Él era la persona más obsesiva, organizada y meticulosa que ella había conocido, y ella el peor de los desastres —según él—. Ninguno de los dos entendía por qué se había casado con el otro, pero llevaban treinta y cinco años juntos. Treinta y cinco años, seis meses, doce días y siete horas, para ser más exactos, según él, y toda una eternidad, según ella —que calculaba a bulto—. En cualquier caso, su vida, o como quiera que se llamase aquella convivencia agotadora y exasperante, se había convertido en un infierno desde el mismo día en que se habían casado. Él odiaba el desorden y la improvisación, y a ella le irritaba esa manía de su marido de querer tenerlo todo estudiado, meditado, programado. Él era todo cerebro; ella, toda emoción. Él era la razón; ella, el sentimiento. Él, el raciocinio; ella, la intuición. Él, la organización; ella, el caos. Él, la constancia; ella, el impulso. A él, planificar el asesinato le había llevado dos años enteros; a ella, ni se le había ocurrido. ¿Cómo se le iba a ocurrir, con el poquito cerebro que tenía? Para cometer un crimen —un crimen perfecto, ¿qué otra cosa se podría esperar de él?—, hacía falta previsión, preparación, prudencia, sentido de la oportunidad, anticipación, método, tacto… Fíjense si había pensado en todo, que hasta el nombre del lugar del crimen encajaba en sus objetivos: Mirador de La Paz. Allí, en aquel paraje magnífico e incomparable del estado venezolano de Trujillo, iban a descansar en paz los dos: su señora en las simas del precipicio, y él en la profundidad de su alma. Durante los dos últimos años, él había ido poniendo señuelos para que pareciera que fuera ella quien había decidido el viaje. Un comentario, como al descuido, ante un documental televisivo, un folleto turístico aparecido en el buzón, una paga extra inesperada que les permitía un capricho, la llamada de una agencia de viajes promocionando la visita a los lugares más altos del mundo… Si ella hubiese sido suspicaz… Ah, si ella tuviese una mente lúcida como la suya, capaz de ver más allá de las apariencias… Pero, ella, ajena a todo, en esos momentos estaba disfrutando del impresionante paisaje que, más que divisarse, se adivinaba a sus pies—hasta eso había tenido en cuenta: un día de niebla—.
En el instante previsto, él se dispuso a darle el empellón fatal, aquel que iba a liberarlo de treinta y cinco años, seis meses, doce días y siete horas de suplicios. Ella, sin saber por qué, obedeciendo a un impulso misterioso, lo empujó al vacío.