[Cosas de la vida ] 31 Agosto, 2008 10:52
En cierta ocasión, el Gobernador de aquella pequeña ciudad-estado convocó a sus consejeros y les habló en estos términos: “El pueblo está cansado de mí, y yo mismo veo y deseo la hora de mi retiro. Sin embargo, no me resigno a que mis adversarios tomen las riendas de la ciudad. Debemos pensar en algo que haga que mi nombre sea recordado para siempre.” Durante un rato, ninguno de los consejeros se atrevió a pronunciar palabra, hasta que uno de ellos, un tal Trashumante, propuso una idea: “Señor —dijo—, de vuestro mandato, quizás nada será tan recordado como la construcción de establos que habéis hecho en zonas estratégicas del territorio. La gente quería establos para sus bestias, y vos se los habéis dado. Un establo más sería la obra que os consagraría como el gran constructor de establos que sois…” Al Gobernador, las palabras del consejero lo conmovieron. “Eso: un establo”, dijo, “pero no un establo cualquiera; tiene que ser un establo diferente a todos los demás; tiene que ser el súper, el híper, el mega-establo…” —el Gobernador, sin saberlo, utilizaba palabras que se pondrían de moda muchos siglos después—. “Mejor que eso”, le interrumpió Trashumante, que tenía estudios, “tiene que ser un tecno-establo”.  “¿Un tecno-establo?”, preguntó el Gobernador. “Sí: un tecno-establo”, contestó Trashumante, que era aficionado a leer el Summa Activitae, una especie de Muy Interesante de la época. “Se trata de un establo subterráneo, automatizado, en el que el caballero deja su cabalgadura a la entrada, sobre una plataforma. Allí se inmoviliza al animal mediante unos imanes que lo sujetan de las herraduras, y gracias a un complicadísimo sistema de rieles, poleas y contrapesos, ora se le desplaza, ora se le iza, ora se le empuja hasta un sitio determinado, en el que se le deja hasta que su dueño vuelve a por él. En ese momento, se realiza la operación a la inversa y, hale, hop, en pocos minutos, el animal vuelve a estar en la entrada, a disposición de su amo.” Ni qué decir tiene que, al Gobernador, la idea le entusiasmó. Tanto, que allí mismo encargó a Trashumante que se encargara del proyecto. Trashumante no sabía en lo que se metía, pero tenía un primo que tenía un cuñado que conocía a un amigo cuyo vecino era ingeniero. Muy pronto, numerosos especialistas se pusieron manos a la obra con gran diligencia y entrega —entrega de dinero—. Transcurrieron años de trabajos intensos y fructíferos —fructíferos para los que intervenían en la construcción—. Sin embargo, el establo nunca se terminó, cumpliéndose así el deseo de aquel Gobernador de que su nombre fuera recordado para siempre. Hasta la fecha, la última mención del establo fue en el año 2016, cuando el nuevo Gobernador manifestó: “No importa que no nos hayan concedido los Juegos: dentro de dos años acabaremos el establo”.
[Cosas de la vida ] 24 Agosto, 2008 10:35
Todavía no era Schwarzenegger, sino un tipo de mediana estatura, muy robusto, vestido con una bata blanca similar a la de la doctora. “En efecto, tiene usted el tabique roto”, dijo la doctora, tras observar la radiografía. “Primero, lo vamos a examinar por dentro”, añadió. Mientras lo inspeccionaba con el endoscopio, como quien no quiere la cosa, preguntó: “¿Y cómo se lo hizo?” Él sabía que su respuesta, si era muy escueta, iba a producir alguna sonrisa, así que se mantuvo callado unos instantes. Para contestarle, tendría que haberle dicho que a él los viajes en vacaciones lo ponían de los nervios. A él, a su mujer y a sus dos hijos pequeños. Sus viajes eran… ¿Cómo se lo podría explicar? Como una actividad de alto riesgo. Esta vez, la culpa había sido del bungalow, un bungalow cochambroso, según su mujer. “Para venir a esto tan cochambroso, mejor me quedo en casa…” Eso lo repetía por la mañana, al despertar, alguna tarde que había siesta, y por la noche, antes de dormirse. El bungalow, sí, era un poco cochambroso, pero a buen cansancio no hay mala cama. Él, por las noches, llegaba reventado y se iba directamente a dormir. Su mujer y sus hijos, algunas veces, se acostaban pronto, y otras se quedaban un rato viendo la tele, como la noche en que se rompió la nariz. ¿Debía decirle a la doctora que, cuando estaba nervioso, tenía unos duermevelas muy agitados? ¿Qué, en ocasiones, se levantaba como sonámbulo y se ponía a lanzar puñetazos contra enemigos invisibles? Quizás era necesario, porque eso fue lo que pasó. Al poco de meterse en la cama, cuando estaba casi dormido, un ruido lo sobresaltó. Luego supo que solamente había sido el ruido de la cisterna del lavabo, pero en ese momento sonó como una trompeta del juicio final. Su hijo se habría caído al encaramarse al sofá, o se le habría caído un mueble encima, o… De un salto, se puso de pie sobre la cama y al querer ir hacia la salita su pie se enredó con una manta y cayó de bruces al suelo. El golpe en la cara fue tan brutal que, al levantarse, se sorprendió de tener todos los dientes en su sitio. A los dos días, tras la hinchazón, si se movía la nariz hacia los lados, los huesos sonaban como castañuelas. Podría haber explicado todo eso a la doctora y a Schwarzenegger, pero, en lugar de eso, les dio la respuesta que sabía que les iba a hacer gracia. “¿Que cómo me lo hice? Me caí de la cama; piensen lo que quieran”. Schwarzenegger se le acercó sonriendo. “Ahora, voy a examinarlo por fuera”, dijo. Le atrapó la nariz con sus dos manazas, apretó, y él notó un dolor agudo y el crujido del hueso al volver a su sitio. “¡Aaaayyyy!”, gimió. “Ya está: curado”, dijo Schwarzenegger. La doctora volvió a examinarlo y confirmó la cura. “Si le hubiese dicho lo que le iba a hacer, no se habría dejado”, se justificó Schwarzenegger. Luego se despidió diciendo: “Y no se olvide de dormir con casco de motorista.” Héroes.
[Cosas de la vida ] 17 Agosto, 2008 12:18
Nuestro trato fue siempre espaciado y discreto. El hombre recordaba a todos los visitantes del edificio, y bastó con que yo volviera al cabo de seis meses a mi visita al oftalmólogo para que él, nada más verme, supiera que yo iba a ver al doctor Vélez, del Entresuelo Segunda, Escalera B. “Yo me acuerdo de todo y de todos”, dijo, más como sentencia que como explicación, cuando yo me maravillé de que recordara el motivo de mi visita. Otro día me preguntó en dónde trabajaba. Se lo dije. “Claro, tú tienes estudios”, dijo. “Mis hijas también tienen estudios.”  Había conseguido, con esfuerzo, que sus tres hijas terminaran la universidad. “La mayor me hizo Historia, la otra, Biología, y la pequeña, Enfermería.” Había trabajado mucho, en la construcción. Luego, la espalda había dicho basta y se había tenido que apañar con aquel trabajo de portero. “Veinte años hará que estoy aquí. El lunes quince de abril de mil novecientos setenta y uno me dieron las llaves, y hasta el día de hoy.” Cada vez que lo veía, recordaba de qué habíamos hablado la última vez. Hasta que, una mañana, lo encontré, a deshoras, sentado en un banco del parque. “Hola”, saludé, y él me miró como se mira a un enigma. “”Perdona, chico, tengo problemas de memoria. Ah, claro, el paciente del doctor Vélez. Lo siento, me falla la cabeza, ¿sabes? El trabajo lo he tenido que dejar. Se me va la cabeza.” Esa fue la última vez que él me vio. En las siguientes, repito que son muy espaciadas, yo ya no lo saludaba, para evitarle apuros. Sabía que, dijera lo que le dijera, no iba a reconocerme. Tenía esa mirada de asombro de quien cada mañana tiene que aprenderse el mundo de nuevo, porque todas las cosas y todas las personas son nuevas. Se trata de una mirada similar a la de los bebés, solo que sin brillo. Para los bebés todo es nuevo, y lo miran todo con la avidez de quien tiene todo por descubrir. Para hombres como él, el mundo también es cada día nuevo, sólo que más extraño y confuso. De ahí, esa mirada opaca y de perplejidad. La memoria, ese prodigio luminoso que nos permite viajar en el tiempo, se les ha convertido en un limo oscuro y resbaladizo. Olvidan hasta para qué sirven las manos o las cucharas. En esa batalla anda ahora el hombre del que hablo. La última vez que lo vi, hizo algo insólito. “A éste, yo lo conozco”, le dijo, refiriéndose a mí, a la señora que lo llevaba del brazo. Luego señaló a otras personas, y continuó: “Y a éste, y a éste, y a ésa…”  Era su forma ilusoria de librar un último pulso contra la desmemoria que le ha carcomido su vida y sus recuerdos.
[Cosas de la vida ] 10 Agosto, 2008 13:11
Buenos días mi príncipe, dice la chica, y, como no tengo posibilidades de aclararle que no hace falta que me otorgue dicho tratamiento, debo referirme a ella como la princesa. La princesa me cuenta que se llama Mariya, que tiene veintisiete años y que vive en Samara, una ciudad de Rusia confortable y hermosa que le ha dado mucho en la vida. A continuación, sin más rodeos, dice en un español balbuciente pero inteligible que busca a un hombre bueno, para relaciones serias, y la posibilidad de un encuentro. Me pide que le cuente más sobre el lugar en el que vivo, dice que ha acabado estudios superiores de economía, que se defiende en inglés y que cree que no será difícil que nos comprendamos el uno al otro, aunque a veces necesita de un traductor. Ahora trabaja para una empresa como gerente de ventas, pero, a sus veintisiete años, se ha dado cuenta de que es tiempo de pensar en crear una familia. Sin embargo, no ha podido encontrar a la persona que le conviene. Por eso ha decidido buscar por internet al hombre con el que podría tener una relación seria. Desde la infancia ha sido educada como una persona honrada y honesta. Siempre ha mostrado respeto por los mayores y se ha preocupado por sus semejantes. Desde niña tomaba clases de coreografía, y por eso tiene un cuerpo hermoso, tal como puedo observar en la fotografía que me adjunta. Me pregunta si me preocupo por mi salud, y dice que estará muy contenta de poder ver mi aspecto en fotos. Ha trabajado con persistencia para regalarse una visita a mi país, del que sabe que es fuerte, libre, con una cultura desarrollada y muy buenas tradiciones. Desde hace mucho, su sueño es visitar mi país, pero lo que realmente quiere es encontrar a la persona adecuada. Y cree que nuestro encuentro será algo más que una simple coincidencia. Querría que le contase más sobre mí, y me dice que, si estoy interesado en conocerla, ella estará esperando mi respuesta. Me manda una foto, y se despide con un “Es mucho kisssssssssssss”, que yo entiendo como “Muchos muacsssssssss”. En la foto, la princesa tiene la cara redonda, la frente amplia, los ojos grandes y claros, los labios gordezuelos y sensuales y la cejas finas y depiladas. Su pelo es castaño claro, muy liso y cuidado, y por su aspecto en general, su maquillaje perfecto y su vestido oscuro, adornado con lentejuelas, se nota que se ha arreglado para la fotografía. La princesa es un bombón. Yo contemplo un rato su imagen, releo su mensaje varias veces y, finalmente, lo envío a la papelera como correo-basura. No quiero que se haga ilusiones.  
[Amores y desamores ] 03 Agosto, 2008 11:10
Esta vez fue una mirada. Hubo una mirada, y el cazador de historias creyó que allí había una historia, porque en aquella mirada estaba concentrado todo el odio del mundo. Se trataba de una mirada afilada, taladrante, pavorosa, que parecía estar a punto de matar, devastar, fulminar. Al descubrir esa mirada, al cazador de historias por poco se le escapa una sonrisa. Una mirada así solo la podía tener un asesino o un adolescente. En efecto, el propietario de la mirada era un adolescente —¿dieciséis, diecisiete?— y el objetivo de la mirada era una chica —¿diecinueve, veinte?— que estaba sentada en la terraza de un bar, acompañada de su amiga. La mirada disparó la historia, pero la historia había empezado momentos antes, cuando la chica, tras colgar el teléfono móvil, le había dicho a su amiga que fulanito no vendría. “¿Por qué no viene?”, le preguntó su amiga. “No sé, no me lo ha dicho”, dijo la chica. Pero, ahí lo teníamos, al dueño de la mirada, que había aparecido por la terraza montado en una bicicleta pequeña, de esas de hacer malabarismos. El chico había frenado y, sin decir nada, se había quedado mirando a la chica con aquella mirada terrible. La chica se había levantado y había intentado dialogar con el chico, pero, éste la había dejado con la palabra en la boca. Lo único que el cazador de historias pudo captar de ese diálogo es que el chico decía: “Ya está, se acabó, para siempre.” Luego, impulsó la bicicleta, de la que no se había desmontado en ningún momento, y desapareció. “Pero, ¿qué explicación te ha dado?”, preguntó la amiga a la chica, una vez que ésta se hubo sentado de nuevo. “Ninguna, que se acabó”, dijo, mientras se enjugaba una lágrima. Las dos chicas siguieron hablando en voz baja sobre las sinrazones del chico, y al cabo de un rato, el chico, el que había dicho que “nunca más”, volvió a aparecer con su bicicleta en el otro extremo de la terraza y volvió a lanzar esa mirada feroz a la chica. Ésta fue a su encuentro y continuaron hablando durante un rato. En ese momento, el cazador de historias estuvo tentado de decirle a la amiga de la chica: “Dile a tu amiga que ese chico es un inmaduro y un gilipollas, que lo mande a paseo.”  Sin embargo, no lo hizo. Lo que hizo fue levantarse y pagar su consumición. Al marchar, pasó cerca de los dos chicos, a tiempo de oír que ella le preguntaba: “Pero, ¿por qué?” “Porque no me sale de la polla”, contestó él. Ahí, el cazador de historias decidió que no había historia que contar. Ningún contador de historias puede incluir una frase así. No le queda bien ni al protagonista, ni al antagonista; ni al héroe ni al villano. Y aquel chico, por no llegar, no llegaba ni a villanito. No era nada. Lo único que hubiera merecido era que el cazador de historias le hubiese dado un par de soplamocos y le hubiese dicho: “Anda, niñato, vete a tu casa, que estás molestando a esta chica y me estás jodiendo mi historia”. Si eso hubiese ocurrido, podríamos estar hablando de una historia con final feliz. Desafortunadamente, no fue así. Qué historia más tonta.