Si alguien duda de que hay gente que mejora con la edad, ahí está al caso de mi amigo Jorge Alberto Price. Jorge Alberto está ya más cerca de los sesenta que de los cincuenta, pero da la impresión de que, a partir de los cuarenta y pocos, el tren del paso del tiempo o ha cambiado de trayecto o se ha olvidado de detenerse en sus cumpleaños. Es probable que ese físico tan joven y saludable sea fruto de una mente sana y descomplicada. El caso es que Jorge Alberto, si no es feliz, lo parece, y esa apariencia provoca envidias, sanas o insanas, según el estado de ánimo y el estado físico de sus interlocutores. La última vez que lo vi, volví a darle la lata con mis asombros: “Pero, Jorge Alberto: ya vale, ¿eh?” —lo mío era una recriminación en toda regla—. “Ya me explicarás cómo te lo montas…” Él, como siempre, se dejó querer y quitó importancia al asunto. “Pero si es que estás igual desde que te conozco…” —insistí—. Estuvimos hablando un rato de sus cosas y de las mías, nos bebimos unos cuantos vinos, y, como yo insistiera en mis alabanzas sobre su aspecto y su salud, Jorge Alberto me dio a entender que había llegado la hora de las confidencias. “¿Quieres saber de verdad qué es lo que me mantiene tan en forma?” Yo me quedé suspendido, a la espera de la revelación. “En realidad, lo que me ha cambiado la vida es Internet”. Sí, Internet nos había cambiado la vida a todos, pero es que a él lo había dejado igual —pensé—. Jorge Alberto se acercó a mí, y me dijo casi al oído: “Todo se lo debo a la viagra y al casino…” “¿La viagra y el casino?” —repetí, incrédulo. Que yo supiera, Jorge Alberto llevaba una vida muy ordenada. Por las mañanas trabajaba en una entidad oficial y las tardes las dedicaba a navegar en su pequeño barco o a escuchar música, otra de sus pasiones. “¿A ti no te llegan cada día montones de mensajes por Internet ofreciéndote viagra y dinero para que juegues al casino?”, —me preguntó, socarrón—. “Por supuesto, y eso me cabrea hasta el agotamiento” —respondí—. “Ese es tu fallo” —dijo—. “Yo, en cambio, me miro los mensajes con detenimiento y los contesto todos.” ¿Qué? ¿Jorge Alberto era consumidor de viagra y jugador en los casinos virtuales? ¿Y eso lo mantenía joven y con ese aspecto de ir de sobrado por la vida? “No te equivoques” —dijo, como si me leyera el pensamiento—. “Yo, ni compro viagra ni juego en el casino. Pero, precisamente por eso, he llegado a la conclusión de que si no soy un semental ni soy millonario es porque no quiero. Eso me da mucha tranquilidad”.
[Familia Price
]
30 Noviembre, 2008 11:12
[Familia Price
]
23 Noviembre, 2008 12:19
Hacía mucho tiempo que no asistía a una conferencia de Rogelio Ramón Price y, o yo me había vuelto muy exigente, o Rogelio Ramón ya no era aquel orador brillante que me había encandilado en mi época estudiantil. Lo noté flojo, falto de tono, como sin ganas. De todas maneras, al final, me acerqué para felicitarlo y estuvimos un rato hablando sobre los viejos tiempos. Como yo tenía prisa y había tantas cosas de que hablar, se ofreció a llevarme hasta mi casa en su coche. Y ahí, en la intimidad de su vehículo, sí que lo sometí a un tercer grado. ¿Qué cómo le iba la vida? “Muy mal, por lo de la angina”, se sinceró. “¿Cómo, la angina?”, pregunté. “La angina de pecho”, dijo. ¿Angina de pecho? ¿Eso no es como un infarto?, pensé. “El otro día”, prosiguió, “fui a dar una vuelta al pueblo. ¿Tú sabes la de veces que he ido a ese pueblo? Pues, la cuesta de la Calle Mayor era como si me la hubieran puesto de nuevo. Me ahogaba, ¿sabes?” “Bueno, es que ya no somos unos chavales”, dije yo, por quitar hierro. “No, pero si tampoco se trata de grandes esfuerzos, es que, cuando se está como yo, el corazón te puede explotar en cualquier momento.” ¿En cualquier momento?, pensé. Cualquier momento puede ser ahora mismo. Y en ese instante el tráfico comenzó a tener un nuevo sentido para mí. Él tenía el día pesimista, porque continuó: “Fíjate en Bonilla: fue al médico porque le dolía el estómago, el médico le recetó no sé qué para la acidez, lo mandó para casa y, cuando salió de la consulta se desplomó en plena calle; cuando lo fueron a socorrer, ya no pudieron hacer nada por él”. Yo ya me imaginaba el titular del periódico: “Dos muertos en un choque de vehículos en una vía rápida de Tarcuna”. El accidente se había producido, al parecer, porque el conductor de uno de los dos automotores había sufrido un infarto y había invadido el carril contrario. Se daba la circunstancia —eso era lo que más me fastidiaba de la noticia— de que los dos fallecidos eran el conductor del otro vehículo, y el acompañante del conductor que había sufrido el infarto. Paradójicamente, este último había resultado con heridas leves tras la colisión, había sobrevivido también a su crisis cardiaca y ahora se encontraba en situación estable dentro de la gravedad en la Unidad de Vigilancia Intensiva del Hospital Universitario. Ah, no; ésta sí que no me la haces, Rogelio Ramón, pensé. Y le dije: “¡Para, para aquí mismo!” “¿Cómo, aquí mismo? Si no se puede.” “¡Sí que se puede!” “¡Que no!” “¡Que sí!” Estuvimos discutiendo unos instantes y al final, como no atendía a razones, yo mismo tuve que dar el volantazo y meter el freno de mano. Gracias a eso, fueron él y el otro los que murieron, y yo el que estoy en la UVI.
[Cosas de la vida
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16 Noviembre, 2008 11:14
Tenía yo ganas de que un amigo me escuchara, ¿me entienden?, de que me escuchara él a mí y no yo a él. Pero, no: el señorito, casi nada más verme, y cuando yo estaba intentando hacer boca para contarle mis cosas, va y me dice que hacía poco había sido víctima de un “robo silencioso” , así lo llamó y no hubiese hecho falta que explicara nada más, porque lo de robo silencioso ya se comprende aunque no aparezca en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua. Ya lo había entendido, repito, pero el señorito, como si yo no supiera lo que era, me tenía que explicar con pelos y señales lo que le había ocurrido, y los pelos eran que le habían entrado a robar a su casa de noche y él no se había enterado de nada, y las señales eran que él se había despertado por la mañana y no había encontrado los pantalones, y había pensado “qué raro”, si los pantalones los puse aquí, al lado de la cama, encima del mueble, a ver si es que los dejé en el lavabo…”, pero en el lavabo no estaban, y entonces ya se había empezado a poner mosca —como estaba yo, al oírlo, porque no me dejaba meter baza— y después se había levantado su mujer, y su mujer había dicho “qué raro, si no encuentro el bolso, que lo había dejado encima de la mesa”, y, después, su mujer, desde la cocina, le había dicho, “oye, ven a ver esto”, y esto era que el bolso estaba en el jardín, pero sin dinero ni tarjetas, y allí también habían encontrado su billetero, aunque también sin dinero ni tarjetas, pero ni rastro de los pantalones tejanos, y eso quería decir que había un chorizo que iba por ahí con sus tejanos. “Eso te pasa por comprar tejanos de marca”, le dije yo, por quitar hierro y decir algo, porque el señorito no me dejaba pronunciar palabra: “No, dijo él, si eran unos tejanos de los normalitos”. Pues bueno, pensé yo, a ver si ahora se calla y le cuento lo mío, pero no, el señorito, que ya estaba embalado, siguió diciendo que lo malo no había sido eso, sino lo del coche. “¿Cómo, lo del coche?”, dije yo, por hacer uso de la palabra. “Hombre, pues que los chorizos también se me llevaron el coche, porque las llaves estaban en el bolsillo de los tejanos”. Nos ha fastidiado, pensé yo, el coche sí que es sagrado. “Lo tendrías asegurado” , dije, por no quedarme callado. “Pues claro”, dijo él, “pero todavía tengo que esperar a que pasen cuarenta días a ver si lo encuentran, y lo malo es que la aseguradora, para la tasación, toma como referencia el año de matriculación, o sea que da lo mismo si el coche lo has comprado en diciembre o doce meses antes, en enero, y, en mi caso, que compre el coche en diciembre, representa que mi coche es un año más viejo”. “No te joroba”, pensé yo, pero ya no le pude decir nada porque, como tenía prisa, se marchó. Así son los amigos. Ni me dejó contarle que a mí se me acababa de estropear la lavadora.
[Cosas de la vida
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09 Noviembre, 2008 10:48
A lo largo de la vida, cada uno de nosotros va horneando, sin saberlo, su propia colección de magdalenas proustianas, aquellos bollitos que, al ser empapados en té con leche, nos remiten a sucesos que hemos vivido, fingido o imaginado. Hace pocos días, una de mis magdalenas particulares llamó a la puerta de mi casa. Venía metida en una caja de bombones y disfrazada de chocolatina, pues las magdalenas proustianas, como los recuerdos, suelen camuflarse para sorprenderte cuando menos te lo esperas. Pero la chocolatina no era lo importante, o quizás lo era —habrá que preguntárselo a mis hijos, que fueron los que se la comieron—. Lo esencial era que el dulce estaba acompañado de una invitación para celebrar los diez años de vida de Arola Editores, la editorial más importante de la ciudad de Tarragona. Como a las niñas bonitas les llueven padrinos, no iba yo a ser menos ni a ocultar —faltaría más— mi participación en el suceso que ahora se celebra. Permítanme sacar pecho para decir: sí, yo estaba allí. Hace diez años, como responsable de prensa del Consell Comarcal del Tarragonès, tuve la oportunidad de participar en el primer libro que publicó la editorial, un libro de historia de Tarragona que había ganado el I Premi d’Investigació del Tarragonès y cuyo autor era el ex alcalde de Tarragona Josep Maria Recasens. Mi participación en la publicación del libro fue “decisiva”, ya que, consultado sobre qué empresa debería hacerse cargo de la edición, defendí rotundamente por activa y por pasiva que ésta debía ser encargada a otra editorial con más experiencia —de un amigo mío, por supuesto— y no a la de Arola —a quien no conocía y quien apenas estaba intentando asomar la cabeza en el mundo editorial—. Sin embargo, alguien que tenía mejor criterio y más poder que yo decidió encargar el trabajo a Arola, y yo tuve que morderme la lengua y colaborar con Alfred y Félix Arola en la producción del libro. Como del roce nace el cariño, ahí nació algo que yo no me atrevo a calificar de amistad —pues la amistad es una especie de contrato tácito con exigencias y letra pequeña que uno saca a veces a relucir cuando van mal dadas—, pero sí de afecto mutuo. La amistad es un concepto; el afecto es un sentimiento. Si, por poner un ejemplo, Charlize Theron y yo fuésemos amigos, y un día ella me dijera: “Oh, no, sólo te quiero como amigo”, entonces probablemente dejaríamos de ser amigos. En cambio, aunque ella no me conozca, yo siento un gran afecto por Charlize, y los dos tan contentos. En fin. Volvamos al primer libro de Arola: aquel libro era complejísimo de producir, puesto que el ordenador de Recasens era incompatible con los de la editorial, y, después de múltiples intentos y correcciones, se llegó a la conclusión de que era mejor mecanografiarlo todo de nuevo. Novecientas páginas. Así, aquel primer libro que debería impulsar el nacimiento de la editorial, estuvo a punto de arruinarla. Pero Alfred Arola sobrevivió a aquel libro. También ha sobrevivido a dos riadas y a una enfermedad que por poco nos pone a todos a hablar de lo buena persona que era. Y, sobre todo, también ha sobrevivido al día a día sin renunciar a un estilo empresarial insólito y sorprendente en el que prima la calidad sobre los beneficios. El próximo viernes, la editorial celebra diez años y cuatrocientos cincuenta títulos. Enhorabuena, Alfred, Félix. Ya sabéis que todo me lo debéis a mí.
[Cosas de la vida
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02 Noviembre, 2008 09:21
Tenía que ocupar buena parte del fin de semana en acabar una traducción pendiente, así que, el viernes, en lugar de quedarse hasta tarde viendo alguna película por televisión, se acostó temprano. Necesitaba estar descansado. Además, como era él quien se encargaba de la compra semanal, y la nevera estaba bajo mínimos —maldito fin de mes— también debía apañarse como pudiera para cumplir con esta obligación. El sábado, pues, iba a ser un día durillo. El madrugón era inevitable. La duda era si debía acometer la traducción nada más levantarse, o resolver las compras a primera hora y luego centrarse en el trabajo. En cualquier caso, el viernes durmió como un bendito y, cuando a la mañana siguiente sonó el despertador, se felicitó a sí mismo por ser tan previsor. Iba a cumplir con sus deberes como un Pepe. Y ahora lo tenía claro: primero, la compra; luego, el ordenador. Lo que no acababa de decidir era si la compra la haría en un solo sitio o en varios. ¿Debía comprar el pescado, la fruta y la carne en cada uno de los respectivos establecimientos del barrio o era mejor adquirirlo todo en una gran superficie? A ver: podía comprar la fruta cerca de su casa, luego acercarse al mercado a por el pescado y la carne y luego ir hasta el supermercado a por la leche, el agua, el arroz y todo lo demás. Pero, bueno: ya que iba hasta el mercado, ¿por qué no comprar también allí la fruta? Así, sólo tendría que hacer dos viajes: uno al mercado y otro al supermercado. O, quizás, si lo comprara todo en el súper… A su mujer no la convencían ni la carne ni el pescado del súper, pero, por una semana, no pasaba nada… No, no: definitivamente, se acercaría al mercado y compraría allí todo lo que pudiera. Para el resto, ya estaba el súper de la esquina. Salió de casa convencido y satisfecho. Era sábado, y tan temprano que todavía no habían abierto la frutería. Qué raro. Pensaba que los fruteros madrugaban más. Por las calles apenas circulaban coches o paseaba gente. ¿Veían? Ésas eran las ventajas de levantarse pronto. Sonrió. La ciudad tenía un aspecto extraño. Qué sábado más tranquilo, lástima que tuviera trabajo. Sin embargo, cuando enfilaba hacia el mercado, la magia despareció y sintió una cosa rara en el estómago, como un presentimiento. ¡Mierda! Le había vuelto a ocurrir. ¡Uno de noviembre! ¡Era sábado uno de noviembre, y él sin enterarse! ¡Y la nevera vacía! Deambuló un rato, sin saber qué hacer, ni qué diría a los suyos. Luego se acordó de un establecimiento que abre todos los días del año, se dirigió hacia allí y compró lo mínimo para dos días. Cuando llegó a su casa, por el color de las bolsas, no hizo falta dar ninguna explicación. Su mujer, simplemente, le dijo con retintín: “Vamos a empezar por el principio, a ver si te enteras: Planeta: Tierra…”





