[Amores y desamores ] 29 Julio, 2007 11:53
Él era la persona más obsesiva, organizada y meticulosa que ella había conocido, y ella el peor de los desastres —según él—. Ninguno de los dos entendía por qué se había casado con el otro, pero llevaban treinta y cinco años juntos. Treinta y cinco años, seis meses, doce días y siete horas, para ser más exactos, según él, y toda una eternidad, según ella —que calculaba a bulto—. En cualquier caso, su vida, o como quiera que se llamase aquella convivencia agotadora y exasperante, se había convertido en un infierno desde el mismo día en que se habían casado. Él odiaba el desorden y la improvisación, y a ella le irritaba esa manía de su marido de querer tenerlo todo estudiado, meditado, programado. Él era todo cerebro; ella, toda emoción. Él era la razón; ella, el sentimiento. Él, el raciocinio; ella, la intuición. Él, la organización; ella, el caos. Él, la constancia; ella, el impulso. A él, planificar el asesinato le había llevado dos años enteros; a ella, ni se le había ocurrido. ¿Cómo se le iba a ocurrir, con el poquito cerebro que tenía? Para cometer un crimen —un crimen perfecto, ¿qué otra cosa se podría esperar de él?—, hacía falta previsión, preparación, prudencia, sentido de la oportunidad, anticipación, método, tacto… Fíjense si había pensado en todo, que hasta el nombre del lugar del crimen encajaba en sus objetivos: Mirador de La Paz. Allí, en aquel paraje magnífico e incomparable del estado venezolano de Trujillo, iban a descansar en paz los dos: su señora en las simas del precipicio, y él en la profundidad de su alma. Durante los dos últimos años, él había ido poniendo señuelos para que pareciera que fuera ella quien había decidido el viaje. Un comentario, como al descuido, ante un documental televisivo, un folleto turístico aparecido en el buzón, una paga extra inesperada que les permitía un capricho, la llamada de una agencia de viajes promocionando la visita a los lugares más altos del mundo… Si ella hubiese sido suspicaz… Ah, si ella tuviese una mente lúcida como la suya, capaz de ver más allá de las apariencias… Pero, ella, ajena a todo, en esos momentos estaba disfrutando del impresionante paisaje que, más que divisarse, se adivinaba a sus pies—hasta eso había tenido en cuenta: un día de niebla—.
En el instante previsto, él se dispuso a darle el empellón fatal, aquel que iba a liberarlo de treinta y cinco años, seis meses, doce días y siete horas de suplicios. Ella, sin saber por qué, obedeciendo a un impulso misterioso, lo empujó al vacío.
[Familia Price ] 22 Julio, 2007 11:33
"¡Abre, coño!" Al jovencísimo José Ignacio Price, la orden de que abriera la puerta del lavabo le llegó en plena duda existencial: ¿Cuándo comenzaría, por fin, a aparecerle la pelusilla de la barba y el bigote? "¡Que abras, joder!". La urgencia debía de ser grande; su padre parecía estar muy apurado. José Ignacio apenas tuvo tiempo de dejar a un lado el cepillo de la ropa, de guardar la maquinilla de afeitar y de limpiar a medias los pelillos sobrantes. Su padre entró como una tromba, con la cabeza por delante y una mano puesta sobre el ojo, abrió el grifo del lavamanos y comenzó a aplicarse agua fría sobre el ojo, en cuyo alrededor, bajo la ceja, había aparecido un bultito rosado que José Ignacio no le había visto jamás. El hombre se echaba agua a manotazos, comprobaba en el espejo el crecimiento del bultito, y mascullaba entre dientes algo que no se sabía si eran rezos o maldiciones. "¡Cierra la puerta, coño!"  José Ignacio cerró la puerta y se metió en su habitación, así que no pudo ver la cara que puso su padre cuando descubrió con el ojo bueno los pelillos que flotaban en el pozo de agua que se había formado en el lavamanos. "¡Me cago en todo, me cago en todo!", repetía el hombre, con un ojo muy abierto por la luz cegadora de la evidencia y el otro completamente cerrado como consecuencia  de un derechazo del dueño del colmado La Primorosa,  ante quien se acababa de quejar, por última vez, de la mala calidad de las cuchillas de afeitar que le compraba. Los detalles de aquella discusión no fueron revelados nunca por el padre de José Ignacio, quien se limitó luego a comentar: "Pero, así le fue...", como si el otro hubiera llevado la peor parte de la pelea. Lo que se supo fue que, ante tanta reclamación por parte del padre de José Ignacio sobre lo poco que cortaban las cuchillas de afeitar, el dueño del colmado le había dicho: “Oye, a ver si es que tu mujer se está afeitando los pelos del sobaco, que pinchan como alambres”.  Y el padre de José Ignacio se había abalanzado sobre él, pero había retrocedido enseguida con el bultito en el ojo.  
”¡Dile a tu hijo que si me vuelve a coger la maquinilla lo mato!”, fue la frase con la que el padre de José Ignacio le dio a entender a su mujer que su hijo era como si se acabara de quedar huérfano. Lo curioso fue que, a medida que el dolor del ojo iba remitiendo, la vergüenza parecía enconársele más. Desde ese día, dejó de hablarle a su hijo adolescente. Y todo porque José Ignacio, a falta de barba y bigote propios, utilizaba el cepillo de la ropa para ensayar esos inminentes afeitados que tardaban tanto en llegar.
[Cosas de la vida ] 15 Julio, 2007 09:17
Cuando los mozos de escuadra entraron al aula, notaron enseguida que la joven que estaba sentada en el lugar de los examinandos era la autora de la llamada de auxilio recibida minutos antes. La chica tenía la mirada perdida y unas profundas ojeras, producto de los insomnios agotadores que debió de sufrir en las noches previas a los exámenes. Frente a ella, cuatro de los cinco miembros del tribunal de oposiciones mantenían una actitud hierática. Ninguno de ellos pareció percatarse de la presencia de los mozos y, en cuanto éstos hubieron salido con la chica, se limitaron a escribir sus anotaciones. Una vez recuperada del estado de shock, ella explicó que, cuando estaba a punto de acabar su exposición, había tenido la certeza de que los miembros del tribunal estaban endemoniados. Uno de ellos se había quedado mirándola fijamente y no había parpadeado durante toda su intervención. La chica no sospechó que aquel hombre tenía la facultad de dormir con los ojos abiertos. Otro, aquel tan joven, no paraba de contar y recontar las bolas del sorteo de los temas, de meterlas dentro de una bolsa, de sacarlas, y de agitar la bolsa con aire misterioso y trascendente, como si allí estuviera contenido el todo o el nada para todos y cada uno de los mortales. El tercer miembro del tribunal, uno gordito y con barba, se había transfigurado ante sus ojos en un pantocrátor omnipotente cuyos dedos se levantaban para dictaminar sobre el bien y el mal —el aprobado y el suspenso—. En cuanto a las dos mujeres, una de ellas también la había mirado fijamente todo el rato mientras que tomaba apuntes de forma compulsiva. ¿Conocen ustedes a alguien que pueda escribir cuatro folios en dos minutos? Los mozos negaron con la cabeza. Pues, esa señora lo hacía. Y la otra mujer, esa rubita de gafas y ojos azules, simplemente, se había puesto a levitar. ¿A levitar, como Santa Teresa? Los mozos intercambiaron una mirada incrédula. No, si ya lo entendían: los nervios, el calor… Pero, la chica no se daba por vencida. Había algo más: ¿Sabían los mozos que, antes de uno de los exámenes, a los opositores se los aislaba por completo? Claro: la encerrona, dijo uno de los mozos. Pues, uno de los del tribunal comentó que, a mí, en lugar de encerrarme, me deberían emparedar, dijo la chica. Los mozos negaron con la cabeza y se dispusieron a acompañarla hasta su casa. Mientras tanto, en el aula, cuatro miembros del tribunal intentaban bajar del techo a su compañera sin sobresaltarla. Ellos también estaban pasando mucho calor.
[Amores y desamores ] 15 Julio, 2007 09:13
¿No había sido un día increíble?, preguntaba ella. Primero, habían coincidido en la oficina de seguros, a donde los dos habían acudido a peritar el coche. Allí, eran apenas dos desconocidos que habían intercambiado una mirada cómplice de resignación. ¿Qué se le iba a hacer? Los coches se llenaban de bollos y había que arreglarlos. Luego, se habían vuelto a ver en la agencia de viajes. A ella ya la habían atendido y, al salir, lo había visto aguardando turno. Él había levantado la vista de un catálogo justo en el momento en el que ella abría la puerta de salida. Ninguno de los dos había hablado, pero un fulgor mutuo de reconocimiento se había reflejado en sus miradas. Después, al volver a coincidir en la librería, casi parecía de mala educación no decirse nada, pero se habían limitado a sonreír. Lo gracioso, según confirmaron después, había sido que ella había estado ojeando un libro de Paul Auster, pero finalmente se había decidido por uno de Vila-Matas, y, en cambio, él había preguntado por un libro de Vila-Matas, pero había acabado comprando uno de Paul Auster. ¿Había, o no había razones para pensar en el destino? Dos desconocidos coinciden a las diez de la mañana peritando un coche, luego vuelven a encontrarse en una agencia de viajes, luego entran con minutos de diferencia a la misma librería y finalmente —ahí ya les había entrado la risa— eligen el mismo restaurante de comida rápida. Perdona, me siento con derecho a sentarme a tu misma mesa, le había dicho él, y a ella le había encantado esa forma directa y resolutiva de iniciar una relación. Luego le había preguntado por el libro que acababa de comprar y, cuando ella le había dicho que uno de Vila-Matas, él le había hecho sacar el libro de la bolsa para comprobar que no estaba mintiendo. Y lo mismo había hecho ella cuando él le había mencionado a Paul Auster. Era increíble, sencillamente increíble. Pero las coincidencias no habían acabado ahí. A él también le gustaba el teatro y tenía previsto ir a la representación de esa noche. ¿Calixto Bieito? Le encantaba. Vaya… Vaya…Vaya... Ella, ya como en una nube, había quedado con él para ir al teatro, para cenar y para tomar una copa, y ahora se arrebujaba contra él en la intimidad de las sábanas, convencida de que había encontrado al hombre de su vida. ¿No era increíble que dos personas tan parecidas se hubieran encontrado?, le preguntaba, mientras lo besaba dulcemente. Juan Tenorio Price no quiso decirle que no, que eso no tenía nada de raro. A él le pasaba siempre.
[Amores y desamores ] 01 Julio, 2007 12:30
Aquel bocazas era un bocazas feliz, pero llamaba hijoputa a su mujer y, bien mirado, aquella hijoputa era una de las razones para las que el bocazas fuera feliz. A ver: el bocazas no iba diciendo por ahí que fuera feliz —nadie va por la vida diciendo esas cursiladas—, pero se le notaba feliz o, al menos, contento de ir por la vida. El caso es que la hijoputa cocinaba de maravilla. Qué bien cocina, la hijoputa, no se cansaba de repetir el bocazas. Él podía llegar a la hora que fuera a su casa, ya fueran las doce, las dos, las cuatro de la madrugada, que su mujer se levantaba y le preparaba unos platos de la releche. Que si una tortilla, que si un filete, que si unos huevos revueltos con chorizo, que si unos espaguetis, que si unos calamares, que si un plato de embutidos y pan con tomate… Guá. Al bocazas se le hacía la boca agua hablando de lo bien que cocinaba la hijoputa de su mujer, y a los compañeros del bocazas, un grupo de curritos con mono azul de operarios de mantenimiento, las salivares se les diluían en gaseosa oyendo al bocazas, quien, como todo bocazas, había empezado a hablar sólo para sus compañeros de mesa, pero pronto había comenzado a hacerse oír por todos los parroquianos del bar y los viandantes de las proximidades. En un principio, las intervenciones de los bocazas suelen llamar la atención, e incluso puede que hagan gracia. Todo bocazas tiene sus momentos de gloria. El de aquel bocazas duró cerca de un cuarto de hora, más o menos el tiempo que tardamos mi mujer y yo en dar cuenta de un bistec con patatas fritas y ensalada, justo al lado de la mesa en donde el bocazas y sus colegas hacían los honores a otro plato combinado. Yo, al bocazas, lo tenía a mi espalda, así que no podía ver su aspecto, y en todo ese rato no me atreví a girarme, pues a un bocazas nunca hay que demostrarle el más mínimo interés por lo que está diciendo. Así que yo hacía ver que no oía, pero oía, y las palabras del bocazas me provocaban un profundo malestar. Los entrecots. Los entrecots a la pimienta. Y las paellas y el fideuà, ni te cuento. Cómo le salían, a la hijoputa. ¿Y las berenjenas rellenas? Demasiado. Yo no podía irme de allí sin decirle nada a aquel bocazas, así que le indiqué a mi mujer que fuera sacando el coche del parking. En cuanto ella salió del local, me levanté y me encaré por primera vez con el bocazas, un tipo regordete y con bigotito.
—¿Sabe qué? —le dije apuntándole directamente al pecho con mi dedo índice—. Le cambio a su mujer por la mía, sin mirarla.
[Niños ] 01 Julio, 2007 12:28
Durante la noche, se había levantado a hacer pis, había tropezado con una manta caída, y había ido a dar de morros contra los barrotes de la litera. Esa había sido la primera vez que había oído hablar del ratoncito Pérez. Un poquito más y habría tenido que venir el ratoncito Pérez antes de tiempo, había dicho su padre, y había vaticinado que la tontería —las quejas de que le dolía el diente— se le pasarían en cuanto se le pasara el susto. En efecto: al cabo de tres días, el diente —el trozo de diente que le había quedado— ya no le dolía, y lo que importaba era que se cayera rápido para que viniera el ratoncito Pérez a dejar su regalo. Pero el trozo tardaba en caerse y él comenzó a quejarse de que le hacía daño al cepillarse. Había que acudir al dentista. Los dentistas eran muy amigos del ratoncito Pérez y, con suerte, había que sacar el diente, y así podía venir el ratoncito Pérez. Pero la dentista no estaba por la labor. Había una pequeña fisura, pero no era necesario extraer la pieza, con un empaste bastaba. El ratoncito tendría que esperar. Lo que iban a llegar ahora eran unas como hormiguitas que él sentiría en la boca. Le iba a hacer un agujerito en el diente y le iba a colocar una como plastilina dentro, ¿veía? Él lo que veía era la aguja de una jeringa con la que lo iban a pinchar. Y para hacerle el agujerito y colocarle la plastilina —¿veía cómo no era nada?— lo tuvieron que sujetar entre cuatro auxiliares. Todas ellas se turnaban para decirle que, si seguía portándose tan mal, ya no iba a venir el ratoncito Pérez. Ese día, salió del consultorio con la boca hecha un hormiguero y un empaste provisional que ya no pudo ser definitivo porque en la siguiente fecha de consulta, ni en la otra, ni en la otra, no hubo poder humano, ni divino, ni ratón, ni dentista, ni asistentes, ni padres, ni segurata que consiguiera que, una vez puesto en el potro de tortura, abriera la boca. Lo consiguió, dos meses después, ese instinto de supervivencia que hasta los niños de cinco años llevan dentro. Un flemón en la encía por el que hubo que administrarle antibióticos lo obligó a volver a pasar por el sillón de las ejecuciones. Para entonces, su padre ya había perfeccionado la estrategia: mientras su madre, la dentista y cuatro forzudas inmovilizaban al niño, él impedía con los dedos que el niño cerrara la boca. La dentista fue especialmente hábil. En un visto y no visto, metió las tenazas y las sacó con el diente. Después, también fue muy persuasiva para que el niño escupiera el trozo de dedo de su padre. Esa noche, lo difícil fue convencer al ratoncito de que viniera, porque estaba muy enfadado con el niño.