cambiazo. Le dejará la nueva en el sitio de la vieja. Así, cuando el crío vaya a tocar, se encontrará una trompeta perfecta y reluciente en lugar de la otra, que está llena de abolladuras. El crío se llevará la sorpresa de su vida, e irá corriendo a buscar a su padre para darle las gracias. Qué bonito, ¿verdad? Pero, claro, el problema era que no se sabía cuál sería el momento en el que el crío descubriría la trompeta nueva; había que asegurar ese momento, el momento de gloria del señor, que no quería perderse la cara que iba a poner el crío. Entonces, como el señor es tan ingenioso, lo que hace es maquinar un plan genial, como todo lo del señor —la voz acentuaba “genial” y “señor”—, para inducir al crío a que abra el estuche y encuentre la trompeta nueva. Lo que hará, después de meter la trompeta nueva en el estuche, será dejar la trompeta vieja fuera, a la vista, como si el crío se hubiera olvidado de guardarla. Así, cuando el crío vuelva del colegio, para que la broma sea una broma de verdad, le echará la bronca al chaval: ¡Te he dicho miles de veces que no dejes la trompeta fuera del estuche! Y el crío, desconcertado y renegando, irá a su cuarto a guardar la trompeta. Entonces… cuando vaya a guardar la vieja… ¡Hale hop! ¡Encontrará la nueva! ¿Insuperable, verdad? Como todo lo del señor. Pero, con lo que el señor no contaba, era con que el crío, después de la bronca, al ver su trompeta fuera del estuche —¿quién narices la habría sacado?— iba a coger el estuche con tanta mala gana y tanta mala leche que la trompeta nueva iba a salir disparada y a rebotar varias veces contra el suelo. ¿Y ahora qué, genio? —proseguía la voz, implacable—.  ¿Cuál de las dos trompetas abolladas será más barata de arreglar?”
[Familia Price ] 30 Noviembre, 2008 11:12
Si alguien duda de que hay gente que mejora con la edad, ahí está al caso de mi amigo Jorge Alberto Price. Jorge Alberto está ya más cerca de los sesenta que de los cincuenta, pero da la impresión de que, a partir de los cuarenta y pocos, el tren del paso del tiempo o ha cambiado de trayecto o se ha olvidado de detenerse en sus cumpleaños. Es probable que ese físico tan joven y saludable sea fruto de una mente sana y descomplicada. El caso es que Jorge Alberto, si no es feliz, lo parece, y esa apariencia provoca envidias, sanas o insanas, según el estado de ánimo y el estado físico de sus interlocutores. La última vez que lo vi, volví a darle la lata con mis asombros: “Pero, Jorge Alberto: ya vale, ¿eh?” —lo mío era una recriminación en toda regla—. “Ya me explicarás cómo te lo montas…” Él, como siempre, se dejó querer y quitó importancia al asunto. “Pero si es que estás igual desde que te conozco…” —insistí—. Estuvimos hablando un rato de sus cosas y de las mías, nos bebimos unos cuantos vinos, y, como yo insistiera en mis alabanzas sobre su aspecto y su salud, Jorge Alberto me dio a entender que había llegado la hora de las confidencias. “¿Quieres saber de verdad qué es lo que me mantiene tan en forma?” Yo me quedé suspendido, a la espera de la revelación. “En realidad, lo que me ha cambiado la vida es Internet”. Sí, Internet nos había cambiado la vida a todos, pero es que a él lo había dejado igual —pensé—. Jorge Alberto se acercó a mí, y me dijo casi al oído: “Todo se lo debo a la viagra y al casino…” “¿La viagra y el casino?” —repetí, incrédulo. Que yo supiera, Jorge Alberto llevaba una vida muy ordenada. Por las mañanas trabajaba en una entidad oficial y las tardes las dedicaba a navegar en su pequeño barco o a escuchar música, otra de sus pasiones. “¿A ti no te llegan cada día montones de mensajes por Internet ofreciéndote viagra y dinero para que juegues al casino?”, —me preguntó, socarrón—. “Por supuesto, y eso me cabrea hasta el agotamiento” —respondí—. “Ese es tu fallo” —dijo—. “Yo, en cambio, me miro los mensajes con detenimiento y los contesto todos.” ¿Qué? ¿Jorge Alberto era consumidor de viagra y jugador en los casinos virtuales? ¿Y eso lo mantenía joven y con ese aspecto de ir de sobrado por la vida? “No te equivoques” —dijo, como si me leyera el pensamiento—. “Yo, ni compro viagra ni juego en el casino. Pero, precisamente por eso, he llegado a la conclusión de que si no soy un semental ni soy millonario es porque no quiero. Eso me da mucha tranquilidad”.
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