La princesa nunca estaba triste. Al contrario: su alegría era excesiva, y eso siempre había preocupado al buen rey, que hubiese preferido una princesa como las de los cuentos, esto es, pálida, lánguida, sensible, obediente y, sobre todo, remisa al matrimonio, al menos hasta la aparición del candidato idóneo, a ser posible algún príncipe valiente, o poderoso rey de un reino vecino —o lejano, pero rico—. En lugar de eso, la princesa era inquieta, descuidada al vestir, mal hablada y despreocupada de los asuntos del reino y de los propios de su género —nunca había querido aprender a bordar ni a tocar el clavicordio—. A la princesa le aburría, por ejemplo, jugar a las muñecas y a las cocinitas, y se divertía lanzando piedras a los gatos y a los pájaros. Trepaba a los árboles, se embarraba en los charcos y luchaba cuerpo a cuerpo con los mozos del lugar, ya fueran hijos de la nobleza, caballeros o villanos. Al crecer, a la edad en que las princesas de libro son frágiles y espigadas, tienen la piel blanca como la nieve, los labios rojos como el rubí y el cuello gentil como el de los cisnes, la princesa era musculosa como un descargador de muelle, tenía la piel curtida como los marineros y su espalda podía pasar por la de un boxeador de los pesos medios. Ninguna de estas características, sin embargo, le restaba un ápice de atractivo femenino, así que, a pesar de que ella sola podía dejar fuera de combate a cualquiera, el buen rey le adjudicó un guardián para mantener alejados a los moscones, abundantes no sólo en la corte sino en todos los confines del reino. Quiso el azar —o la desocupación— que la princesa se enamorara del guardián y el guardián de la princesa, por lo que al poco tiempo las formas compactas y afiladas de ella se convirtieron en redondeadas y grávidas. Hombro a hombro cuidaron la princesa y el guardián del primer fruto de su amor, y de un segundo, pero, como no era una princesa de cuento, sino de verdad, no fueron felices para siempre jamás, sino sólo durante la temporada primavera-verano. Entonces, vino un periodo luminoso para la princesa, pero oscuro para la familia real, la corte y todos lo súbditos: para gran escándalo y vergüenza de los habitantes de aquel reino, y para regocijo y maledicencia de los reinos vecinos, la princesa se separó del guardián y se refugió en un circo ambulante, en donde mantuvo romances con el domador de leones, el trapecista, el jefe de pista, el ilusionista, el funambulista y el vendedor de entradas —en ese orden—. Nadie entendió ese comportamiento. El único que no la criticaba era el enano que, impaciente, se frotaba las manos.
[Amores y desamores
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09 Marzo, 2008 09:45





