Esta vez fue una mirada. Hubo una mirada, y el cazador de historias creyó que allí había una historia, porque en aquella mirada estaba concentrado todo el odio del mundo. Se trataba de una mirada afilada, taladrante, pavorosa, que parecía estar a punto de matar, devastar, fulminar. Al descubrir esa mirada, al cazador de historias por poco se le escapa una sonrisa. Una mirada así solo la podía tener un asesino o un adolescente. En efecto, el propietario de la mirada era un adolescente —¿dieciséis, diecisiete?— y el objetivo de la mirada era una chica —¿diecinueve, veinte?— que estaba sentada en la terraza de un bar, acompañada de su amiga. La mirada disparó la historia, pero la historia había empezado momentos antes, cuando la chica, tras colgar el teléfono móvil, le había dicho a su amiga que fulanito no vendría. “¿Por qué no viene?”, le preguntó su amiga. “No sé, no me lo ha dicho”, dijo la chica. Pero, ahí lo teníamos, al dueño de la mirada, que había aparecido por la terraza montado en una bicicleta pequeña, de esas de hacer malabarismos. El chico había frenado y, sin decir nada, se había quedado mirando a la chica con aquella mirada terrible. La chica se había levantado y había intentado dialogar con el chico, pero, éste la había dejado con la palabra en la boca. Lo único que el cazador de historias pudo captar de ese diálogo es que el chico decía: “Ya está, se acabó, para siempre.” Luego, impulsó la bicicleta, de la que no se había desmontado en ningún momento, y desapareció. “Pero, ¿qué explicación te ha dado?”, preguntó la amiga a la chica, una vez que ésta se hubo sentado de nuevo. “Ninguna, que se acabó”, dijo, mientras se enjugaba una lágrima. Las dos chicas siguieron hablando en voz baja sobre las sinrazones del chico, y al cabo de un rato, el chico, el que había dicho que “nunca más”, volvió a aparecer con su bicicleta en el otro extremo de la terraza y volvió a lanzar esa mirada feroz a la chica. Ésta fue a su encuentro y continuaron hablando durante un rato. En ese momento, el cazador de historias estuvo tentado de decirle a la amiga de la chica: “Dile a tu amiga que ese chico es un inmaduro y un gilipollas, que lo mande a paseo.” Sin embargo, no lo hizo. Lo que hizo fue levantarse y pagar su consumición. Al marchar, pasó cerca de los dos chicos, a tiempo de oír que ella le preguntaba: “Pero, ¿por qué?” “Porque no me sale de la polla”, contestó él. Ahí, el cazador de historias decidió que no había historia que contar. Ningún contador de historias puede incluir una frase así. No le queda bien ni al protagonista, ni al antagonista; ni al héroe ni al villano. Y aquel chico, por no llegar, no llegaba ni a villanito. No era nada. Lo único que hubiera merecido era que el cazador de historias le hubiese dado un par de soplamocos y le hubiese dicho: “Anda, niñato, vete a tu casa, que estás molestando a esta chica y me estás jodiendo mi historia”. Si eso hubiese ocurrido, podríamos estar hablando de una historia con final feliz. Desafortunadamente, no fue así. Qué historia más tonta.
[Amores y desamores
]
03 Agosto, 2008 11:10





