[Amores y desamores ] 01 Julio, 2007 12:30
Aquel bocazas era un bocazas feliz, pero llamaba hijoputa a su mujer y, bien mirado, aquella hijoputa era una de las razones para las que el bocazas fuera feliz. A ver: el bocazas no iba diciendo por ahí que fuera feliz —nadie va por la vida diciendo esas cursiladas—, pero se le notaba feliz o, al menos, contento de ir por la vida. El caso es que la hijoputa cocinaba de maravilla. Qué bien cocina, la hijoputa, no se cansaba de repetir el bocazas. Él podía llegar a la hora que fuera a su casa, ya fueran las doce, las dos, las cuatro de la madrugada, que su mujer se levantaba y le preparaba unos platos de la releche. Que si una tortilla, que si un filete, que si unos huevos revueltos con chorizo, que si unos espaguetis, que si unos calamares, que si un plato de embutidos y pan con tomate… Guá. Al bocazas se le hacía la boca agua hablando de lo bien que cocinaba la hijoputa de su mujer, y a los compañeros del bocazas, un grupo de curritos con mono azul de operarios de mantenimiento, las salivares se les diluían en gaseosa oyendo al bocazas, quien, como todo bocazas, había empezado a hablar sólo para sus compañeros de mesa, pero pronto había comenzado a hacerse oír por todos los parroquianos del bar y los viandantes de las proximidades. En un principio, las intervenciones de los bocazas suelen llamar la atención, e incluso puede que hagan gracia. Todo bocazas tiene sus momentos de gloria. El de aquel bocazas duró cerca de un cuarto de hora, más o menos el tiempo que tardamos mi mujer y yo en dar cuenta de un bistec con patatas fritas y ensalada, justo al lado de la mesa en donde el bocazas y sus colegas hacían los honores a otro plato combinado. Yo, al bocazas, lo tenía a mi espalda, así que no podía ver su aspecto, y en todo ese rato no me atreví a girarme, pues a un bocazas nunca hay que demostrarle el más mínimo interés por lo que está diciendo. Así que yo hacía ver que no oía, pero oía, y las palabras del bocazas me provocaban un profundo malestar. Los entrecots. Los entrecots a la pimienta. Y las paellas y el fideuà, ni te cuento. Cómo le salían, a la hijoputa. ¿Y las berenjenas rellenas? Demasiado. Yo no podía irme de allí sin decirle nada a aquel bocazas, así que le indiqué a mi mujer que fuera sacando el coche del parking. En cuanto ella salió del local, me levanté y me encaré por primera vez con el bocazas, un tipo regordete y con bigotito.
—¿Sabe qué? —le dije apuntándole directamente al pecho con mi dedo índice—. Le cambio a su mujer por la mía, sin mirarla.
[Niños ] 01 Julio, 2007 12:28
Durante la noche, se había levantado a hacer pis, había tropezado con una manta caída, y había ido a dar de morros contra los barrotes de la litera. Esa había sido la primera vez que había oído hablar del ratoncito Pérez. Un poquito más y habría tenido que venir el ratoncito Pérez antes de tiempo, había dicho su padre, y había vaticinado que la tontería —las quejas de que le dolía el diente— se le pasarían en cuanto se le pasara el susto. En efecto: al cabo de tres días, el diente —el trozo de diente que le había quedado— ya no le dolía, y lo que importaba era que se cayera rápido para que viniera el ratoncito Pérez a dejar su regalo. Pero el trozo tardaba en caerse y él comenzó a quejarse de que le hacía daño al cepillarse. Había que acudir al dentista. Los dentistas eran muy amigos del ratoncito Pérez y, con suerte, había que sacar el diente, y así podía venir el ratoncito Pérez. Pero la dentista no estaba por la labor. Había una pequeña fisura, pero no era necesario extraer la pieza, con un empaste bastaba. El ratoncito tendría que esperar. Lo que iban a llegar ahora eran unas como hormiguitas que él sentiría en la boca. Le iba a hacer un agujerito en el diente y le iba a colocar una como plastilina dentro, ¿veía? Él lo que veía era la aguja de una jeringa con la que lo iban a pinchar. Y para hacerle el agujerito y colocarle la plastilina —¿veía cómo no era nada?— lo tuvieron que sujetar entre cuatro auxiliares. Todas ellas se turnaban para decirle que, si seguía portándose tan mal, ya no iba a venir el ratoncito Pérez. Ese día, salió del consultorio con la boca hecha un hormiguero y un empaste provisional que ya no pudo ser definitivo porque en la siguiente fecha de consulta, ni en la otra, ni en la otra, no hubo poder humano, ni divino, ni ratón, ni dentista, ni asistentes, ni padres, ni segurata que consiguiera que, una vez puesto en el potro de tortura, abriera la boca. Lo consiguió, dos meses después, ese instinto de supervivencia que hasta los niños de cinco años llevan dentro. Un flemón en la encía por el que hubo que administrarle antibióticos lo obligó a volver a pasar por el sillón de las ejecuciones. Para entonces, su padre ya había perfeccionado la estrategia: mientras su madre, la dentista y cuatro forzudas inmovilizaban al niño, él impedía con los dedos que el niño cerrara la boca. La dentista fue especialmente hábil. En un visto y no visto, metió las tenazas y las sacó con el diente. Después, también fue muy persuasiva para que el niño escupiera el trozo de dedo de su padre. Esa noche, lo difícil fue convencer al ratoncito de que viniera, porque estaba muy enfadado con el niño.