Nuestro trato fue siempre espaciado y discreto. El hombre recordaba a todos los visitantes del edificio, y bastó con que yo volviera al cabo de seis meses a mi visita al oftalmólogo para que él, nada más verme, supiera que yo iba a ver al doctor Vélez, del Entresuelo Segunda, Escalera B. “Yo me acuerdo de todo y de todos”, dijo, más como sentencia que como explicación, cuando yo me maravillé de que recordara el motivo de mi visita. Otro día me preguntó en dónde trabajaba. Se lo dije. “Claro, tú tienes estudios”, dijo. “Mis hijas también tienen estudios.”  Había conseguido, con esfuerzo, que sus tres hijas terminaran la universidad. “La mayor me hizo Historia, la otra, Biología, y la pequeña, Enfermería.” Había trabajado mucho, en la construcción. Luego, la espalda había dicho basta y se había tenido que apañar con aquel trabajo de portero. “Veinte años hará que estoy aquí. El lunes quince de abril de mil novecientos setenta y uno me dieron las llaves, y hasta el día de hoy.” Cada vez que lo veía, recordaba de qué habíamos hablado la última vez. Hasta que, una mañana, lo encontré, a deshoras, sentado en un banco del parque. “Hola”, saludé, y él me miró como se mira a un enigma. “”Perdona, chico, tengo problemas de memoria. Ah, claro, el paciente del doctor Vélez. Lo siento, me falla la cabeza, ¿sabes? El trabajo lo he tenido que dejar. Se me va la cabeza.” Esa fue la última vez que él me vio. En las siguientes, repito que son muy espaciadas, yo ya no lo saludaba, para evitarle apuros. Sabía que, dijera lo que le dijera, no iba a reconocerme. Tenía esa mirada de asombro de quien cada mañana tiene que aprenderse el mundo de nuevo, porque todas las cosas y todas las personas son nuevas. Se trata de una mirada similar a la de los bebés, solo que sin brillo. Para los bebés todo es nuevo, y lo miran todo con la avidez de quien tiene todo por descubrir. Para hombres como él, el mundo también es cada día nuevo, sólo que más extraño y confuso. De ahí, esa mirada opaca y de perplejidad. La memoria, ese prodigio luminoso que nos permite viajar en el tiempo, se les ha convertido en un limo oscuro y resbaladizo. Olvidan hasta para qué sirven las manos o las cucharas. En esa batalla anda ahora el hombre del que hablo. La última vez que lo vi, hizo algo insólito. “A éste, yo lo conozco”, le dijo, refiriéndose a mí, a la señora que lo llevaba del brazo. Luego señaló a otras personas, y continuó: “Y a éste, y a éste, y a ésa…”  Era su forma ilusoria de librar un último pulso contra la desmemoria que le ha carcomido su vida y sus recuerdos.