[Cosas de la vida ] 09 Septiembre, 2007 12:07
El paciente era muy paciente, pero toda paciencia tenía un límite. A él lo habían ingresado para un examen general, y llevaba allí varios años, durante los cuales lo habían sometido a toda clase de análisis, pruebas e intervenciones quirúrgicas, sin que nadie —óigase bien: nadie— se hubiese dignado darle la más mínima explicación. Era verdad que la medicina había evolucionado mucho, y que las cicatrices que dejaban las operaciones eran cada vez más discretas. Pero, si él se levantaba la bata —¿veían?—, en su piel se podían apreciar las rutas que habían seguido los cirujanos. Su cuerpo era algo así como un mapa de carreteras en el que se podían leer los acelerones, desvíos, marchas atrás, ralentís, pinchazos y embotellamientos de los avances médicos. Tenía cicatrices semicirculares, ascendentes, descendentes, en diagonal… ¿Veían? Aquella autopista en medio del esternón era de cuando lo habían abierto para comprobar que no necesitaba válvulas coronarias. Y esa otra autopista en la espalda, desde el omoplato hasta la cintura, era de cuando le habían efectuado el trasplante de riñón. ¿Y esa casi minúscula señal de prohibido el paso que le había quedado a uno de los lados del abdomen? Pues era el resultado de la extirpación del apéndice. ¿Y aquella línea irregular, como una carretera comarcal, a lo largo del antebrazo? Pues, del reemplazo de su hueso cúbito natural por otro de platino. El paciente era muy paciente, pero estaba hartito —que lo oyeran bien: hartito— de tanta visita inesperada. Semana sí, semana también, ahí se presentaba el médico jefe acompañado de estudiantes y, en un lenguaje que él no entendía, les explicaba su caso. Mejor dicho, sus casos, porque siempre eran diferentes. Una insuficiencia hepática por aquí, una inflamación del colon por allá, un posible tumor en el estómago… La Guía Michelín en la que se había convertido su cuerpo parecía abarcar los puntos más lejanos de todos sus sistemas corporales. Así que había llegado a un punto en el que había que decir: basta. ¿Lo entendían? Basta. Él había sido ingresado el 21 de julio del 2055, y estábamos a 31 de diciembre del 2060, y, hasta ahora, no había dicho ni mú. Pero, ya era hora de que le explicaran lo que tenía, o de que de le dieran el alta. Eso: el alta. Y, él, a su camión, que era lo suyo.
Cuando le fueron con las exigencias del paciente al director médico, éste comprobó la ficha de ingreso y se quedó estupefacto. Pero, ¿cómo? —balbució—. ¿Éste no era el hombre que había donado su cuerpo a la ciencia?
[Cosas de la vida ] 02 Septiembre, 2007 12:55
Agosto había sido menos cálido y húmedo de lo habitual. La ciudad estaba rebosante de turistas. En los bares, restaurantes y chiringuitos abundaban los trabajadores extranjeros. El ambiente estaba impregnado de cosmopolitismo, así que la programación de un viaje hubiese sido superflua. Se podía ir por cualquier calle y escuchar conversaciones en varios idiomas —algunos inidentificables—, y apreciar anatomías y vestimentas pintorescas, provenientes de quién sabe qué países. Era como moverse sin necesidad de moverse, y descubrir, de paso, rincones por los que nunca se había aventurado. Se trataba, simplemente, de mirar el paisaje urbano con diferentes ojos. Una cafetería nueva, el arreglo de una calle, un nuevo negocio —de un tiempo a esta parte habían proliferado toda clase de negocios—, nuevos personajes —ahora había hasta un tipo que deambulaba por las calles principales montado en una bicicleta de dos pisos—… No, en realidad no hacía falta cambiar de ciudad para cambiar de aires. Lo que había que hacer era respirar de forma diferente. Hacía años que él no recordaba unas vacaciones tan plácidas, y puede que la razón fuera que las había iniciado sin ningún plan, sin otra expectativa que la de dejar pasar el tiempo. Si las vacaciones anteriores le habían provocado ansiedad —una ansiedad que lo acompañaba antes, durante y después del descanso—, éstas lo habían dejado como nuevo. Tanto, que, ahora sí, sus propósitos de enmienda respecto al trabajo iban en serio. Cada año se lo proponía y cada año fracasaba, pero, esta vez, algo en su interior le decía que iba a ser muy distinto. Incluso, al contrario que en las otras ocasiones, la vuelta al trabajo le producía una sensación placentera. ¿Querían creer que esperaba la reincorporación al trabajo casi con euforia? Pues, sí. Ahora, había encontrado algo así como “el sentido de la vida laboral”, que consistía en hacer bien su trabajo, independientemente de jefes, compañeros, trepas, aduladores o demás especímenes. Trabajar, y trabajar bien; porque sí, por el puro placer de hacer bien las cosas, sin considerar si trabajaba de más o de menos o si el sueldo compensaba o no su dedicación y sus responsabilidades. Estas eran sus intenciones cuando se reincorporó, y los primeros cinco minutos fueron magníficos. Sus compañeros lo recibieron con cordialidad desacostumbrada. Por un momento se sintió la estrella de la oficina. Luego, algún bocazas —siempre hay algún bocazas—, irremediablemente, preguntó: Pero, ¿tú no te habías jubilado el 31 de julio?
[Cosas de la vida ] 15 Julio, 2007 09:17
Cuando los mozos de escuadra entraron al aula, notaron enseguida que la joven que estaba sentada en el lugar de los examinandos era la autora de la llamada de auxilio recibida minutos antes. La chica tenía la mirada perdida y unas profundas ojeras, producto de los insomnios agotadores que debió de sufrir en las noches previas a los exámenes. Frente a ella, cuatro de los cinco miembros del tribunal de oposiciones mantenían una actitud hierática. Ninguno de ellos pareció percatarse de la presencia de los mozos y, en cuanto éstos hubieron salido con la chica, se limitaron a escribir sus anotaciones. Una vez recuperada del estado de shock, ella explicó que, cuando estaba a punto de acabar su exposición, había tenido la certeza de que los miembros del tribunal estaban endemoniados. Uno de ellos se había quedado mirándola fijamente y no había parpadeado durante toda su intervención. La chica no sospechó que aquel hombre tenía la facultad de dormir con los ojos abiertos. Otro, aquel tan joven, no paraba de contar y recontar las bolas del sorteo de los temas, de meterlas dentro de una bolsa, de sacarlas, y de agitar la bolsa con aire misterioso y trascendente, como si allí estuviera contenido el todo o el nada para todos y cada uno de los mortales. El tercer miembro del tribunal, uno gordito y con barba, se había transfigurado ante sus ojos en un pantocrátor omnipotente cuyos dedos se levantaban para dictaminar sobre el bien y el mal —el aprobado y el suspenso—. En cuanto a las dos mujeres, una de ellas también la había mirado fijamente todo el rato mientras que tomaba apuntes de forma compulsiva. ¿Conocen ustedes a alguien que pueda escribir cuatro folios en dos minutos? Los mozos negaron con la cabeza. Pues, esa señora lo hacía. Y la otra mujer, esa rubita de gafas y ojos azules, simplemente, se había puesto a levitar. ¿A levitar, como Santa Teresa? Los mozos intercambiaron una mirada incrédula. No, si ya lo entendían: los nervios, el calor… Pero, la chica no se daba por vencida. Había algo más: ¿Sabían los mozos que, antes de uno de los exámenes, a los opositores se los aislaba por completo? Claro: la encerrona, dijo uno de los mozos. Pues, uno de los del tribunal comentó que, a mí, en lugar de encerrarme, me deberían emparedar, dijo la chica. Los mozos negaron con la cabeza y se dispusieron a acompañarla hasta su casa. Mientras tanto, en el aula, cuatro miembros del tribunal intentaban bajar del techo a su compañera sin sobresaltarla. Ellos también estaban pasando mucho calor.
[Cosas de la vida ] 10 Junio, 2007 10:34
El primer movimiento del sospechoso lo noté nada más sentarme ante la única mesa vacía de la terraza. No había acabado de acomodarme para llamar al camarero, cuando noté que el sospechoso, que estaba recostado de espaldas contra la pared de la fachada del edificio, justo al lado de la entrada del bar, hacía el amago de dejar su postura, pero de inmediato volvía a apoyarse contra la pared. En ese momento todavía no era sospechoso, simplemente era un tipo que había hecho un gesto extraño y en el que luego me fijé porque mantenía una actitud entre distraída y expectante. Pedí una cerveza al camarero y me dispuse a disfrutar de uno de mis entretenimientos habituales: observar a la gente. Era la hora del vermú de un viernes, y la calle empezaba a reflejar las últimas prisas laborales del día y las primeras indolencias del fin de semana. En la terraza, ejecutivos que se reportaban a sus centrales, oficinistas que se habían escapado a tomar una caña o amigas que quedaban por teléfono para la noche. En la acera, un desfile variopinto y cansino de turistas, colegiales vendiendo boletos para el viaje de fin de curso, chicas con carpeta universitaria, mujeres con cochecito y niño… Y ahí, delante, apoyado en la pared y mirando no se sabía si a las ventanas de los edificios de la acera de enfrente, o a los coches, o a los parroquianos del bar, o a los peatones, o a la hilera de motos aparcada unos metros más allá, o esperando a alguien, o vigilando, el sospechoso, que entonces no era sospechoso del todo sino un tipo raro que estaba ahí, pendiente de quién sabe qué. El sospechoso sólo se convirtió en sospechoso cuando, al traer la segunda cerveza, el camarero me dijo: “¿Has visto al pinta ése? Ves a saber el rato que lleva ahí…” Y, por si yo tuviera alguna duda, prosiguió, enigmático: “Después, pasa lo que pasa…” Lo dijo hablando tan bajo y con tanto disimulo que yo, más que oírlo, le leía los labios. “Después, desaparece un coche o te encuentras la casa desvalijada.” Vaya, con el sospechoso. Había que observarlo, pero con mucha discreción, no fuéramos a topar con el hampa organizada. De repente, el sospechoso cambió de comportamiento: se sentó ante una mesa que acababa de quedar libre y pidió un agua sin gas. Durante los siguientes diez minutos, se limitó a beber agua en pequeños sorbos y a mirar a los transeúntes. Salvo por su agua y mi cerveza, debíamos de ofrecer una imagen idéntica. Entonces comprendí la situación: el desconocido era un pobre tipo como yo, al que yo, sin darme cuenta, le había birlado la única mesa libre de la terraza.
[Cosas de la vida ] 13 Mayo, 2007 12:24
Puede que en esos momentos el buscador recordara aquel sueño recurrente que lo había atormentado desde que tenía memoria: él caminaba mirando hacia el suelo y veía brillar lo que parecía ser una moneda. Al agacharse, resultaba que sí que era una moneda, y, justo al ir a coger la moneda descubría junto a ella una segunda moneda, y justo al ir a recoger esa segunda moneda descubría no una tercera moneda sino un montoncito de monedas que estaban al lado de otro montón más abundante, y de otro, y de otro, hasta que la suerte era tan inmensa que resultaba que aquello no podía ser posible —no le podía ocurrir a él— y el maldito pensamiento lógico, que no lo abandonaba jamás, lo hacía despertar de golpe, y aquella estúpida ensoñación de encuentro de tesoros se volatilizaba, pero permanecía agazapada en algún lugar de su cabeza, a la espera de volver a repetirse. También puede que tuviera un segundo recuerdo, no de un sueño esta vez sino de una imagen que también lo perseguía durante las noches de insomnio: él era un niño aficionado a coleccionar piedras de río. Se le había ocurrido cuando el rico de la clase había llevado un bote de cristal lleno de canicas. Él había buscado en la basura hasta encontrar un bote vacío de mermelada, lo había dejado reluciente y lo había ido llenando con guijarros, que al final resultaron ser más variados y atractivos que las canicas. Había sido entonces cuando su maestra había comenzado a referirse a él con el apelativo cariñoso de “el buscador”, un mote que él había asumido casi como una responsabilidad. Más tarde, cuando su familia había huido de la pobreza llevadera de los ríos y se había refugiado en la prosperidad engañosa de una ciudad marítima, él había reemplazado los guijarros por conchas de mar. Las conchas tenían una ventaja sobre los guijarros: si uno tenía paciencia —y él la tenía, para algo era “el buscador”—, encajaban perfectamente unas dentro de las otras. Puede que fuera esto lo que le hiciera sonreír. Como de la chistera de un prestidigitador, acababa de sacar una, dos, tres, cuatro y cinco ollas, de distinto tamaño pero de idéntico material y agarraderas, que cabían unas dentro de las otras. Las ollas no eran nuevas, pero, bien limpias y pulidas, seguro que tendrían un pase. También había sacado un hornillo eléctrico, una plancha, un radiocasete y una sartén de hierro, y había dispuesto todos los utensilios sobre la acera en un conjunto ordenado. Quizás pensara en aquellas cosas ahora, antes de guardar sus hallazgos en un desvencijado carrito de la compra, mientras volvía a rebuscar dentro del contenedor de basuras.
[Cosas de la vida ] 29 Abril, 2007 18:21
A pesar de que se la veía algo estirada y pasada de rímel, la chica vestía como una camarera, se ocupó de añadir cubiertos para un nuevo comensal, y también fue ella quien luego se acercó a la mesa con un bolígrafo y una libreta para tomar el pedido. Así que, a primera vista, cualquiera la hubiese tomado por una camarera. A segunda vista seguía pareciendo una camarera, pero esa pose hierática, ese desinterés y ese mohín despreciativo al apuntar los primeros, los segundos y el vino de la casa, denotaban que ella pertenecía a una categoría superior a la de cualquiera de aquellas doce personas que se habían reunido para celebrar el Sant Jordi. A tercera vista —cuando apareció con el primer plato—, los comensales ya sabían que había que bajar la voz y apartarse con prudencia para no recibir un golpe de vinagrera o un platazo en el hombro. Ahí, ya tenían la sospecha de que no les estaba sirviendo una camarera sino una “autoridad”, aunque no pudieran precisar si se trataba de una autoridad eclesiástica, política, económica o militar. En cualquier caso, alguien joven pero con mucho poder. A cuarta vista —el segundo plato—, lo único que pretendían los comensales era terminar rápido la comida y dejar de importunar a Su Majestad. ¿Habían dicho Su Majestad? Los comensales entendieron, por fin: ¡Qué tontos! ¡Toda la comida pensando que era una camarera, cuando se trataba de una reinita! Eso cambiaba la situación, pero, los comensales, por puro desconocimiento del protocolo, cometieron el error de llamar —eso sí, con todos los respetos— a Su Majestad para pedirle los postres. Ella, con el hastío reflejado en su noble cara, tomó nota, y, entonces, los comensales cometieron un segundo atrevimiento: pidieron cafés. A Su Majestad, esta osadía ya le pareció excesiva: dejó a los comensales con la palabra en la boca y con real grosería le dijo en voz alta a un señor cincuentón que parecía el dueño del establecimiento: “A ver si tú puedes tomar nota a esta gente.” Ahí demostró lo reinita que era, pues, el hombre, en lugar de pedir disculpas, se comportó como si alguien hubiese mancillado a su dama. Tampoco se disculpó después, cuando se le explicó lo mal que la chica había atendido a los clientes. Ni cuando se le exigió una hoja de reclamaciones. Él, erre que erre, defendiendo lo indefendible. Sólo le cambió la cara cuando uno de los afectados comentó: “Pues, entonces, en lugar de reclamar ante la Generalitat, hay que hablar con la mujer de este tipo para que venga aquí y averigüe por qué le rinde tanto vasallaje a la reinita.”
[Cosas de la vida ] 18 Marzo, 2007 11:13
Según el profesor, los humanos tenían cinco sentidos: la vista, el oído, el gusto, el olfato y el tacto, y esos cinco sentidos, comunes a todos los mamíferos, nos servían para percibir el mundo que nos rodeaba. “Profe, huele muy mal”. Había que imaginar, por ejemplo, al hombre primitivo: la vista le permitía ver a los animales a los que tenía que cazar, y detectar a otros para no ser cazado. “Es verdad, profe, huele muy mal, es que el Moha ha pisado una mierda.” “¡Callaos ya! ¡Dejad la tontería!”. Los hombres primitivos tenían los sentidos más desarrollados que nosotros porque los necesitaban para sobrevivir. Había que imaginar, por ejemplo, al hombre, antes de descubrir el fuego: ¿cómo iba a percibir por la noche la presencia de un animal intruso dentro de su caverna? “¡Profe, que el Moha ha pisado una mierda!” “¡Ya está bien: tú, ponte de pie al final de la clase; venga: allá atrás, de pie.” A ver si desarrollábamos el sentido del oído: a la clase había que ir a escuchar, no a molestar. Y si seguían con esa tontería de taparse la nariz, se iban a quedar castigados, sin patio. “Pero es que, profe, es verdad: el Moha ha pisado una mierda.” “¡Que ya vale, he dicho!” A ver si podíamos continuar: sin todos los cinco sentidos muy desarrollados, el hombre sería una presa demasiado fácil para los depredadores. “A ver: ¿qué te pasa a ti ahora? Te he puesto allá atrás para que no molestes.” “Profe, es que tengo ganas de vomitar.” “Pues, te aguantas; te estás ahí quietecito y verás cómo se te pasan.” El profesor resopló por enésima vez y se acercó a la mesa del Moha, que había estado callado todo el rato. “ Al venir, estábamos jugando en la calle, me empujaron y pisé una mierda, pero ya me limpié” —dijo el Moha, en un susurro—. “Bueno, pues vas al lavabo, y te vuelves a limpiar bien, ¿de acuerdo?” El profesor acompañó al Moha hasta la puerta y, en ese lapso de apenas tres segundos, un número indeterminado de partículas volátiles procedentes de la zapatilla del Moha volaron hacia sus fosas nasales, conmocionaron sus células receptoras y sus bulbos olfatorios y transmitieron una inconfundible información hasta su cerebro, el centro en donde recibimos, procesamos y almacenamos todas nuestras percepciones, emociones y memorias. Allí quedó registrado para siempre ese olor a mierda restregada que por poco lo tumba delante de sus alumnos. En cuanto el Moha hubo salido, el profesor, invadido de un sudor frío, pensó que estaba a punto de vomitar. Entonces miró con aire de derrota al chico al que había castigado antes y le dijo: “Venga, siéntate.”
[Cosas de la vida ] 05 Febrero, 2007 20:49
En la reconstrucción de los hechos se pudo saber que en la embarcación viajaban Ahmadou, que significa “el que viene del oeste”, Akinsanya, que quiere decir “con valor para la revancha” y Akinyemi, el “destinado a ser guerrero”, cuyo nombre indicaba que era exigente, íntegro, sincero en la intimidad, delicado, amante de los misterios, con buen criterio y celoso de que sus observaciones fueran bien recibidas. A los tres había que añadir a Berhanu, —“su luz”—, joven de naturaleza emotiva que todo lo aprovechaba, que tendía a realizar todas las acciones con método y respeto por la autoridad y la jerarquía y que valoraba lo sólido, lo protector, lo que le hacía sentirse seguro. Otro de los integrantes del grupo era Bwana, que significa “caballero” y que, de haber seguido los designios de su nombre, podría haber destacado en profesiones como científico, investigador, profesor, horticultor, ocultista, analista, abogado, inventor, analista o líder religioso. También teníamos a Dabir, otro nombre de origen africano que significa profesor o secretario y que confiere a su poseedor las cualidades de amabilidad y condescendencia. Dabir era suave, cordial, sagaz; amaba la armonía de las formas y le gustaban los métodos persuasivos; le encantaba sentirse alabado. En cuanto a Mensah, “el tercer hijo”, su naturaleza era emotiva y clarividente, y sus cualidades eran la perseverancia, la concentración y la clemencia; prefería lo oculto y le gustaba sentirse admirado. Rachid era prudente, amable y condescendiente; se amoldaba a todo y gustaba de ejercer la prodigalidad; era jovial y ameno y estimaba la dignidad. Sobre las dos mujeres del grupo, se supo que una de ellas era Akira —“inteligente”—, que se acomodaba a las situaciones, tenía un carácter alegre y era generosa. Por su parte, Mukantagara —“nacida durante la guerra”—, era diligente, cuidadosa, emotiva, gentil, vivaz, amigable y seguidora de los verdaderos valores escondidos tras la apariencias. Mukantagara estaba en estado avanzado de gestación, pero se ignora el nombre que iba a darle a su hijo —un varón, según se pudo apreciar en la autopsia—. Los cadáveres del grupo de africanos fueron localizados cerca de una costa tinerfeña en donde quizás el mismo golpe de mar o algún paseante despistado había arrojado un libro sobre el significado de los nombres y el carácter de sus poseedores, según la numerología. Nadie se ocupó de averiguar sus signos zodiacales, pero, aquella semana, los astros desaconsejaban que los Piscis, Capricornio o Cáncer invirtieran dinero en la Bolsa.
[Cosas de la vida ] 28 Enero, 2007 20:00
No es que la adivinadora acertara siempre, pero ella había llegado a convencerse —y lo que era mejor para su negocio, a convencer a sus clientes— de que sus pronósticos eran poco menos que infalibles. La adivinadora no era mano de santo —porque no era sanadora sino adivinadora—, pero sus palabras sedaban y aligeraban los males del espíritu —aunque su forma de hablar era áspera y con tonos enérgicos, más altos de lo normal—. En realidad, la adivinadora, más que consejos, lo que daba era órdenes en voz alta, y el que no obedecía sus órdenes es que era tonto. Ideas claras y mandar: eso era la adivinadora —y lo que eres se nota en todo lo que haces, ya estés al mando de un ejército o esperando turno para comprar el pan—. Por eso, aún sin saberse que se trataba de ella —de la adivinadora—, se notaba que aquella mujer que había llegado al servicio de urgencias del hospital tenía una fuerte personalidad. A la adivinadora le había pasado algo en la pierna —algo que la adivinadora, a pesar de sus dotes, ignoraba—, y la enfermera intentaba saber el alcance de la lesión. “¿Le duele aquí?” “No, ahí, no.” “¿Y aquí arriba?” “No, ahí no me duele.” “¿La rodilla?” “No, la rodilla, no.” Lo curioso de la situación, que se producía delante del mostrador de urgencias, era que las preguntas de la enfermera iban destinadas a informar sólo al médico o a la medica correspondientes, y la adivinadora gritaba como si sus respuestas le importaran a todos los trabajadores del hospital y a los habitantes de los edificios aledaños. Finalmente, la enfermera adivinó en dónde le dolía a la adivinadora y le hizo la pregunta más sencilla de todas: “Usted qué edad tiene?” Si la adivinadora hubiera contestado tan rápido y tan alto como a las preguntas anteriores, quizá no habría ocurrido nada. Pero su silencio hizo que los otros pacientes y sus acompañantes se olvidaran momentáneamente de sus males y preocupaciones y entonces —entonces sí— prestaran atención a su respuesta. “¿Cuántos años tiene usted?”, repitió la enfermera. Después de una pausa interminable, la adivinadora, en un susurro, como quien reconoce que ha cometido un crimen, dijo: “Cincuenta y dos”. Menos mal que lo hizo, porque la enfermera parecía estar dispuesta a pasar por el mal trago de adivinarle los años en voz alta. Aquel no era el día bueno de la adivinadora. Si en lugar de quedarse cabizbaja hubiese mirado a los presentes, habría adivinado en sus miradas el sentimiento solidario de quien también ha pasado por la experiencia traumática de tener que confesar la edad en público.
[Cosas de la vida ] 14 Enero, 2007 11:55
Bogart
Nunca se le hubiera ocurrido compararlo con Humphrey Bogart, pero ahora, con el cigarrillo colgando de la comisura del labio, la mirada perdida y el rictus hierático que traía cuando se introdujo de nuevo en el coche, ella pensó que algo en su marido recordaba al Bogart de las películas en blanco y negro. Su marido había frenado en seco, se había cagado en la madre del otro conductor, se había bajado del coche, se había ido directo hacia la ventanilla del otro y había comenzado a insultarlo, conminándolo a que se bajase. El otro se había bajado, y ahí a ella se le podía haber ocurrido lo de Bogart —pues Bogart era bajito y el otro le sacaba un palmo de estatura a su marido—, pero no se le ocurrió, porque lo que le encogió el estómago fue que el otro, además de ser más alto, se había bajado con una especie de… ¡Dios mío! ¿Una barra de hierro…? ¡No! ¿Un paraguas…? ¡Un paraguas! El desgraciado aquel estaba amenazando a su marido con un paraguas, ¡madre mía, quién le mandaría bajarse a su marido! El tipo, que le sacaba un palmo a su marido y con un paraguas en la mano, y su marido, que aún decía que le iba a arrancar la cabeza, pero, sin prisas, por lo visto, porque lo que había hecho era meter la mano en el bolsillo y sacar… ¿Un pitillo…? Su marido había sacado un pitillo, lo había encendido, le daba grandes chupadas y gesticulaba con esa mano como si con el humo quisiera conjurarle los malos espíritus al otro, que le iba a sacar los ojos y se le iba a mear en los agujeros. Había para asustarse y ella se asustó de veras, pero la escena también tenía su gracia: los dos tipos amenazándose mutuamente, el uno con un paraguas y el otro con un cigarrillo que chupaba como si se tratara de los sesos de su oponente. Luego, cada uno se metió en su coche —al fin y al cabo ni se habían rozado— y a ella se le ocurrió lo de Bogart. Sin embargo, no le dijo nada a su marido. Lo que dijo, al cabo de un rato, fue: ¡Qué mal huele! Él, por única respuesta, abrió la ventanilla. ¡Con el frío que hace! Bogart no respondió, y ella comprendió que no debía hacer más comentarios. Tampoco preguntó nada cuando él llegó y se fue directo a la ducha. Ni cuando él salió del lavabo, se vistió, fue a la cocina, cogió una bolsa de basura, metió en la bolsa los pantalones y los pantaloncillos que llevaba puestos antes y bajó a depositar la bolsa en el contenedor. Ni cuando volvió a subir, volvió a encender un cigarrillo y volvió a adoptar el gesto duro e imperturbable del imperturbable Humphrey Bogart.
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