Hacía mucho tiempo que no tenían sueños en común, pero aquella víspera de fin de año fue diferente. Ella soñó que su marido no regresaba del trabajo a la hora, ni llamaba para avisar sobre su tardanza. La mujer arreglaba la mesa de Nochevieja, abría una botella de vino para que se oreara, aguardaba tras la puerta y realizaba varias llamadas al número de su marido, sin ningún resultado. Finalmente, para calmar los nervios, se metía en la bañera. Allí estaba, cuando el perfil de una silueta en el lavabo la sobresaltaba. “Pero…, ¿cómo has entrado?”, preguntaba. “No te asustes”, decía él, “he venido a despedirme.” “¿Cómo? Pero, ¿qué ha pasado?” “Lo que tenía que ocurrir”, decía él. Ella se echaba a llorar. “Quiero ir contigo”, le decía. “No. Alguien tiene que cuidar de nuestros hijos.” Ella comprendía la situación, deseaba que todo fuera un sueño y, efectivamente, era un sueño. Despertó, y su marido, a su lado, respiraba con dificultad —roncaba—, pero estaba vivo. Todavía con la impresión en el cuerpo, ella volvió a dormirse pensando que acababa de tener un sueño que podría resultar premonitorio: ¿Se iría a morir él? Mientras tanto, su marido soñaba que iba manejando el taxi de regreso a casa, y, al tomar un atajo, de forma increíble, se había perdido. ¡Perdido, con lo bien que conocía la ciudad! Decidía llamar a casa, pero la batería del móvil estaba descargada. Misteriosamente, tampoco funcionaba la emisora. Entonces, una mujer, desde la oscuridad, le hacía la señal de que parara. Él detenía el taxi y, para su sorpresa, la pasajera era su mujer. “¿Pero tú qué haces aquí?, preguntaba. “No te asustes”, decía ella, “he venido a despedirme.” Él comprendía enseguida. “Pero, ¿entonces…?” Sí”, contestaba ella. Él se echaba a llorar. “¿Cómo fue?”, preguntaba. “Estaba en la bañera, esperándote, y de repente todo se desvaneció.” “Pues, quiero ir contigo”, decía él. “No”, contestaba ella. “Alguien tiene que cuidar de nuestros hijos.” Ahí, ella, el taxi y él mismo se desvanecieron y él volvió a aparecer acostado en la cama. A su lado, su mujer dormía un sueño simétrico. Él se desveló. ¿Había tenido una premonición? ¿Se iba a morir su mujer? Al día siguiente, él llegó muy tarde a casa después de un atasco de mil demonios y de intentar telefonear, en vano. Luego, estuvo un cuarto de hora llamando al timbre —vaya un día para olvidarse las llaves— y, cuando estaba ya a punto de llamar a la policía para que derribaran la puerta, salió a abrir la mujer, enfundada en un albornoz. “¿Cómo es que no contestabas al teléfono?”, preguntó. “Ah, el fijo está estropeado y el móvil sin batería”, contestó ella. “¿Y por qué no abrías?” “Estaba en la bañera, con los cascos”. Durante la cena, los dos pensaban que las premoniciones no existen. Y que eso produce una mezcla de alivio, desconcierto y… frustración.