Cuando Gualterio Price cumplió siete años, en lugar de acceder a lo que se entiende por uso de razón, se sumió en un periodo larguísimo de desconcierto. Quizás su problema radicara en que, desde muy pequeño, tendía a preguntarse el porqué de las cosas. Considerar problema a esa costumbre resulta paradójico, pues toda la base del conocimiento y del progreso, todo a lo que hemos llegado como humanos, así tenga que ver con las artes, con las letras, con la ciencia, con la tecnología o con el pensamiento, proviene de los múltiples porqués que se han formulado personas insatisfechas y en algunos casos inadaptadas, como Gualterio. Sin embargo, así como las inquietudes de científicos o filósofos los mueven a buscar respuestas, o a encontrar preguntas más interesantes que las anteriores, en el caso de Gualterio, sus dudas le producían un efecto paralizante. Hay que reconocer que las cosas en que pensaba tampoco es que fueran nada extraordinario. O quizás sí. A sus escasos cuatro años, Gualterio preguntó, por ejemplo, cuál era la última persona que se acostaba, una cuestión, al parecer, fácil de responder, pues, según el día de la semana, la última persona que se acostaba podía ser el padre, la madre, o algún hermano o hermana mayor que trabajaban a turnos o eran amantes de la juerga. Sin embargo, el interés de Gualterio era saber cuál era la última persona que se acostaba en el mundo, cuya respuesta requería de ciencias tan diversas como la astronomía, la geografía, la sociología, la etnología…
A partir de los siete años, las preguntas de Gualterio fueron más sencillas, al menos en apariencia. La principal de ellas—y la que lo marcó de por vida— fue: “¿Y yo qué hago aquí?” Gualterio, sencillamente, no entendía el mundo. Lo curioso era que la mayoría de las veces que él se hacía la pregunta: ¿ y yo qué hago aquí?, venía alguna persona a preguntarle lo mismo: Niño, ¿tú que haces aquí? De esta manera, Gualterio llegó a la conclusión de que molestaba en todas partes, y se volvió un chico prudente, retraído y solitario. Todo esto no le impidió crecer, estudiar una carrera, conseguir un trabajo, casarse, tener hijos y desarrollar un ácido sentido del humor. Pero, lo cierto, lo que intuí yo a partir de una visita a su tumba y luego confirmé al investigar su vida, es que Gualterio nunca encontró su sitio. “¿Y aquí qué?”, rezaba su lápida. La frase me chocó tanto que comencé a fotografiarla, momentos antes de que los empleados del cementerio la quitaran para llevar los restos de Gualterio a una fosa común.