Nuestro trato fue siempre espaciado y discreto. El hombre recordaba a todos los visitantes del edificio, y bastó con que yo volviera al cabo de seis meses a mi visita al oftalmólogo para que él, nada más verme, supiera que yo iba a ver al doctor Vélez, del Entresuelo Segunda, Escalera B. “Yo me acuerdo de todo y de todos”, dijo, más como sentencia que como explicación, cuando yo me maravillé de que recordara el motivo de mi visita. Otro día me preguntó en dónde trabajaba. Se lo dije. “Claro, tú tienes estudios”, dijo. “Mis hijas también tienen estudios.” Había conseguido, con esfuerzo, que sus tres hijas terminaran la universidad. “La mayor me hizo Historia, la otra, Biología, y la pequeña, Enfermería.” Había trabajado mucho, en la construcción. Luego, la espalda había dicho basta y se había tenido que apañar con aquel trabajo de portero. “Veinte años hará que estoy aquí. El lunes quince de abril de mil novecientos setenta y uno me dieron las llaves, y hasta el día de hoy.” Cada vez que lo veía, recordaba de qué habíamos hablado la última vez. Hasta que, una mañana, lo encontré, a deshoras, sentado en un banco del parque. “Hola”, saludé, y él me miró como se mira a un enigma. “”Perdona, chico, tengo problemas de memoria. Ah, claro, el paciente del doctor Vélez. Lo siento, me falla la cabeza, ¿sabes? El trabajo lo he tenido que dejar. Se me va la cabeza.” Esa fue la última vez que él me vio. En las siguientes, repito que son muy espaciadas, yo ya no lo saludaba, para evitarle apuros. Sabía que, dijera lo que le dijera, no iba a reconocerme. Tenía esa mirada de asombro de quien cada mañana tiene que aprenderse el mundo de nuevo, porque todas las cosas y todas las personas son nuevas. Se trata de una mirada similar a la de los bebés, solo que sin brillo. Para los bebés todo es nuevo, y lo miran todo con la avidez de quien tiene todo por descubrir. Para hombres como él, el mundo también es cada día nuevo, sólo que más extraño y confuso. De ahí, esa mirada opaca y de perplejidad. La memoria, ese prodigio luminoso que nos permite viajar en el tiempo, se les ha convertido en un limo oscuro y resbaladizo. Olvidan hasta para qué sirven las manos o las cucharas. En esa batalla anda ahora el hombre del que hablo. La última vez que lo vi, hizo algo insólito. “A éste, yo lo conozco”, le dijo, refiriéndose a mí, a la señora que lo llevaba del brazo. Luego señaló a otras personas, y continuó: “Y a éste, y a éste, y a ésa…” Era su forma ilusoria de librar un último pulso contra la desmemoria que le ha carcomido su vida y sus recuerdos.
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17 Agosto, 2008 12:18
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10 Agosto, 2008 13:11
Buenos días mi príncipe, dice la chica, y, como no tengo posibilidades de aclararle que no hace falta que me otorgue dicho tratamiento, debo referirme a ella como la princesa. La princesa me cuenta que se llama Mariya, que tiene veintisiete años y que vive en Samara, una ciudad de Rusia confortable y hermosa que le ha dado mucho en la vida. A continuación, sin más rodeos, dice en un español balbuciente pero inteligible que busca a un hombre bueno, para relaciones serias, y la posibilidad de un encuentro. Me pide que le cuente más sobre el lugar en el que vivo, dice que ha acabado estudios superiores de economía, que se defiende en inglés y que cree que no será difícil que nos comprendamos el uno al otro, aunque a veces necesita de un traductor. Ahora trabaja para una empresa como gerente de ventas, pero, a sus veintisiete años, se ha dado cuenta de que es tiempo de pensar en crear una familia. Sin embargo, no ha podido encontrar a la persona que le conviene. Por eso ha decidido buscar por internet al hombre con el que podría tener una relación seria. Desde la infancia ha sido educada como una persona honrada y honesta. Siempre ha mostrado respeto por los mayores y se ha preocupado por sus semejantes. Desde niña tomaba clases de coreografía, y por eso tiene un cuerpo hermoso, tal como puedo observar en la fotografía que me adjunta. Me pregunta si me preocupo por mi salud, y dice que estará muy contenta de poder ver mi aspecto en fotos. Ha trabajado con persistencia para regalarse una visita a mi país, del que sabe que es fuerte, libre, con una cultura desarrollada y muy buenas tradiciones. Desde hace mucho, su sueño es visitar mi país, pero lo que realmente quiere es encontrar a la persona adecuada. Y cree que nuestro encuentro será algo más que una simple coincidencia. Querría que le contase más sobre mí, y me dice que, si estoy interesado en conocerla, ella estará esperando mi respuesta. Me manda una foto, y se despide con un “Es mucho kisssssssssssss”, que yo entiendo como “Muchos muacsssssssss”. En la foto, la princesa tiene la cara redonda, la frente amplia, los ojos grandes y claros, los labios gordezuelos y sensuales y la cejas finas y depiladas. Su pelo es castaño claro, muy liso y cuidado, y por su aspecto en general, su maquillaje perfecto y su vestido oscuro, adornado con lentejuelas, se nota que se ha arreglado para la fotografía. La princesa es un bombón. Yo contemplo un rato su imagen, releo su mensaje varias veces y, finalmente, lo envío a la papelera como correo-basura. No quiero que se haga ilusiones.
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06 Julio, 2008 11:24
Aquella chica era perfecta. Si yo hubiese querido ser otra persona —todos hemos pensado alguna vez en ser otra persona—, me habría gustado ser esa chica. Se la veía tan limpia, tan eficiente, tan diplomática, tan segura de sí misma, tan enérgica, tan puesta en su sitio, que yo, en el momento de elaborar el test para cubrir la vacante que había convocado la empresa, no estaba pensando en si me iban a contratar o no. Lo que quería era ser como esa chica, como la examinadora. Hiciera lo que hiciera, viviese donde viviese, llevase la vida que llevase. La chica nos había recibido a las otras aspirantes y a mí, y, en un tono cordial, pero no exento de autoridad, nos había explicado que la empresa estaba buscando una líder, una persona que tuviera las ideas claras, una mujer con iniciativa, de las que aporta soluciones, no problemas. Si hubiese dicho: “buscamos a alguien que sea como yo”, no me hubiese extrañado. Había repartido las hojas, nos había dado las instrucciones pertinentes y había atendido nuestras dudas con amabilidad. Mientras contestaba, yo —y supongo que algo parecido les pasaba a mis compañeras— no podía dejar de notar su superioridad sobre nosotras. Era evidente que sabía hacer su trabajo. Que, para ella, seleccionar a la mejor entre nosotras era una rutina en la que se sentía particularmente cómoda. “Después de rellenar las hojas, pueden bajar a la calle a tomar algo, si quieren”, nos había dicho. “En cuestión de una media hora, tendré el nombre de las tres seleccionadas para la entrevista con Dirección”. Así que fuimos entregando el examen y bajando a la cafetería en un orden que tenía que ver con las ilusiones de cada una. Primero bajaron las que lo dieron todo por perdido; luego fueron llegando las que veían alguna posibilidad y, finalmente, las que estaban convencidas de estar ante la oportunidad de su vida y quisieron agotar el tiempo del examen, revisando y comprobando las respuestas hasta el agotamiento. Yo fui una de las últimas. Cuando entregué mi ejercicio pude ver de cerca de la chica. ¿Cómo podía tener ese aspecto tan fresco, como recién salida de la ducha, con el calor que estaba haciendo? Su mirada era brillante, especial.
No habían pasado ni diez minutos desde que había bajado la última aspirante, cuando la chica se presentó en la cafetería. Estaba desconocida, pálida, demudada. “Es muy fuerte, esto es muy fuerte” , dijo. Nuestra curiosidad era indescriptible. “Me acaban de llamar por teléfono, me han dicho que la empresa ha quebrado, que cierra y que yo estoy en la calle. Me han despedido. No hace falta que esperéis nada.” Vaya, por una vez que un trabajo parecía venirme como anillo al dedo…, pensé. “¿Y ahora qué voy a hacer, qué va a ser de mí?”, repetía la chica. Nos fuimos retirando todas, poco a poco, sin saber qué decir.
No habían pasado ni diez minutos desde que había bajado la última aspirante, cuando la chica se presentó en la cafetería. Estaba desconocida, pálida, demudada. “Es muy fuerte, esto es muy fuerte” , dijo. Nuestra curiosidad era indescriptible. “Me acaban de llamar por teléfono, me han dicho que la empresa ha quebrado, que cierra y que yo estoy en la calle. Me han despedido. No hace falta que esperéis nada.” Vaya, por una vez que un trabajo parecía venirme como anillo al dedo…, pensé. “¿Y ahora qué voy a hacer, qué va a ser de mí?”, repetía la chica. Nos fuimos retirando todas, poco a poco, sin saber qué decir.
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29 Junio, 2008 10:16
“Todos somos lo que somos y lo que los demás creen que somos”, dije. Y a ese primer trabalenguas, añadí otro: “Y a veces somos más lo que los demás creen que somos que lo que realmente somos…” Aunque no estaba seguro de que el tipo me entendiera —ni siquiera sabía si yo mismo me entendía—, proseguí: “Si alguien se llama Juan, pero nosotros creemos que se llama Pepe, para nosotros, ese Juan será Pepe, haga lo que haga y se ponga como se ponga.” “Es verdad”, dijo el tipo, que empezaba a entender por dónde iban los tiros. Hablábamos en mesas contiguas, en la terraza de un bar. “Y cuando nos enteramos de que se llama Juan y no Pepe, nos llevamos una especie de decepción…” “Claro”, dijo el tipo, mientras se limpiaba con la punta de la lengua un copo de espuma de cerveza que se le había adherido al bigote. “Cuando nos enteramos de que se llama Juan y no Pepe, en tono enfadado, como si la culpa fuera suya, decimos: Ah, pues yo creía que se llamaba Pepe…” Todo eso lo explicaba yo mientras intentaba recordar cómo se llamaba el tipo con el que conversaba. ¿José Ángel? ¿Pepe Luis? ¿Juan Ramón? “Incluso, a veces, vamos más allá: Ah, pues el nombre de Juan no te pega; te pega más Pepe.” ¡Qué situación más curiosa! Aquel tipo—cuyo nombre yo no acertaba a recordar en ese momento a pesar de conocerlo desde hacía años— debía de estar pasándolo mal porque tampoco recordaba mi nombre. Lo que posiblemente sí recordaba era que, en nuestros encuentros anteriores, al referirse a mí, había utilizado cinco nombres diferentes. Ahora, mientras charlábamos, cada uno de los dos debía de estar repasando el santoral en busca del nombre del otro. La diferencia era que él había pronunciado varias veces mi nombre en vano, mientras que yo siempre evitaba mencionar el suyo. ¿Cómo narices se llamaba aquel tipo? Por suerte, me vino una iluminación: “Oye, tienes que darme una tarjeta de visita, porque hace poco un amigo me preguntó si conocía a alguien de un concesionario…” Como un resorte, el tipo se sacó no una, sino tres tarjetas de visita: una de vendedor de coches, otra de asesor informático y otra con su dirección y teléfono particulares. Claro, Juan Miguel Price, recordé. “Gracias, Juan Miguel”, le dije. Y a continuación le apagué de golpe la lucecita que le había aparecido en la mirada. “Lo siento, yo no tengo tarjeta”, dije. “No pasa nada, Humberto”, contestó, y enseguida se dio cuenta de que había vuelto a meter la pata. En ocasiones diferentes me había llamado Genaro, Gerardo, Guillermo, Gonzalo, Gabriel y, finalmente, Humberto. “No te preocupes, puedes llamarme como quieras”, le dije. “Mientras no me llames ‘gilipollas’, que es como me llama mi mujer…”
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22 Junio, 2008 07:56
El hombre entra resoplando al comedor. ¿Cuánto van?, pregunta a su hijo-asistente. Cero a cero, pero domina Alemania. Bueno. A ver qué hace Portugal, dice el hombre, ya sentado frente al televisor, con una cerveza en la mano. Pero, ¿qué es ese ruidito?, pregunta, al instante. Es el ordenador portátil, está entrando alguna llamada, contesta su hijo-asistente. Uhá, ¿quién será a estas horas?, pregunta el hombre, como si no supiera que el único que le llama por el ordenador es su hermano, que vive en Canadá. Hola, ¿qué tal?, contesta, mientras mira de reojo al televisor. Nada, que tenía un ratito y quería conversar, dice su hermano. Vaya. Juegan Portugal y Alemania, y su hermano, que hace meses que no le llama, tiene ahora un ratito para conversar. Ah, pues yo estaba viendo un partido de la Eurocopa, dice el hombre, por si su hermano, entiende la indirecta. ¿Por allá no se sigue la Eurocopa? No, yo lo que sigo es el golf, dice su hermano. El otro día, por cierto, Tiger Woods hizo cosas increíbles. Cómo te parece que el tipo, en un par cinco, cae en un bunker, y desde el bunker bla, bla, bla. ¡Dios mío! ¡Están jugando Portugal y Alemania…!, piensa el hombre. ¡… Un eagle en el hoyo ocho!, dice su hermano. ¡Mierda, ya han marcado! Han marcado el primer gol, y su hermano en el hoyo ocho. En ese momento suena el teléfono fijo. Una tal Juani, dice su hijo-asistente. Joder, joder, joder… ¿Qué querrá Juani a estas horas? Espera un momento, le dice el hombre a su hermano; tengo una llamada por el fijo. ¿Qué pasa, Juani? Te llamo porque me ha pasado una cosa increíble, dice Juani. Resulta que nos quieren cobrar el transporte escolar de mis hijos. ¿Queeeeeeeeé?, piensa el hombre. ¿Están jugando Portugal y Alemania y Juani me llama para contarme que le quieren cobrar el transporte escolar de sus hijos? ¡Gol! ¡Papi, ha vuelto a marcar Alemania!, grita el hijo-asistente. ¡Mierda!, piensa el hombre. Oye, Juani: perdona, es que estoy hablando con mi hermano de Canadá. Oye—le dice después a su hermano—: perdona, es que tengo una amiga con un problema; te llamo más tarde. ¡Uf! ¡Menos mal…! Ahora, ya puede llamar el Papa de Roma, que no me pongo. ¿Cuánto van? Gana Alemania por cero a dos. Bueno, a ver qué pasa. Coño, con tanta interrupción, se ha calentado la cerveza. El hombre va a la nevera a por otra, y en ese momento el hijo-asistente grita: ¡Gol de Portugal! Mierda, mierda, mierda… A ver si la segunda parte… Pero, no. Por ahí por el minuto 50, se empieza a oír una voz infantil que grita repetidamente: ¡Papel! En el minuto 55, el hombre, desde el comedor, pregunta: ¿Qué quieres? ¡Papeeel!, insiste el niño. Collons de niño. En el minuto 61, el hombre, en el lavabo, pregunta: ¿No te he dicho mil veces que lo primero que tienes que hacer al entrar en el lavabo es fijarte en si hay papel? En ese momento, su hijo- asistente grita desde el comedor: ¡Gol de Alemania! ¡Por favor, por favor, por favor…! Este partido ya acaba así, piensa el hombre. Pero en el minuto 86 llaman a la puerta unos Testigos de Jehová. Y en el minuto 87, mientras el hombre intenta desembarazarse de ellos, marca Portugal. Portugal, dos; Alemania, tres. No hay más goles. Mejor.
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15 Junio, 2008 10:09
El hombre se levantó de la tumbona, caminó hasta la orilla y dejó que las olas le chapotearan suavemente en los pies. Luego fue metiéndose poco a poco en el agua, levantando las rodillas a medida que avanzaba. El agua estaba más fría de lo esperado. Cuando el nivel del líquido le llegó hasta la cintura fue subiendo los brazos, primero en cruz y luego en vertical, y siguió avanzando, a saltitos, hasta mojarse los sobacos. Se detuvo unos instantes, como para tomar aire, y se zambulló hacia delante, desapareciendo por unos instantes. Al salir, sólo se le veía la cabeza y, a veces, con el movimiento de las olas, parte de los hombros. Ahora parecía bracear, y su figura se había reducido a un punto que iba disminuyendo poco a poco en dirección a… ¿A qué dirección debía de ir? Visto desde uno de los farallones de la playa, el punto, su cabeza, era el vértice inferior de un rombo en cuyo vértice superior se veía un barco petrolero, allá a lo lejos, y en cuyos dos vértices laterales flotaban dos boyas de señalización, amarillas. El punto, su cabeza, parecía dirigirse en línea recta hacia el petrolero. Pero el petrolero estaba demasiado lejos, varias millas mar adentro. Bueno, había nadadores que cruzaban el Canal de la Mancha o el Estrecho de Gibraltar, o que hacían la travesía de Valencia hasta Mallorca. ¿Sería el punto uno de ellos? ¿Quién iba a saberlo, si no había nadie a pie de playa, salvo una acompañante del punto que, ajena a todo, dormitaba en otra tumbona? El punto, ahora, había modificado el trayecto y se desplazaba hacia una de las boyas. Ahora ya no se podía hablar de rombo, pues estaba claro que el objetivo del punto no era llegar hasta el petrolero. Ahora, lo que había era un triángulo rectángulo formado por el punto y las dos boyas. En este triángulo, el punto y la boya más cercana formaban el cateto más corto, y hacia ella se desplazaba el punto, que nadaba cada vez más lento. A medida que avanzaba, el cateto se iba acortando, hasta que, finalmente, el punto se agarró desesperadamente a la boya. El triángulo había desaparecido y ahora sólo quedaban dos líneas rectas posibles: una, más corta, pero absurda, desde una boya a la otra, y otra, más larga, desde la boya a la playa. El punto optó por ésta última. Vacilante, comenzó a trazarla. El oleaje ahora era un poco más intenso. Sólo un poco más, pero suficiente para que el punto, a medio camino, desapareciera. Luego, el único testigo del suceso, un profesor de matemáticas que contempló todo desde el farallón, intercambió impresiones con la mujer de la tumbona. “Voy a darme un chapuzón”, había dicho el punto. Fue a la hora de la siesta.
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08 Junio, 2008 09:26
A las diez preguntas del examen final, el profesor solía añadir otra con la que él mismo se exponía a las aprobaciones, reprobaciones, críticas, alabanzas o iras de sus examinandos: “Escribe lo que más te ha gustado y lo que menos te ha gustado de esta asignatura”. Se trataba de un método que le permitía someter a juicio sus métodos didácticos, descubrir preferencias sorprendentes, captar simpatías o antipatías ocultas, alimentar su ego o confirmar que, como docente, él era poco menos que un desastre. Podría pensarse que una pregunta así no tiene sentido, pues los alumnos podrían sentirse coaccionados. “¿Esta respuesta puntúa, profe?” “No, no puntúa; pero al que me haga mucho la pelotilla le pondré un cero”. Las respuestas eran de todos los colores y aportaban informaciones útiles. Por ejemplo, alguna vez los alumnos habían coincidido en que lo que más les había gustado de la clase era el día en que el profesor le había hecho una broma a fulanito. “Ese día se habían reído mucho”. Y el profesor, que había olvidado la anécdota por completo, había sonreído al recordar el efecto que había producido aquel comentario gracioso sobre fulanito. En cambio, a fulanito lo que menos le había gustado de la clase era que el profesor no respetaba a los alumnos: “Un día me humillaste en clase y eso es lo que no me ha gustado”. Vaya. Pero eso había sido otro año. Ahora, el profesor tenía curiosidad por saber la opinión de aquel chico que no había hecho nada durante el curso: ni ejercicios, ni deberes, ni exámenes... Se trataba de un alumno que nunca aprobaba ni se interesaba por nada, que cuando asistía a clase parecía haberse “automedicado” —valga el eufemismo—, que en mitad de cualquier explicación podía ponerse a cantar y a dar palmas, a simular con la boca el bramido de una motocicleta o a hablar a gritos con alguien situado al otro extremo de la clase —costumbre, ésta última, no muy extraña en las aulas— y que la mayoría de las veces se dedicaba a dormitar o a dibujar garabatos en la libreta. Pues este alumno, que durante todo el curso había dado pruebas de una vida interior muy rica y de un pasotismo exterior absoluto hacia los conocimientos, y que por suerte para él y para todos ya había cumplido la edad de escolarización obligatoria y debía abandonar el instituto para aprender un oficio o incorporarse al mundo laboral, dejó en blanco las diez preguntas del examen y contestó a la undécima con una frase que dejó estupefacto al profesor: “Las clases han sido muy divertidas. Me gustaría estar un año más”.
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30 Marzo, 2008 11:57
La casa, de una sola planta, parecía más el garaje de cualquiera de las dos viviendas vecinas que un sitio habitable. Sin embargo, el cartel, escrito con letras de color violeta sobre una tabla de madera pintada de fondo rosa, indicaba que aquella era la “Sede del maestro Nabuto”. La pareja, que había estacionado dos calles más arriba, comprobó la dirección, echó un vistazo a las ventanas de los edificios colindantes, como asegurándose de que no había mirones, y luego llamó a la puerta. Les abrió una mujer que, sin preguntarles nada, los mando pasar. Adentro, lo que desde fuera parecía un garaje era una salita minúscula, con dos sillas de enea, una mesilla sobre la que ardían tres velas cubiertas de celofán rojo, y un biombo amarillo que separaba la estancia en dos. Además de las velas, sobre la mesilla, recubierta con un hule azul cobalto, había un portarretratos de madera con la fotografía ya añeja de un hombre calvo, de bigote abundante, que la pareja identificó enseguida como El Maestro. Las paredes estaban llenas de recortes de periódicos y revistas, y de carteles, todos muy antiguos. Los artículos de prensa hacían alusión a milagros y sanaciones extraordinarias. Los carteles estaban conformados por imágenes de lo que no se sabía muy bien si eran ángeles, hadas, dioses u otros seres mitológicos, pintados todos ellos en primeros planos sobre fondos estrellados y auroras boreales. En el biombo, un cartel plastificado en blanco y negro anunciaba, en letras grandes, “Profesor Nabuto”. A continuación, en letras medianas, se leía: “Sanador, chamán, vidente”. Y finalmente, en letras más pequeñas: “Ilustre guía espiritual. Maestro chamán con poderes naturales. Soluciona problemas por difíciles que sean. Matrimonio, recuperar pareja de inmediato, enfermedades crónicas, impotencia sexual, mal de ojo, suerte en la vida, problemas judiciales, laborales y de negocio. Resultados inmediatos. Trabaja con los espíritus más rápidos que existen.” Tras una indicación de la mujer, la pareja se introdujo detrás del biombo. Allí, ante una mesa minúscula, como todo en aquella casa, les esperaba un hombre rechoncho y cordial que, tras hacerlos sentar, dijo:
—Bueno, ustedes dirán.
—¿Es usted el Profesor Nabuto, también llamado Chamán Kanadú, también llamado Vidente Karlos, Sanador Darman, Doctor Salud y Maestro Fortuna?
El hombre, simplemente, dijo:
—De acuerdo, les acompaño.
—Bueno, ustedes dirán.
—¿Es usted el Profesor Nabuto, también llamado Chamán Kanadú, también llamado Vidente Karlos, Sanador Darman, Doctor Salud y Maestro Fortuna?
El hombre, simplemente, dijo:
—De acuerdo, les acompaño.
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23 Marzo, 2008 11:43
—¿Ves? —pensó ella—, ahora voy a preparar un cafelito para los dos: cojo la cafetera, relleno la cazoleta, comprimo el café, vierto el agua, cierro, pongo la inducción a tope, y, en cuanto pite, ya está, café calentito.
—Da lo mismo —pensó él— no conseguirás que cuando haga café me salga igual. O me quedo corto de café, o de agua, o largo, o qué sé yo. Vamos a dejarlo.
Ella se aseguró de que había colocado bien la cafetera y siguió trajinando en la cocina. Él se la miraba apoyado en el marco de la puerta. Llevaban más de cuarenta años casados y era como si la viera por primera vez. En la última semana, ella había acentuado su costumbre de explicarle las cosas sencillas. Y él, como siempre, hablaba poco. Nunca había dicho más palabras que las necesarias. Ella hablaba por los dos, bromeaba. ¿Se querían? Sin duda. Su vida en común había sido llana, plácida, sin aristas. Hasta que a él le habían diagnosticado la enfermedad.
Ella se dirigió al cuarto de baño y, mientras se lavaba las manos, se miró en el espejo.
—Estás un poco pálida —pensó él, que la había seguido hasta allí.
—Ahora, un poquito de color en las mejillas—pensó ella—. Y vaya ojeras…
—Eso: retócate un poco, mujer —pensó él—. Que los nietos te digan: abuela, guapa.
—He quedado con Magda para salir a dar una vuelta con Luis y Carola —pensó ella—. Ojalá que tú…
—Pues, hoy voy con vosotras —pensó él.
Ella volvió a la cocina, retiró la cafetera del fogón y vertió el contenido en dos tazas que había puesto sobre sendos platos, en la mesita. —Llena para ti y media para mí —pensó—. Se sentaron, y ella consumió su café a sorbos muy cortitos. Él hizo como que probaba el suyo. Ella retiró su taza y su plato, les pasó un agua y los metió en el lavavajillas. —La tuya la retiro luego, ¿vale? —pensó. Después, tras comprobar su apariencia en el espejo de la entrada, se puso el abrigo y salió a la calle.
—Súbete el cuello del abrigo, que hace frío —pensó él. Ella se subió el cuello del abrigo y comenzó a caminar.
—¿Y tú? ¿No tienes frío? —pensó ella.
Él se pegó al cuerpo de ella. —¿Llorarás si te preguntan…? —pensó.
—Procuraré no llorar—pensó ella.
Siguieron andando, tan juntos que parecía que iba sola. Él había muerto el lunes. Ya estaban a domingo. Todo era nuevo para los dos.
—Da lo mismo —pensó él— no conseguirás que cuando haga café me salga igual. O me quedo corto de café, o de agua, o largo, o qué sé yo. Vamos a dejarlo.
Ella se aseguró de que había colocado bien la cafetera y siguió trajinando en la cocina. Él se la miraba apoyado en el marco de la puerta. Llevaban más de cuarenta años casados y era como si la viera por primera vez. En la última semana, ella había acentuado su costumbre de explicarle las cosas sencillas. Y él, como siempre, hablaba poco. Nunca había dicho más palabras que las necesarias. Ella hablaba por los dos, bromeaba. ¿Se querían? Sin duda. Su vida en común había sido llana, plácida, sin aristas. Hasta que a él le habían diagnosticado la enfermedad.
Ella se dirigió al cuarto de baño y, mientras se lavaba las manos, se miró en el espejo.
—Estás un poco pálida —pensó él, que la había seguido hasta allí.
—Ahora, un poquito de color en las mejillas—pensó ella—. Y vaya ojeras…
—Eso: retócate un poco, mujer —pensó él—. Que los nietos te digan: abuela, guapa.
—He quedado con Magda para salir a dar una vuelta con Luis y Carola —pensó ella—. Ojalá que tú…
—Pues, hoy voy con vosotras —pensó él.
Ella volvió a la cocina, retiró la cafetera del fogón y vertió el contenido en dos tazas que había puesto sobre sendos platos, en la mesita. —Llena para ti y media para mí —pensó—. Se sentaron, y ella consumió su café a sorbos muy cortitos. Él hizo como que probaba el suyo. Ella retiró su taza y su plato, les pasó un agua y los metió en el lavavajillas. —La tuya la retiro luego, ¿vale? —pensó. Después, tras comprobar su apariencia en el espejo de la entrada, se puso el abrigo y salió a la calle.
—Súbete el cuello del abrigo, que hace frío —pensó él. Ella se subió el cuello del abrigo y comenzó a caminar.
—¿Y tú? ¿No tienes frío? —pensó ella.
Él se pegó al cuerpo de ella. —¿Llorarás si te preguntan…? —pensó.
—Procuraré no llorar—pensó ella.
Siguieron andando, tan juntos que parecía que iba sola. Él había muerto el lunes. Ya estaban a domingo. Todo era nuevo para los dos.
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02 Marzo, 2008 10:38
Hay cosas que ocurren no se sabe cómo ni por qué, así que aquel hombre no supo por qué razón se fijó en esa mujer pelirroja que le ofrecía su perfil y que agachaba la cabeza para mirar los carteles del andén del Metro. Habían accedido al mismo vagón por puertas diferentes, pero los dos procuraban abrirse paso hacia el centro, en donde había algo más de holgura. El hombre, sin que hubiera razón para ello, pensó que si el vagón seguía llenándose terminarían por juntarse, como efectivamente ocurrió. Sin tener indicios para ello, el hombre pensó que aquello parecía una “cita intuitiva”. Era como si se hubieran puesto de acuerdo para coincidir; como si sus dos cuerpos se atrajeran empujados por un magnetismo mutuo y por los empellones de los pasajeros que subían. ¿Ves? Es el destino, mi amor, pensó el hombre y, sin entender el motivo, se sintió eufórico. El vagón estaba ahora repleto, y la pelirroja se había situado a pocos centímetros de él. Todavía no había conseguido verle bien la cara, pero, sin saber por qué, presentía que se trataba de una mujer atractiva. ¿No se había fijado en ella nada más subir? Pues, eso. Un empujoncito más, un pasajero más y… ¡Bingo! Ahora, su mano, agarrada a una de las barras de seguridad, estaba a milímetros de la mano de ella, y sus zapatos casi se rozaban. Él hombre intentaba observarla, pero su rabillo del ojo sólo percibía mechones colorados y una punta de nariz. Ella permanecía como ajena a todo, absorta en sus pensamientos. Él, sin saber por qué se atrevía a tanto, deslizó su mano y la pegó a la de ella. Ella no retiró la suya. Él, preso de un impulso desconocido, deslizó el pie y juntó su pantorrilla a la pantorrilla de la mujer. Entonces, sin que se supiera cómo, empezó una especie de comunicación en código morse en el que los puntos y rayas fueron sustituidos por contracciones de los músculos, y por roces, cada vez más prolongados, en los que intervenían manos, pies, zapatos, muslos… Era el lenguaje de dos cuerpos desconocidos que, por esos misterios de la vida, se comunicaban como si se conocieran desde siempre. El juego se prolongó durante tres estaciones más, sin que ninguno de los dos mirara al otro. De pronto, en una parada, ella se dirigió a la salida y abandonó el vagón. Él sorprendido, quiso ir tras ella, pero la puerta se le cerró en las narices. Entonces, de nuevo sin saber por qué, tuvo una intuición: se palpó los bolsillos. Ya hemos dicho que hay cosas que ocurren no se sabe cómo. El hombre no supo cómo, ni cuándo, ni si había sido ella o no, quien le había birlado la billetera y el teléfono móvil.
[Cosas de la vida
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24 Febrero, 2008 11:08
La mala memoria
“¿Oiga? ¿Es la tienda Confortel?”
“Sí señor, ¿en qué puedo servirle?”, pregunta una voz femenina.
“¿Es usted la dependienta de la tienda?”, pregunta el hombre.
“Sí, señor, ¿qué quería?”, pregunta la dependienta.
“¿La misma chica que estaba ayer?”, pregunta el hombre.
“Sí, sí; soy la que estaba ayer, ¿qué se le ofrece?”
“¿Verdad que tiene usted el pelo castaño claro y muy liso, y que lleva flequillo y media melena, recogida en cola de caballo con una pinza ovalada color perla?”
“Bueno, ayer lo llevaba así.”
“¿Y que sus ojos son claros, de un color como aguamarina, y que, cuando uno se fija, no se sabe si son verdes o azules, e incluso, según les dé la luz, adquieren tonalidades violeta?”
“Lo de violeta no lo sé. Lo otro, puede que sí.”
“¿Verdad que tiene usted unas pestañas inmensas, y que cuando entrecierra los ojos parece que se transportara a otro lugar, que es como si estuviera y no estuviera?”
“No sé qué decirle, señor…”
“¿No es cierto que tiene usted una cara con un óvalo perfecto, como el de la Madonna Sixtina de Rafael, y que cuando sonríe parece que se iluminara el mundo?”
“Señor…”
“¿Y que tiene usted unas manos finas y alargadas, tan armoniosas que parecen haber sido esculpidas por Bernini?”
“Oiga, señor…”
“¿Y que le pasa a menudo que los hombres, al mirarla, se quedan embobados, como si hubieran visto una aparición?”
“Señor…”
“¿Verdad que es usted hermosísima?”
“Supongamos que eso sea cierto. ¿En qué puedo servirle?”
“Verá usted, señorita. La llamo porque tengo un problema de memoria.”
“¿De memoria?”
“En efecto, señorita. ¿Usted sabe quién soy?”
“Creo que sí. El señor que estuvo ayer aquí.”
“Pues bien, me gustaría me ayudara en algo que me preocupa: ¿Recuerda usted a qué demonios entré yo a esa tienda?”
“¿Oiga? ¿Es la tienda Confortel?”
“Sí señor, ¿en qué puedo servirle?”, pregunta una voz femenina.
“¿Es usted la dependienta de la tienda?”, pregunta el hombre.
“Sí, señor, ¿qué quería?”, pregunta la dependienta.
“¿La misma chica que estaba ayer?”, pregunta el hombre.
“Sí, sí; soy la que estaba ayer, ¿qué se le ofrece?”
“¿Verdad que tiene usted el pelo castaño claro y muy liso, y que lleva flequillo y media melena, recogida en cola de caballo con una pinza ovalada color perla?”
“Bueno, ayer lo llevaba así.”
“¿Y que sus ojos son claros, de un color como aguamarina, y que, cuando uno se fija, no se sabe si son verdes o azules, e incluso, según les dé la luz, adquieren tonalidades violeta?”
“Lo de violeta no lo sé. Lo otro, puede que sí.”
“¿Verdad que tiene usted unas pestañas inmensas, y que cuando entrecierra los ojos parece que se transportara a otro lugar, que es como si estuviera y no estuviera?”
“No sé qué decirle, señor…”
“¿No es cierto que tiene usted una cara con un óvalo perfecto, como el de la Madonna Sixtina de Rafael, y que cuando sonríe parece que se iluminara el mundo?”
“Señor…”
“¿Y que tiene usted unas manos finas y alargadas, tan armoniosas que parecen haber sido esculpidas por Bernini?”
“Oiga, señor…”
“¿Y que le pasa a menudo que los hombres, al mirarla, se quedan embobados, como si hubieran visto una aparición?”
“Señor…”
“¿Verdad que es usted hermosísima?”
“Supongamos que eso sea cierto. ¿En qué puedo servirle?”
“Verá usted, señorita. La llamo porque tengo un problema de memoria.”
“¿De memoria?”
“En efecto, señorita. ¿Usted sabe quién soy?”
“Creo que sí. El señor que estuvo ayer aquí.”
“Pues bien, me gustaría me ayudara en algo que me preocupa: ¿Recuerda usted a qué demonios entré yo a esa tienda?”
[Cosas de la vida
]
20 Enero, 2008 10:21
La chica que hacía prácticas en la empresa era gilipollas. Bueno, quizá él pensaba que la chica era gilipollas porque él, que era el jefe, era muy previsor y ella muy informal. La chica acudía al trabajo una mañana sí y dos no; un día tenía gastroenteritis; otro, había perdido el autobús; otro, se le había puesto enfermo su hermano pequeño; otro, como el sueldo de practicante era tan bajo, combinaba las prácticas con la venta de desalinizadores de agua… La chica era un desastre total, pero, a pesar de todo, él había decidido confiarle un informe para el consejo de dirección. La chica todavía no sabía manejar muy bien los programas, pero había tiempo de sobra: estaban a lunes, y el informe era para el jueves. Y el informe tenía que estar para el jueves porque, ese viernes, él se iba de vacaciones y tenía que dejar el informe cerrado, ¿entendía? La chica entendía. El lunes, fijaron las características del informe. El martes por la mañana, la chica dijo que ya tenía toda la documentación y que por la tarde comenzaría a escribir. El miércoles, no dijo nada, pero se suponía que estaba con el informe.
El jueves por la mañana, la chica llamó a eso de las diez. Había perdido el autobús y se retrasaría una media hora. Dos horas más tarde, llamó una señora y preguntó por ella. ¿Está Maricielo? Maricielo no estaba. Había llamado diciendo que se retrasaría. ¿Quería que le dijera algo en cuanto llegara? No. La mujer no quería que le dijera nada, ya se verían en casa. ¿Se verían en casa? Aquella mujer parecía ser la madre de Maricielo, y también parecía no saber qué vida llevaba Maricielo. Entonces, El Previsor empezó a atar cabos y tuvo una intuición: esa chica llevaba una vida muy rara; no era agua clara. ¿Y si la habían secuestrado, o le había pasado algo? Una chica tan joven y tan alocada… Los noticieros estaban llenos de… El previsor intentó recordar el último momento en el que la había visto en la empresa, los detalles de sus comportamientos y conversaciones, cualquier cosa que pudiera servir de pista. Y, como era tan previsor, en lugar de escribir el informe pendiente para el consejo de dirección , comenzó un informe para la Policía, por si acaso, en el que pormenorizaba todo lo que recordaba de ella. Eso sí: en lugar de escribir que la chica era gilipollas, suavizó el término con la expresión “independiente”. Se trataba de una chica “independiente”, de la que no se sabía nada, desde que había salido de su casa, minutos antes de las diez de la mañana, hasta las seis de la tarde, que era cuando él estaba a punto de acabar el informe.
A eso de la seis y cuarto, apareció la chica. “Hola. Llevo toda la mañana y toda la tarde en la oficina de al lado, ¿sabe?”, dijo. “¿Y por qué no me habías dicho que estabas?”, preguntó el previsor. “Es que tenía unas ideas para el informe y quería escribirlas”, dijo ella. Él estuvo a punto de darle un beso. “O sea, has acabado el informe”, dijo. “No, no he podido abrir el programa”, se disculpó ella. Él se fue a su ordenador, repasó el informe que había preparado para la Policía por si a la chica le hubiera pasado algo, borró todo el texto y lo sustituyó por una sola palabra: “Gilipollas”.
El jueves por la mañana, la chica llamó a eso de las diez. Había perdido el autobús y se retrasaría una media hora. Dos horas más tarde, llamó una señora y preguntó por ella. ¿Está Maricielo? Maricielo no estaba. Había llamado diciendo que se retrasaría. ¿Quería que le dijera algo en cuanto llegara? No. La mujer no quería que le dijera nada, ya se verían en casa. ¿Se verían en casa? Aquella mujer parecía ser la madre de Maricielo, y también parecía no saber qué vida llevaba Maricielo. Entonces, El Previsor empezó a atar cabos y tuvo una intuición: esa chica llevaba una vida muy rara; no era agua clara. ¿Y si la habían secuestrado, o le había pasado algo? Una chica tan joven y tan alocada… Los noticieros estaban llenos de… El previsor intentó recordar el último momento en el que la había visto en la empresa, los detalles de sus comportamientos y conversaciones, cualquier cosa que pudiera servir de pista. Y, como era tan previsor, en lugar de escribir el informe pendiente para el consejo de dirección , comenzó un informe para la Policía, por si acaso, en el que pormenorizaba todo lo que recordaba de ella. Eso sí: en lugar de escribir que la chica era gilipollas, suavizó el término con la expresión “independiente”. Se trataba de una chica “independiente”, de la que no se sabía nada, desde que había salido de su casa, minutos antes de las diez de la mañana, hasta las seis de la tarde, que era cuando él estaba a punto de acabar el informe.
A eso de la seis y cuarto, apareció la chica. “Hola. Llevo toda la mañana y toda la tarde en la oficina de al lado, ¿sabe?”, dijo. “¿Y por qué no me habías dicho que estabas?”, preguntó el previsor. “Es que tenía unas ideas para el informe y quería escribirlas”, dijo ella. Él estuvo a punto de darle un beso. “O sea, has acabado el informe”, dijo. “No, no he podido abrir el programa”, se disculpó ella. Él se fue a su ordenador, repasó el informe que había preparado para la Policía por si a la chica le hubiera pasado algo, borró todo el texto y lo sustituyó por una sola palabra: “Gilipollas”.
[Cosas de la vida
]
04 Noviembre, 2007 09:41
Hoy me he levantado pensando que yo soy yo por
pura casualidad; que siempre he estado a punto de ser otro. Bueno: cada
uno es lo que es desde que nace, ¿verdad? Lo que ocurre es que uno
también es lo que se hace, o lo que lo hacen los demás. A mí, por
ejemplo, han estado a punto de hacerme distinto algunos amigos y
amigas. Como Alirio Estévez, un profesor universitario, amigo de toda
la vida, con quien me encontré ayer a primera hora de la mañana. Alirio
me contó que, a principios de curso, estuvo a punto de llamarme para
proponerme participar en un programa de conferencias sobre literatura
que se realizan en varias ciudades españolas. Se trataba de viajar a
pan y cuchillo durante algunos meses cobrando una pasta gansa
proveniente de fondos europeos. “Pensé que podría interesarte”, me
dijo, “pero, al final, lo resolvimos con un escritor de León.” “Hombre,
seguramente me hubiera interesado”, le dije, “aunque ando un poco
liado”, mentí.”De todas maneras, gracias por acordarte”, volví a
mentir, porque lo que tendría que haberle dicho era: “Podrías haberte
quedado calladito.” Pero, él, seguramente por halagarme, insistía al
despedirse: “Y mira que estuve a punto de llamarte…” Lo curioso fue
que, después de ese encuentro, coincidí con un editor que también había
estado a punto de recurrir a mí para que le escribiera un libro que al
final encargó y pagó a un escritor de fuera. “Pensé en ti, pero, no sé
por qué, en el último momento se lo encargué al otro. Y mira que tú
podrías haberlo hecho mejor…” “Es igual, hombre, no pasa nada…”, mentí
por tercera vez. Todavía con esas dos cosas que podría haber hecho y no
hice metidas en la cabeza, me presenté en casa de otro amigo con quien
había quedado para comer. Con él me ocurrió algo parecido. Después de
haberme hecho los honores con un vino infecto, va y me dice: “Tengo
unas botellas de reserva. Con lo que te gusta el vino, tendría que
haber abierto una. Y mira que me he acordado, ¿eh?” “Bah, no pasa
nada”, le dije. Era el día de las mentiras y las casualidades. La
última de éstas fue un encuentro fortuito, al caer la tarde, con María
Emma Price. María Emma y yo habíamos coincidido noches antes a la
salida de una representación teatral, habíamos ido a tomar una copa y
habíamos estado tonteando —con un exasperante sí quiero-no quiero por
su parte— hasta que llegó un antiguo amigo suyo, se la llevó y me dejó
con un palmo de narices. “Mira que estaba a punto…”, pensé yo. En fin:
ayer, después de saludarme, María Emma me dijo: “¿Sabes? La otra
noche…” “Prefiero no oírlo”, le dije.
[Cosas de la vida
]
30 Septiembre, 2007 11:35
Los dos amigos se vieron y se abalanzaron el uno sobre el otro, se dieron la mano, se abrazaron, se palmotearon la espalda, y el amigo parlanchín comenzó a contar su vida, que era como la de cualquier amigo parlanchín. ¿El trabajo? La misma rutina, pero que no faltara, pues los tiempos no estaban para hacer el tonto. Al parecer, había más oferta que demanda, pero, que se quedara alguien en el paro y vería, como le había pasado al Rafa. ¿Que qué le había pasado al Rafa? Pues, adiós de la empresa. Después de tantos años, hala, a tomar viento. Bueno, era que la gente se lo montaba muy mal. Al Rafa, mira por dónde, le había entrado la obsesión de que su mujer le ponía los cuernos. Y, en lugar de contratar un detective, o algo así, al tío le había dado por vigilar él mismo a su mujer. Un día llegaba a la oficina y contaba que había encontrado un pelo sospechoso en la cama. Otro día, que las sábanas olían diferente. Al otro, que una colilla le había aparecido en un cenicero. ¿Y dónde iba a aparecer una colilla, si no era en un cenicero? ¿Una colilla de Winston? Él y su mujer fumaban Marlboro. ¿Y el gato? El gato siempre le había tenido miedo a él, y ahora lo ignoraba olímpicamente. Eso era porque los gatos tenían un sexto sentido para saber quién era el jefe de la casa. Si el gato pasaba de él, era porque la casa la frecuentaba otro macho. Venga, Rafa, no jodas: ¿Ahora resulta que los gatos detectan a los cornudos? Pues, ellos dirían que no, pero su mujer se la estaba pegando con otro. Pues, vaya mal gusto que tenía aquel tío. Que rieran, que rieran, que él sabía lo que se decía. El Rafa se ausentaba del trabajo y se presentaba a horas intempestivas en su casa. Había estado a punto, ¿sabían? A punto. Cinco minutos antes, y la hubiese pillado con el maromo. Había notado el olor; un olor como a Brummel, y él nunca había usado Brummel. El caso había sido que el Rafa nunca había pillado a su mujer con el otro, pero los jefes sí que le habían podido demostrar baja productividad continuada y lo habían puesto de patitas en la calle.
Después de contar todo esto sobre el Rafa, el amigo parlanchín le puso una mano sobre el hombro al otro y prosiguió: “Y todo por desconfiar de su mujer. Ya me explicarás: si las tías, cuando te los quieren poner, te los ponen. Es mejor dejarlas a su aire. Si te los ponen, mejor que no te enteres. Y si te enteras, pues… a aguantarte, y calladito, que estás más guapo. Pero… ¿qué te voy a contar yo a ti que tú no sepas?”
Luego, tras una pausa en la que los dos se quedaron muy serios, balbució una disculpa y se marchó.
Después de contar todo esto sobre el Rafa, el amigo parlanchín le puso una mano sobre el hombro al otro y prosiguió: “Y todo por desconfiar de su mujer. Ya me explicarás: si las tías, cuando te los quieren poner, te los ponen. Es mejor dejarlas a su aire. Si te los ponen, mejor que no te enteres. Y si te enteras, pues… a aguantarte, y calladito, que estás más guapo. Pero… ¿qué te voy a contar yo a ti que tú no sepas?”
Luego, tras una pausa en la que los dos se quedaron muy serios, balbució una disculpa y se marchó.
[Cosas de la vida
]
16 Septiembre, 2007 11:13
El hombre se sacó un Nokia del bolsillo de la americana, pulsó una tecla de número predefinido, se acercó el auricular al oído y dijo: “Maribel, ¿cómo tenemos lo de Sydney?” Maribel debió de decirle algo que al hombre no le gustó, porque, con voz autoritaria, dijo: “No; no quiero que vuelva a pasar lo de Japón, ¿de acuerdo? Tu, insiste en que quieres la confirmación del regreso para el 25. Si no es para el 25, prefiero esperar al mes que viene. ¿Chicago? A Chicago que le den por ahí. Total, por un contrato de 300.000 euros no voy a estar pendiente de Chicago.” Yo saqué mi Blackberry de la funda que llevo en el cinturón, marqué el número del Bar Pepe, y dije: “¿Pepe? Soy yo. Sí. Que sí que iremos este sábado a ver el partido. Unos ocho. Pues, nada complicado: una tortilla de patatas, otra de calabacín, unos calamares, jamón serrano y, como mucho, sepia a la plancha. No, no. Vino de la casa. Joder, Pepe; que no es ninguna boda.” Al cabo de un momento, se oyó un riiing, y el hombre, por su Nokia 3650, tras escuchar unos instantes, dijo: “Maribel: ¿Cuántas veces tengo que repetirte que, menos de 200 metros, es un cuchitril? ¿Se llaman Soluciones Inmobiliarias, ¿no? Pues, que te lo solucionen. Céntrico; tiene que ser un apartamento céntrico. Tú, consíguelo, que ya decidiré yo si es caro o no.” Yo cogí mi Blackberry PDA, marqué otro número y dije: “¿Credigalaxis? ¿Señor Fuentes? Soy Price. Llamo por el crédito. ¿Otra garantía? Pero, ¿en qué quedamos? El piso no era la garantía? No sé; ya hablaré con mi mujer. No; no. Mañana mismo.” El hombre marcó otro número en su Nokia 3650 Tribanda y dijo: “¿Pascual? ¿Cómo tenemos hoy el parque? Pues, vende Fenosa. No, eso ni se te ocurra; Fenosa; vende 10.000 de Fenosa. Y, de lo otro, nada. No; de comprar, nada; quieto ahí. ¿Que te llamó Barragán? ¿Un yate? ¿De cuántos metros? Ése, a cualquier cosa llama yate. Dile que, para pateras, nos vamos a Canarias.” Yo marqué el número de mi mujer en mi Blackberry PDA extraplana y dije: “He hablado con los de Credigalaxis. ¿Y qué? Pues que nos piden un segundo avalador. Y yo qué sé. Pues, sin otro aval, no nos lo conceden. ¿Cómo? Sí: estoy cerca. Sí; puedo acercarme a comprar. Beicon, crema de leche y espaguetis. De acuerdo, ahora voy.” El hombre, por fin, guardó su Nokia 3650 Triplebanda de última generación. Yo hice lo mismo con mi Blackberry PDA extraplana Quality, y, sin mirarlo, me fui. En teléfonos móviles, no permito que nadie me pase la mano por la cara.





