[Sueños ] 30 Diciembre, 2007 10:49
Hacía mucho tiempo que no tenían sueños en común, pero aquella víspera de fin de año fue diferente. Ella soñó que su marido no regresaba del trabajo a la hora, ni llamaba para avisar sobre su tardanza. La mujer arreglaba la mesa de Nochevieja, abría una botella de vino para que se oreara, aguardaba tras la puerta y realizaba varias llamadas al número de su marido, sin ningún resultado. Finalmente, para calmar los nervios, se metía en la bañera. Allí estaba, cuando el perfil de una silueta en el lavabo la sobresaltaba. “Pero…, ¿cómo has entrado?”, preguntaba. “No te asustes”, decía él, “he venido a despedirme.” “¿Cómo? Pero, ¿qué ha pasado?” “Lo que tenía que ocurrir”, decía él. Ella se echaba a llorar. “Quiero ir contigo”, le decía. “No. Alguien tiene que cuidar de nuestros hijos.” Ella comprendía la situación, deseaba que todo fuera un sueño y, efectivamente, era un sueño. Despertó, y su marido, a su lado, respiraba con dificultad —roncaba—, pero estaba vivo. Todavía con la impresión en el cuerpo, ella volvió a dormirse pensando que acababa de tener un sueño que podría resultar premonitorio: ¿Se iría a morir él? Mientras tanto, su marido soñaba que iba manejando el taxi de regreso a casa, y, al tomar un atajo, de forma increíble, se había perdido. ¡Perdido, con lo bien que conocía la ciudad! Decidía llamar a casa, pero la batería del móvil estaba descargada. Misteriosamente, tampoco funcionaba la emisora. Entonces, una mujer, desde la oscuridad, le hacía la señal de que parara. Él detenía el taxi y, para su sorpresa, la pasajera era su mujer. “¿Pero tú qué haces aquí?, preguntaba. “No te asustes”, decía ella, “he venido a despedirme.” Él comprendía enseguida. “Pero, ¿entonces…?” Sí”, contestaba ella. Él se echaba a llorar. “¿Cómo fue?”, preguntaba. “Estaba en la bañera, esperándote, y de repente todo se desvaneció.” “Pues, quiero ir contigo”, decía él. “No”, contestaba ella. “Alguien tiene que cuidar de nuestros hijos.” Ahí, ella, el taxi y él mismo se desvanecieron y él volvió a aparecer acostado en la cama. A su lado, su mujer dormía un sueño simétrico. Él se desveló. ¿Había tenido una premonición? ¿Se iba a morir su mujer? Al día siguiente, él llegó muy tarde a casa después de un atasco de mil demonios y de intentar telefonear, en vano. Luego, estuvo un cuarto de hora llamando al timbre —vaya un día para olvidarse las llaves— y, cuando estaba ya a punto de llamar a la policía para que derribaran la puerta, salió a abrir la mujer, enfundada en un albornoz. “¿Cómo es que no contestabas al teléfono?”, preguntó. “Ah, el fijo está estropeado y el móvil sin batería”, contestó ella. “¿Y por qué no abrías?” “Estaba en la bañera, con los cascos”. Durante la cena, los dos pensaban que las premoniciones no existen. Y que eso produce una mezcla de alivio, desconcierto y… frustración.
[Navidad ] 23 Diciembre, 2007 10:54
A medida que se acerca el fin de año, cuando hace balance general de los haberes, deberes y saldos de su vida, al contable se le incrementan los buenos deseos y las ganas de cambio. El contable vive en una pequeña ciudad europea en la que los sobresaltos de la cotidianeidad, comparados con los de otras partes del mundo, son irrisorios: alguien le ha abollado el coche en el parking y no ha dejado las señas; hace una semana que espera la visita del fontanero; hay un proveedor que no acaba de enviar una factura indispensable para cerrar el ejercicio; a su hijo universitario le han quedado dos asignaturas; su mujer se empeña en cambiar la cocina de gas, que todavía tira; los vecinos del rellano tienen un perro que ladra a todas horas, y la máquina de café de la oficina no funciona. Bueno. La empresa en la que trabaja no va ni bien ni mal pero paga puntualmente los sueldos, y él, que no gana ni poco ni mucho, puede ir tirando. De vez en cuando come en restaurante, y hace dos viajes al año: uno, de quince días, durante el verano, y otro, de tres o cuatro, por Semana Santa o Navidad. Trabaja de lunes a viernes, los sábados toma el vermú con los amigos, y asiste al fútbol cada dos domingos. La verdad es que su tiempo transcurre sin que él se entere demasiado —salvo cuando muere algún conocido o ve lo rápido que crecen los hijos de los otros—. Sin embargo, ¿eso es vida?, se pregunta cuando se aproxima el fin de año. En parte por inconformismo y en parte por deformación profesional, en estas fechas, el contable coloca mentalmente en la columna de la izquierda todos sus propósitos acumulados. Apunta los deseos y las cosas por realizar —todo lo que se debe a sí mismo—. Por unos días —misterios de la Navidad— piensa que quizás todo se puede, que todo se alcanza, que todo se concede. Y, preso de una ambición inusitada, lo quiere todo y se lo propone todo. Invadido por una generosidad febril, se acuerda no sólo de él, sino también de sus amigos y de su familia —incluso de ese cuñado que siempre da la lata en Nochebuena—.  ¿Por qué no? Cada veintiuno de diciembre, el contable, que sabe mucho de cuentas, cierra el ejercicio anual con un anhelante superávit en el que todo son deseos, dones y expectativas. Luego, al mediodía del veintidós, para que el déficit no sea tan grave, borra de un manotazo todos los registros, rompe los décimos de lotería no premiados y vuelve a comenzar desde cero. Mientras haya salud… La vida es una libreta de ahorros de la que desaparece el saldo cuando uno menos lo espera, dice.
[General ] 16 Diciembre, 2007 10:08
Nunca como en las proximidades de la Navidad caía tan en la cuenta Efrén Horacio Price de que él era una pobre víctima de la modernidad y del consumo, de que se hallaba hundido en un pozo sin fondo y sin posibilidades de salir a flote. Para él, la Navidad era una fecha aborrecible, caracterizada por el frío, la iluminación de las calles y la proliferación de folletos publicitarios que incitaban a comprar infinidad de artículos, la mayoría de ellos superfluos o simplemente inútiles. Que le explicaran a él —porque lo sabía muy bien—, cuántos de esos objetos o servicios eran imprescindibles para vivir. ¿De verdad era necesaria toda esa fiebre por adquirir, por regalar, por reunirse con la familia, por celebrar…? A Efrén Horacio, todo aquello le sobraba, no era para él. A él, lo que le ocurría era que, desde mediados de noviembre, que era cuando se acentuaba la batería de mensajes consumistas relacionados con las fiestas navideñas, hasta pasados Reyes, su ya de por sí poco llevadera vida se le hacía todavía más complicada. Él, lo que sabía era que la Navidad le provocaba alergias, urticarias, malestares; lo ponía de un humor de perros; lo hacía odiar al género humano. Durante la Navidad, Efrén Horacio no compraba regalos, no asistía a comidas familiares, no participaba en ninguna cena de empresa. Tampoco tenía amigos invisibles, ni Reyes, ni Papá Noel que le llenara los calcetines de sorpresas. Durante la Navidad, Efrén Horacio sólo quería que lo dejaran tranquilo. Lo suyo era el aire libre  —sí, qué remedio—, pero un aire libre en el que predominaba la sombra, la penumbra, la discreción. Cuanto más desapercibido pasara, mejor —para todos—. Durante la Navidad, Efrén Horacio era como si no existiera. Sin embargo, en las Navidades pasadas tomó una decisión importante —a él se lo pareció—. Llevaba demasiados años dando la espalda al consumo —haciendo ver que no existía—, así que quiso hacer algo diferente. Con paciencia y la ayuda de un carrito de la compra estuvo varias semanas recolectando cuanto folleto publicitario cayó en sus manos, y la noche del veinticuatro de diciembre la pasó entretenido en consumir, una a una, miles de páginas  que contenían cientos de miles de artículos que él no necesitaba para vivir. Esa madrugada, la lumbre de la chabola abandonada que había encontrado como refugio fue una de las últimas en apagarse en toda la ciudad, y él se durmió pensando que gracias al fuego, que todo lo consume, había pasado una de las Nochebuenas más cálidas de su vida.
[Familia Price ] 09 Diciembre, 2007 11:55
Cuando Gualterio Price cumplió siete años, en lugar de acceder a lo que se entiende por uso de razón, se sumió en un periodo larguísimo de desconcierto. Quizás su problema radicara en que, desde muy pequeño, tendía a preguntarse el porqué de las cosas. Considerar problema a esa costumbre resulta paradójico, pues toda la base del conocimiento y del progreso, todo a lo que hemos llegado como humanos, así tenga que ver con las artes, con las letras, con la ciencia, con la tecnología o con el pensamiento, proviene de los múltiples porqués que se han formulado personas insatisfechas y en algunos casos inadaptadas, como Gualterio. Sin embargo, así como las inquietudes de científicos o filósofos los mueven a buscar respuestas, o a encontrar preguntas más interesantes que las anteriores, en el caso de Gualterio, sus dudas le producían un efecto paralizante. Hay que reconocer que las cosas en que pensaba tampoco es que fueran nada extraordinario. O quizás sí. A sus escasos cuatro años, Gualterio preguntó, por ejemplo, cuál era la última persona que se acostaba, una cuestión, al parecer, fácil de responder, pues, según el día de la semana, la última persona que se acostaba podía ser el padre, la madre, o algún hermano o hermana mayor que trabajaban a turnos o eran amantes de la juerga. Sin embargo, el interés de Gualterio era saber cuál era la última persona que se acostaba en el mundo, cuya respuesta requería de ciencias tan diversas como la astronomía, la geografía, la sociología, la etnología…
A partir de los siete años, las preguntas de Gualterio fueron más sencillas, al menos en apariencia. La principal de ellas—y la que lo marcó de por vida— fue: “¿Y yo qué hago aquí?” Gualterio, sencillamente, no entendía el mundo. Lo curioso era que la mayoría de las veces que él se hacía la pregunta: ¿ y yo qué hago aquí?, venía alguna persona a preguntarle lo mismo: Niño, ¿tú que haces aquí? De esta manera, Gualterio llegó a la conclusión de que molestaba en todas partes, y se volvió un chico prudente, retraído y solitario. Todo esto no le impidió crecer, estudiar una carrera, conseguir un trabajo, casarse, tener hijos y desarrollar un ácido sentido del humor. Pero, lo cierto, lo que intuí yo a partir de una visita a su tumba y luego confirmé al investigar su vida, es que Gualterio nunca encontró su sitio. “¿Y aquí qué?”, rezaba su lápida. La frase me chocó tanto que comencé a fotografiarla, momentos antes de que los empleados del cementerio la quitaran para llevar los restos de Gualterio a una fosa común.
[Familia Price ] 02 Diciembre, 2007 11:06
Ese día, las hermanas Pura e Inmaculada Price se presentaron en casa de Virtudes Gracia, su antigua maestra, con quien solían compartir té, pastas dulces, achaques y remembranzas.  Había pasado más de medio siglo desde que las tres coincidieran en la escuela primaria, Pura e Inmaculada como dos niñas que cruzaban el umbral del abecedario, la caligrafía, las sumas y restas y las asombrosas transformaciones de huevo en larva, de larva en renacuajo y de renacuajo en rana, y Virtudes como la guardiana y guía de ese mundo desconocido que, en su boca y en sus manos, había sido siempre maravilloso y apasionante. La veneración de las dos hermanas por Virtudes venía pues, de muy lejos, y aunque la edad siempre relativiza y a veces destruye a nuestros antiguos ídolos, tanto la una como la otra seguían sintiendo por Virtudes algo parecido a la adoración infantil. Virtudes siempre había sido su modelo y referente; tanto, que las dos, siguiendo sus pasos, también se habían dedicado a la docencia. Así que, durante las visitas, las conversaciones giraban principalmente en torno a alumnos y exalumnos, un tema al que cada una de ellas podía aportar infinidad de anécdotas, a cual más jugosas y divertidas. Otro de los temas —éste cada vez más frecuente en las últimas ocasiones— era el magnífico estado de salud en que se encontraba Virtudes. Tanto Pura como Inmaculada se turnaban en alabar la presencia señorial y el vigor que aún conservaba Virtudes a sus casi ochenta años de edad. Era como un pacto con el diablo —comentaban divertidas—, ¿cómo era posible que ella, a su edad, caminara todavía tan erguida y tuviera esa piel tan tersa, que parecía la de una recién nacida? ¿Y las manos? Había que mirar las manos de ellas y las de Virtudes. Las de ellas, llenas de pecas y de léntigos solares, y las de ella, blancas, suaves, sin una arruga. ¡Es que, era increíble: vaya manos! Y las dos hermanas enseñaban sus manos, ya con los primeros vestigios de la tercera edad, y las comparaban con las de Virtudes, unas manos insólitas de adolescente. Increíble, increíble. Ese día, por lo que fuera, Virtudes estaba más locuaz que de costumbre y les reveló el secreto de la tersura de sus manos. Con un hilillo de voz en el que se entremezclaban la confidencia, el recato y el orgullo, dijo: “Es que yo nunca tuve relaciones, ¿saben?”. Instintivamente, Pura e Inmaculada escondieron sus manos, y entre las tres solteronas se hizo un silencio que por poco acaba con más de cincuenta años de amistad.