La noche anterior al Día de los Inocentes, el Espíritu de Navidad hizo soñar a aquel hombre con unos aviones de guerra que sobrevolaban un país lejano. El soñador pilotaba uno de esos aviones, comandaba la base de tierra y al mismo tiempo coordinaba el ataque desde un puesto de mando situado a miles de kilómetros de distancia. Era como ser uno y tres a la vez, pero esto no le pareció extraño al soñador, que en otras ocasiones había soñado que era Dios. La escuadra de aviones volaba tan bajo que el soñador podía distinguir entre la vegetación a pastores de cabras, a mujeres que iban a buscar agua al río y a grupos de niños que correteaban y jugaban al escondite. Algunos hombres labraban la tierra, sembraban o recogían la cosecha, y ante las puertas de las casas de los poblados los ancianos se dedicaban a ver pasar la vida. Sin embargo, el soñador, que era muy veterano y sagaz, sabía que todo aquello era sólo apariencia: los hombres que simulaban trabajar el campo eran soldados en pie de guerra, sus bueyes carros de combate y sus azadas fusiles de largo alcance. Las mujeres escondían bombas bajo sus ropas, los ancianos eran espías y todos los niños iban armados con tirachinas. Parecía ridículo mencionar lo de los tirachinas, pero, gracias a su entrenamiento, el soñador sabía lo peligroso que podía resultar un tirachinas. Casi por puro instinto de supervivencia, activó la primera descarga de proyectiles y dio la vuelta para comprobar los resultados del ataque. Ahí comenzó la pesadilla, pues las bombas, tras explotar a pocos metros de la superficie, desparramaron una multitud de paracaídas minúsculos con regalos. Desconcertado, el soñador lanzó una segunda descarga, pero contempló estupefacto que lo que salía del avión era otra nube de paracaídas, esta vez con sacos de harina. Una tercera descarga, ya a la desesperada, liberó leche y medicinas, y una cuarta llenó los campos de libros, lápices y libretas. Preso de una angustia infinita, el soñador lanzó su avión en barrena contra la casa principal de la aldea. El avión estalló en miles de fragmentos, pero cada uno de éstos, al caer, se convertía en tuerca, tornillo, palanca, escuadra, compás, cinta métrica, tenaza, bisturí, horno, fresa, taladro, motor… El soñador, que, para su desgracia, había sobrevivido, empuñó su cuchillo de monte dispuesto a acabar uno a uno con sus enemigos. Pero, como éstos eran cobardes, ninguno quiso pelear. Se limitaban a sonreír y a enseñarle sus manos desarmadas, los muy hipócritas. Como él no estaba dispuesto a dejarse engañar, comenzó a acuchillar a todo ser vivo que le salía al paso. Pero la pesadilla no terminaba: su cuchillo, en lugar de herir, hacía cosquillas, como si fuera de gelatina. Consciente de que todo estaba perdido, el soñador intentó quitarse la vida con el cuchillo pero tampoco lo consiguió. Ahí, el Espíritu de la Navidad se apiadó de él y salió de su sueño. El soñador se despertó sollozando. “¿Otra pesadilla, George?”, preguntó una voz a su lado. “Sí. Ha sido horrible, horrible”, contestó.
[Navidad
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28 Diciembre, 2008 11:44





