"¡Abre, coño!" Al jovencísimo José Ignacio Price, la orden de que abriera la puerta del lavabo le llegó en plena duda existencial: ¿Cuándo comenzaría, por fin, a aparecerle la pelusilla de la barba y el bigote? "¡Que abras, joder!". La urgencia debía de ser grande; su padre parecía estar muy apurado. José Ignacio apenas tuvo tiempo de dejar a un lado el cepillo de la ropa, de guardar la maquinilla de afeitar y de limpiar a medias los pelillos sobrantes. Su padre entró como una tromba, con la cabeza por delante y una mano puesta sobre el ojo, abrió el grifo del lavamanos y comenzó a aplicarse agua fría sobre el ojo, en cuyo alrededor, bajo la ceja, había aparecido un bultito rosado que José Ignacio no le había visto jamás. El hombre se echaba agua a manotazos, comprobaba en el espejo el crecimiento del bultito, y mascullaba entre dientes algo que no se sabía si eran rezos o maldiciones. "¡Cierra la puerta, coño!"  José Ignacio cerró la puerta y se metió en su habitación, así que no pudo ver la cara que puso su padre cuando descubrió con el ojo bueno los pelillos que flotaban en el pozo de agua que se había formado en el lavamanos. "¡Me cago en todo, me cago en todo!", repetía el hombre, con un ojo muy abierto por la luz cegadora de la evidencia y el otro completamente cerrado como consecuencia  de un derechazo del dueño del colmado La Primorosa,  ante quien se acababa de quejar, por última vez, de la mala calidad de las cuchillas de afeitar que le compraba. Los detalles de aquella discusión no fueron revelados nunca por el padre de José Ignacio, quien se limitó luego a comentar: "Pero, así le fue...", como si el otro hubiera llevado la peor parte de la pelea. Lo que se supo fue que, ante tanta reclamación por parte del padre de José Ignacio sobre lo poco que cortaban las cuchillas de afeitar, el dueño del colmado le había dicho: “Oye, a ver si es que tu mujer se está afeitando los pelos del sobaco, que pinchan como alambres”.  Y el padre de José Ignacio se había abalanzado sobre él, pero había retrocedido enseguida con el bultito en el ojo.  
”¡Dile a tu hijo que si me vuelve a coger la maquinilla lo mato!”, fue la frase con la que el padre de José Ignacio le dio a entender a su mujer que su hijo era como si se acabara de quedar huérfano. Lo curioso fue que, a medida que el dolor del ojo iba remitiendo, la vergüenza parecía enconársele más. Desde ese día, dejó de hablarle a su hijo adolescente. Y todo porque José Ignacio, a falta de barba y bigote propios, utilizaba el cepillo de la ropa para ensayar esos inminentes afeitados que tardaban tanto en llegar.