—¿Ves? —pensó ella—, ahora voy a preparar un cafelito para los dos: cojo la cafetera, relleno la cazoleta, comprimo el café, vierto el agua, cierro, pongo la inducción a tope, y, en cuanto pite, ya está, café calentito.
—Da lo mismo —pensó él— no conseguirás que cuando haga café me salga igual. O me quedo corto de café, o de agua, o largo, o qué sé yo. Vamos a dejarlo.
Ella se aseguró de que había colocado bien la cafetera y siguió trajinando en la cocina. Él se la miraba apoyado en el marco de la puerta. Llevaban más de cuarenta años casados y era como si la viera por primera vez. En la última semana, ella había acentuado su costumbre de explicarle las cosas sencillas. Y él, como siempre, hablaba poco. Nunca había dicho más palabras que las necesarias. Ella hablaba por los dos, bromeaba. ¿Se querían? Sin duda. Su vida en común había sido llana, plácida, sin aristas. Hasta que a él le habían diagnosticado la enfermedad.
Ella se dirigió al cuarto de baño y, mientras se lavaba las manos, se miró en el espejo.
—Estás un poco pálida —pensó él, que la había seguido hasta allí.
—Ahora, un poquito de color en las mejillas—pensó ella—. Y vaya ojeras…
—Eso: retócate un poco, mujer —pensó él—. Que los nietos te digan: abuela, guapa.
—He quedado con Magda para salir a dar una vuelta con Luis y Carola —pensó ella—. Ojalá que tú…
—Pues, hoy voy con vosotras —pensó él.
Ella volvió a la cocina, retiró la cafetera del fogón y vertió el contenido en dos tazas que había puesto sobre sendos platos, en la mesita. —Llena para ti y media para mí —pensó—. Se sentaron, y ella consumió su café a sorbos muy cortitos. Él hizo como que probaba el suyo. Ella retiró su taza y su plato, les pasó un agua y los metió en el lavavajillas. —La tuya la retiro luego, ¿vale? —pensó. Después, tras comprobar su apariencia en el espejo de la entrada, se puso el abrigo y salió a la calle.
—Súbete el cuello del abrigo, que hace frío —pensó él. Ella se subió el cuello del abrigo y comenzó a caminar.
—¿Y tú? ¿No tienes frío? —pensó ella.
Él se pegó al cuerpo de ella. —¿Llorarás si te preguntan…? —pensó.
—Procuraré no llorar—pensó ella.
Siguieron andando, tan juntos que parecía que iba sola. Él había muerto el lunes. Ya estaban a domingo. Todo era nuevo para los dos.
—Da lo mismo —pensó él— no conseguirás que cuando haga café me salga igual. O me quedo corto de café, o de agua, o largo, o qué sé yo. Vamos a dejarlo.
Ella se aseguró de que había colocado bien la cafetera y siguió trajinando en la cocina. Él se la miraba apoyado en el marco de la puerta. Llevaban más de cuarenta años casados y era como si la viera por primera vez. En la última semana, ella había acentuado su costumbre de explicarle las cosas sencillas. Y él, como siempre, hablaba poco. Nunca había dicho más palabras que las necesarias. Ella hablaba por los dos, bromeaba. ¿Se querían? Sin duda. Su vida en común había sido llana, plácida, sin aristas. Hasta que a él le habían diagnosticado la enfermedad.
Ella se dirigió al cuarto de baño y, mientras se lavaba las manos, se miró en el espejo.
—Estás un poco pálida —pensó él, que la había seguido hasta allí.
—Ahora, un poquito de color en las mejillas—pensó ella—. Y vaya ojeras…
—Eso: retócate un poco, mujer —pensó él—. Que los nietos te digan: abuela, guapa.
—He quedado con Magda para salir a dar una vuelta con Luis y Carola —pensó ella—. Ojalá que tú…
—Pues, hoy voy con vosotras —pensó él.
Ella volvió a la cocina, retiró la cafetera del fogón y vertió el contenido en dos tazas que había puesto sobre sendos platos, en la mesita. —Llena para ti y media para mí —pensó—. Se sentaron, y ella consumió su café a sorbos muy cortitos. Él hizo como que probaba el suyo. Ella retiró su taza y su plato, les pasó un agua y los metió en el lavavajillas. —La tuya la retiro luego, ¿vale? —pensó. Después, tras comprobar su apariencia en el espejo de la entrada, se puso el abrigo y salió a la calle.
—Súbete el cuello del abrigo, que hace frío —pensó él. Ella se subió el cuello del abrigo y comenzó a caminar.
—¿Y tú? ¿No tienes frío? —pensó ella.
Él se pegó al cuerpo de ella. —¿Llorarás si te preguntan…? —pensó.
—Procuraré no llorar—pensó ella.
Siguieron andando, tan juntos que parecía que iba sola. Él había muerto el lunes. Ya estaban a domingo. Todo era nuevo para los dos.





