A medida que se acerca el fin de año, cuando hace balance general de los haberes, deberes y saldos de su vida, al contable se le incrementan los buenos deseos y las ganas de cambio. El contable vive en una pequeña ciudad europea en la que los sobresaltos de la cotidianeidad, comparados con los de otras partes del mundo, son irrisorios: alguien le ha abollado el coche en el parking y no ha dejado las señas; hace una semana que espera la visita del fontanero; hay un proveedor que no acaba de enviar una factura indispensable para cerrar el ejercicio; a su hijo universitario le han quedado dos asignaturas; su mujer se empeña en cambiar la cocina de gas, que todavía tira; los vecinos del rellano tienen un perro que ladra a todas horas, y la máquina de café de la oficina no funciona. Bueno. La empresa en la que trabaja no va ni bien ni mal pero paga puntualmente los sueldos, y él, que no gana ni poco ni mucho, puede ir tirando. De vez en cuando come en restaurante, y hace dos viajes al año: uno, de quince días, durante el verano, y otro, de tres o cuatro, por Semana Santa o Navidad. Trabaja de lunes a viernes, los sábados toma el vermú con los amigos, y asiste al fútbol cada dos domingos. La verdad es que su tiempo transcurre sin que él se entere demasiado —salvo cuando muere algún conocido o ve lo rápido que crecen los hijos de los otros—. Sin embargo, ¿eso es vida?, se pregunta cuando se aproxima el fin de año. En parte por inconformismo y en parte por deformación profesional, en estas fechas, el contable coloca mentalmente en la columna de la izquierda todos sus propósitos acumulados. Apunta los deseos y las cosas por realizar —todo lo que se debe a sí mismo—. Por unos días —misterios de la Navidad— piensa que quizás todo se puede, que todo se alcanza, que todo se concede. Y, preso de una ambición inusitada, lo quiere todo y se lo propone todo. Invadido por una generosidad febril, se acuerda no sólo de él, sino también de sus amigos y de su familia —incluso de ese cuñado que siempre da la lata en Nochebuena—. ¿Por qué no? Cada veintiuno de diciembre, el contable, que sabe mucho de cuentas, cierra el ejercicio anual con un anhelante superávit en el que todo son deseos, dones y expectativas. Luego, al mediodía del veintidós, para que el déficit no sea tan grave, borra de un manotazo todos los registros, rompe los décimos de lotería no premiados y vuelve a comenzar desde cero. Mientras haya salud… La vida es una libreta de ahorros de la que desaparece el saldo cuando uno menos lo espera, dice.
[Navidad
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23 Diciembre, 2007 10:54





