[Cosas de la vida ] 15 Julio, 2007 09:17
Cuando los mozos de escuadra entraron al aula, notaron enseguida que la joven que estaba sentada en el lugar de los examinandos era la autora de la llamada de auxilio recibida minutos antes. La chica tenía la mirada perdida y unas profundas ojeras, producto de los insomnios agotadores que debió de sufrir en las noches previas a los exámenes. Frente a ella, cuatro de los cinco miembros del tribunal de oposiciones mantenían una actitud hierática. Ninguno de ellos pareció percatarse de la presencia de los mozos y, en cuanto éstos hubieron salido con la chica, se limitaron a escribir sus anotaciones. Una vez recuperada del estado de shock, ella explicó que, cuando estaba a punto de acabar su exposición, había tenido la certeza de que los miembros del tribunal estaban endemoniados. Uno de ellos se había quedado mirándola fijamente y no había parpadeado durante toda su intervención. La chica no sospechó que aquel hombre tenía la facultad de dormir con los ojos abiertos. Otro, aquel tan joven, no paraba de contar y recontar las bolas del sorteo de los temas, de meterlas dentro de una bolsa, de sacarlas, y de agitar la bolsa con aire misterioso y trascendente, como si allí estuviera contenido el todo o el nada para todos y cada uno de los mortales. El tercer miembro del tribunal, uno gordito y con barba, se había transfigurado ante sus ojos en un pantocrátor omnipotente cuyos dedos se levantaban para dictaminar sobre el bien y el mal —el aprobado y el suspenso—. En cuanto a las dos mujeres, una de ellas también la había mirado fijamente todo el rato mientras que tomaba apuntes de forma compulsiva. ¿Conocen ustedes a alguien que pueda escribir cuatro folios en dos minutos? Los mozos negaron con la cabeza. Pues, esa señora lo hacía. Y la otra mujer, esa rubita de gafas y ojos azules, simplemente, se había puesto a levitar. ¿A levitar, como Santa Teresa? Los mozos intercambiaron una mirada incrédula. No, si ya lo entendían: los nervios, el calor… Pero, la chica no se daba por vencida. Había algo más: ¿Sabían los mozos que, antes de uno de los exámenes, a los opositores se los aislaba por completo? Claro: la encerrona, dijo uno de los mozos. Pues, uno de los del tribunal comentó que, a mí, en lugar de encerrarme, me deberían emparedar, dijo la chica. Los mozos negaron con la cabeza y se dispusieron a acompañarla hasta su casa. Mientras tanto, en el aula, cuatro miembros del tribunal intentaban bajar del techo a su compañera sin sobresaltarla. Ellos también estaban pasando mucho calor.
[Amores y desamores ] 15 Julio, 2007 09:13
¿No había sido un día increíble?, preguntaba ella. Primero, habían coincidido en la oficina de seguros, a donde los dos habían acudido a peritar el coche. Allí, eran apenas dos desconocidos que habían intercambiado una mirada cómplice de resignación. ¿Qué se le iba a hacer? Los coches se llenaban de bollos y había que arreglarlos. Luego, se habían vuelto a ver en la agencia de viajes. A ella ya la habían atendido y, al salir, lo había visto aguardando turno. Él había levantado la vista de un catálogo justo en el momento en el que ella abría la puerta de salida. Ninguno de los dos había hablado, pero un fulgor mutuo de reconocimiento se había reflejado en sus miradas. Después, al volver a coincidir en la librería, casi parecía de mala educación no decirse nada, pero se habían limitado a sonreír. Lo gracioso, según confirmaron después, había sido que ella había estado ojeando un libro de Paul Auster, pero finalmente se había decidido por uno de Vila-Matas, y, en cambio, él había preguntado por un libro de Vila-Matas, pero había acabado comprando uno de Paul Auster. ¿Había, o no había razones para pensar en el destino? Dos desconocidos coinciden a las diez de la mañana peritando un coche, luego vuelven a encontrarse en una agencia de viajes, luego entran con minutos de diferencia a la misma librería y finalmente —ahí ya les había entrado la risa— eligen el mismo restaurante de comida rápida. Perdona, me siento con derecho a sentarme a tu misma mesa, le había dicho él, y a ella le había encantado esa forma directa y resolutiva de iniciar una relación. Luego le había preguntado por el libro que acababa de comprar y, cuando ella le había dicho que uno de Vila-Matas, él le había hecho sacar el libro de la bolsa para comprobar que no estaba mintiendo. Y lo mismo había hecho ella cuando él le había mencionado a Paul Auster. Era increíble, sencillamente increíble. Pero las coincidencias no habían acabado ahí. A él también le gustaba el teatro y tenía previsto ir a la representación de esa noche. ¿Calixto Bieito? Le encantaba. Vaya… Vaya…Vaya... Ella, ya como en una nube, había quedado con él para ir al teatro, para cenar y para tomar una copa, y ahora se arrebujaba contra él en la intimidad de las sábanas, convencida de que había encontrado al hombre de su vida. ¿No era increíble que dos personas tan parecidas se hubieran encontrado?, le preguntaba, mientras lo besaba dulcemente. Juan Tenorio Price no quiso decirle que no, que eso no tenía nada de raro. A él le pasaba siempre.