[Cosas de la vida
]
30 Marzo, 2008 11:57
La consulta
La casa, de una sola planta, parecía más el garaje de cualquiera de las dos viviendas vecinas que un sitio habitable. Sin embargo, el cartel, escrito con letras de color violeta sobre una tabla de madera pintada de fondo rosa, indicaba que aquella era la “Sede del maestro Nabuto”. La pareja, que había estacionado dos calles más arriba, comprobó la dirección, echó un vistazo a las ventanas de los edificios colindantes, como asegurándose de que no había mirones, y luego llamó a la puerta. Les abrió una mujer que, sin preguntarles nada, los mando pasar. Adentro, lo que desde fuera parecía un garaje era una salita minúscula, con dos sillas de enea, una mesilla sobre la que ardían tres velas cubiertas de celofán rojo, y un biombo amarillo que separaba la estancia en dos. Además de las velas, sobre la mesilla, recubierta con un hule azul cobalto, había un portarretratos de madera con la fotografía ya añeja de un hombre calvo, de bigote abundante, que la pareja identificó enseguida como El Maestro. Las paredes estaban llenas de recortes de periódicos y revistas, y de carteles, todos muy antiguos. Los artículos de prensa hacían alusión a milagros y sanaciones extraordinarias. Los carteles estaban conformados por imágenes de lo que no se sabía muy bien si eran ángeles, hadas, dioses u otros seres mitológicos, pintados todos ellos en primeros planos sobre fondos estrellados y auroras boreales. En el biombo, un cartel plastificado en blanco y negro anunciaba, en letras grandes, “Profesor Nabuto”. A continuación, en letras medianas, se leía: “Sanador, chamán, vidente”. Y finalmente, en letras más pequeñas: “Ilustre guía espiritual. Maestro chamán con poderes naturales. Soluciona problemas por difíciles que sean. Matrimonio, recuperar pareja de inmediato, enfermedades crónicas, impotencia sexual, mal de ojo, suerte en la vida, problemas judiciales, laborales y de negocio. Resultados inmediatos. Trabaja con los espíritus más rápidos que existen.” Tras una indicación de la mujer, la pareja se introdujo detrás del biombo. Allí, ante una mesa minúscula, como todo en aquella casa, les esperaba un hombre rechoncho y cordial que, tras hacerlos sentar, dijo:
—Bueno, ustedes dirán.
—¿Es usted el Profesor Nabuto, también llamado Chamán Kanadú, también llamado Vidente Karlos, Sanador Darman, Doctor Salud y Maestro Fortuna?
El hombre, simplemente, dijo:
—De acuerdo, les acompaño.
[Cosas de la vida
]
23 Marzo, 2008 11:43
Domingo de Gloria
—¿Ves? —pensó ella—, ahora voy a preparar un cafelito para los dos: cojo la cafetera, relleno la cazoleta, comprimo el café, vierto el agua, cierro, pongo la inducción a tope, y, en cuanto pite, ya está, café calentito.
—Da lo mismo —pensó él— no conseguirás que cuando haga café me salga igual. O me quedo corto de café, o de agua, o largo, o qué sé yo. Vamos a dejarlo.
Ella se aseguró de que había colocado bien la cafetera y siguió trajinando en la cocina. Él se la miraba apoyado en el marco de la puerta. Llevaban más de cuarenta años casados y era como si la viera por primera vez. En la última semana, ella había acentuado su costumbre de explicarle las cosas sencillas. Y él, como siempre, hablaba poco. Nunca había dicho más palabras que las necesarias. Ella hablaba por los dos, bromeaba. ¿Se querían? Sin duda. Su vida en común había sido llana, plácida, sin aristas. Hasta que a él le habían diagnosticado la enfermedad.
Ella se dirigió al cuarto de baño y, mientras se lavaba las manos, se miró en el espejo.
—Estás un poco pálida —pensó él, que la había seguido hasta allí.
—Ahora, un poquito de color en las mejillas—pensó ella—. Y vaya ojeras…
—Eso: retócate un poco, mujer —pensó él—. Que los nietos te digan: abuela, guapa.
—He quedado con Magda para salir a dar una vuelta con Luis y Carola —pensó ella—. Ojalá que tú…
—Pues, hoy voy con vosotras —pensó él.
Ella volvió a la cocina, retiró la cafetera del fogón y vertió el contenido en dos tazas que había puesto sobre sendos platos, en la mesita. —Llena para ti y media para mí —pensó—. Se sentaron, y ella consumió su café a sorbos muy cortitos. Él hizo como que probaba el suyo. Ella retiró su taza y su plato, les pasó un agua y los metió en el lavavajillas. —La tuya la retiro luego, ¿vale? —pensó. Después, tras comprobar su apariencia en el espejo de la entrada, se puso el abrigo y salió a la calle.
—Súbete el cuello del abrigo, que hace frío —pensó él. Ella se subió el cuello del abrigo y comenzó a caminar.
—¿Y tú? ¿No tienes frío? —pensó ella.
Él se pegó al cuerpo de ella. —¿Llorarás si te preguntan…? —pensó.
—Procuraré no llorar—pensó ella.
Siguieron andando, tan juntos que parecía que iba sola. Él había muerto el lunes. Ya estaban a domingo. Todo era nuevo para los dos.
[Familia Price
]
16 Marzo, 2008 09:48
El silencioso
En su primer café a solas como compañeros de trabajo, sin que viniera a cuento, María Fernanda de la Hoya —Nanda, para los amigos—, le dijo a Helio Robayo Price que ella nunca le había sido infiel a su marido. En su segundo café a solas como compañeros de trabajo, Nanda de la Hoya le comentó a Helio Robayo que lo consideraba un hombre discreto, leal e interesante. En el tercer café, y también sin que Helio Robayo hubiese preguntado, Nanda le insistió en que lo más importante para ella eran sus hijos y su marido, a quien quería mucho y al que nunca le había sido infiel. En el cuarto café, sin que Helio Robayo hubiese insinuado nada, Nanda le confesó que lo encontraba muy atractivo, y que incluso había soñado con él. En el quinto café, sin que Helio Robayo hubiese abierto la boca, Nanda volvió a recordar que ella nunca había sido infiel a su marido, pero que, en el caso de que eso ocurriera, tenía claro que sería sólo por una vez, y sin trascendencia. En la primera copa como amantes, tomada en la habitación de un hotel recoleto, Nanda le reveló a Helio Robayo que sí que había sido infiel a su marido, pero hacía muchos años. “Éramos novios, y yo tenía la sospecha de que él me ponía los cuernos”. A la siguiente vez, resultaba que, ya de casada, había vuelto a tener varios bises con el mismo cómplice de su desliz de noviazgo. En el siguiente encuentro, como Helio Robayo y ella no acababan de compenetrarse en la cama —sin que él hubiese dicho esta boca es mía— ella le dijo que no se preocupara, que esas cosas pasaban a veces. A ella ya le había ocurrido algo parecido, no con aquel del que ya le había hablado, sino con otro, más reciente, con quien había mantenido “una relación muy bonita”. En el encuentro siguiente, ella le dijo que, posiblemente, se estaba yendo de la lengua, pero, ¿recordaba a Meléndez, el jefe de sección al que habían trasladado en febrero? Y antes de que Helio Robayo le dijera si sí o no lo recordaba, prosiguió: pues ella y él habían estado liados durante un tiempo. Le daba un cierto reparo hablar de esas cosas, pero, como Helio Robayo nunca contaba nada… El siguiente encuentro volvió a ser en la máquina de café. Ella estaba furiosa. Se había enterado de que Helio Robayo, además de acostarse con ella, se había beneficiado a toda cuanta mujer atractiva se le había puesto por delante, tanto de su sección como de las otras plantas del edificio, y de algunas sucursales. ¿Tenía algo que decir? ¿Eh? ¿Eh? Helio Robayo se encogió de hombros. Lo suyo era: prudencia, pocas palabras, discreción.
[Amores y desamores
]
09 Marzo, 2008 09:45
La princesa y el enano
La princesa nunca estaba triste. Al contrario: su alegría era excesiva, y eso siempre había preocupado al buen rey, que hubiese preferido una princesa como las de los cuentos, esto es, pálida, lánguida, sensible, obediente y, sobre todo, remisa al matrimonio, al menos hasta la aparición del candidato idóneo, a ser posible algún príncipe valiente, o poderoso rey de un reino vecino —o lejano, pero rico—. En lugar de eso, la princesa era inquieta, descuidada al vestir, mal hablada y despreocupada de los asuntos del reino y de los propios de su género —nunca había querido aprender a bordar ni a tocar el clavicordio—. A la princesa le aburría, por ejemplo, jugar a las muñecas y a las cocinitas, y se divertía lanzando piedras a los gatos y a los pájaros. Trepaba a los árboles, se embarraba en los charcos y luchaba cuerpo a cuerpo con los mozos del lugar, ya fueran hijos de la nobleza, caballeros o villanos. Al crecer, a la edad en que las princesas de libro son frágiles y espigadas, tienen la piel blanca como la nieve, los labios rojos como el rubí y el cuello gentil como el de los cisnes, la princesa era musculosa como un descargador de muelle, tenía la piel curtida como los marineros y su espalda podía pasar por la de un boxeador de los pesos medios. Ninguna de estas características, sin embargo, le restaba un ápice de atractivo femenino, así que, a pesar de que ella sola podía dejar fuera de combate a cualquiera, el buen rey le adjudicó un guardián para mantener alejados a los moscones, abundantes no sólo en la corte sino en todos los confines del reino. Quiso el azar —o la desocupación— que la princesa se enamorara del guardián y el guardián de la princesa, por lo que al poco tiempo las formas compactas y afiladas de ella se convirtieron en redondeadas y grávidas. Hombro a hombro cuidaron la princesa y el guardián del primer fruto de su amor, y de un segundo, pero, como no era una princesa de cuento, sino de verdad, no fueron felices para siempre jamás, sino sólo durante la temporada primavera-verano. Entonces, vino un periodo luminoso para la princesa, pero oscuro para la familia real, la corte y todos lo súbditos: para gran escándalo y vergüenza de los habitantes de aquel reino, y para regocijo y maledicencia de los reinos vecinos, la princesa se separó del guardián y se refugió en un circo ambulante, en donde mantuvo romances con el domador de leones, el trapecista, el jefe de pista, el ilusionista, el funambulista y el vendedor de entradas —en ese orden—. Nadie entendió ese comportamiento. El único que no la criticaba era el enano que, impaciente, se frotaba las manos.
[Cosas de la vida
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02 Marzo, 2008 10:38
Ignorancias
Hay cosas que ocurren no se sabe cómo ni por qué, así que aquel hombre no supo por qué razón se fijó en esa mujer pelirroja que le ofrecía su perfil y que agachaba la cabeza para mirar los carteles del andén del Metro. Habían accedido al mismo vagón por puertas diferentes, pero los dos procuraban abrirse paso hacia el centro, en donde había algo más de holgura. El hombre, sin que hubiera razón para ello, pensó que si el vagón seguía llenándose terminarían por juntarse, como efectivamente ocurrió. Sin tener indicios para ello, el hombre pensó que aquello parecía una “cita intuitiva”. Era como si se hubieran puesto de acuerdo para coincidir; como si sus dos cuerpos se atrajeran empujados por un magnetismo mutuo y por los empellones de los pasajeros que subían. ¿Ves? Es el destino, mi amor, pensó el hombre y, sin entender el motivo, se sintió eufórico. El vagón estaba ahora repleto, y la pelirroja se había situado a pocos centímetros de él. Todavía no había conseguido verle bien la cara, pero, sin saber por qué, presentía que se trataba de una mujer atractiva. ¿No se había fijado en ella nada más subir? Pues, eso. Un empujoncito más, un pasajero más y… ¡Bingo! Ahora, su mano, agarrada a una de las barras de seguridad, estaba a milímetros de la mano de ella, y sus zapatos casi se rozaban. Él hombre intentaba observarla, pero su rabillo del ojo sólo percibía mechones colorados y una punta de nariz. Ella permanecía como ajena a todo, absorta en sus pensamientos. Él, sin saber por qué se atrevía a tanto, deslizó su mano y la pegó a la de ella. Ella no retiró la suya. Él, preso de un impulso desconocido, deslizó el pie y juntó su pantorrilla a la pantorrilla de la mujer. Entonces, sin que se supiera cómo, empezó una especie de comunicación en código morse en el que los puntos y rayas fueron sustituidos por contracciones de los músculos, y por roces, cada vez más prolongados, en los que intervenían manos, pies, zapatos, muslos… Era el lenguaje de dos cuerpos desconocidos que, por esos misterios de la vida, se comunicaban como si se conocieran desde siempre. El juego se prolongó durante tres estaciones más, sin que ninguno de los dos mirara al otro. De pronto, en una parada, ella se dirigió a la salida y abandonó el vagón. Él sorprendido, quiso ir tras ella, pero la puerta se le cerró en las narices. Entonces, de nuevo sin saber por qué, tuvo una intuición: se palpó los bolsillos. Ya hemos dicho que hay cosas que ocurren no se sabe cómo. El hombre no supo cómo, ni cuándo, ni si había sido ella o no, quien le había birlado la billetera y el teléfono móvil.