En todos los sitios en los que había vivido, José Ignacio Price había tenido fantasías sexuales con una o varias vecinas. Teniendo en cuenta que su residencia siempre había sido inestable—él se consideraba casi un nómada—, que las vecinas que suscitan deseos son tan abundantes y variadas como los gustos de los hombres, y que tanto hombres como mujeres son proclives a complicarse la vida, lo raro es que alguna de esas ensoñaciones no se hubiese hecho realidad. “Con una vecina, todo puede pasar”, me había dicho una vez José Ignacio. “Coincides con ella, solos, en el ascensor y, por unos instantes, se abre un mundo. Ella te dice que va para el trastero, pero que le da cierto yuyu bajar sola. Y tú piensas que la acompañarías al trastero con mucho gusto, pero lo que te da yuyu es su marido, que es guardia urbano. Así que le dices: ‘es verdad, da cierto yuyu’, y te apeas del ascensor con un interrogante que escuece como una herida: ¿Qué habrá querido decir ella?” Luego, según José Ignacio, la duda cicatriza, pero vuelve a emerger a veces, de forma recurrente, desde el saco sin fondo de las oportunidades perdidas. Las fantasías son caprichosas, imprevisibles, incontrolables. Bueno, la realidad también. A José Ignacio se le cumplió una de sus fantasías, pero con la vecina equivocada, con una con la que él nunca había tenido fantasías. Por eso lo pilló tan desprevenido. Una vecina nueva, poco atractiva, le pidió que entrara a su casa, porque se le había atascado la puerta de un armario de la cocina. Cuando él se giró, después de comprobar que la puerta abría con dificultad, pero abría, se encontró con que la vecina se había subido el jersey y le enseñaba sus pechos desnudos. Todo fue muy rápido, y le dejó un regusto extraño. Después de ese primer y único encuentro sexual, todo fueron desencuentros. “Estoy embarazada”, le confió, en el ascensor, dándole a entender que él era el padre. Meses después, a esta primera mala noticia siguió otra, todavía peor: “Me voy a separar…”  Y, después de un tiempo, otra, que fue la puntilla: “Quiero que el niño tenga tu apellido…” Ahí, José Ignacio se dio cuenta de que le sería imposible escapar, pues, además de no haber vivido su propia fantasía, o de haberla vivido con la vecina equivocada, ahora estaba atrapado en una obsesión, la de ella. Como última esperanza, accedió a someterse a las pruebas de paternidad. Resultaron negativas, entre otras cosas, porque ella tenía un embarazo psicológico. Tampoco estaba casada. José Ignacio, después de un estallido de euforia, se sumió en una depresión. Ahora aborrece las fantasías.