“¿Hay o no hay para cabrearse?”, dijo mi marido cuando supo que la lavadora se había estropeado. Hacía un mes que había vencido la garantía, así que ésos lo iban a oír. “Esos” eran los del servicio técnico. Los iba a poner a caldo. Vamos, que no sabían quién era él. Pero, de momento, no les pudo decir quién era él, porque en el teléfono del servicio técnico respondía un contestador automático que informaba sobre el horario de atención al público: de lunes a viernes, de nueve a una y media y de cinco a ocho. Eran las nueve de la noche del viernes, así que mi marido dijo: “Ahora sí que me cabreo”, y pasó todo el fin de semana enfurruñado. El lunes, a eso de la una, por fin consiguió que contestaran, pero la chica que lo atendió le dijo que no le podía asegurar cuándo podría venir el técnico; que dejara nuestro número de teléfono. Mi marido se lo dio a regañadientes y se aseguró —eso me dijo— de que la chica tomara nota de que la reparación era urgente. Como pasó el lunes, y el martes, y el miércoles, y el jueves, y llegó el viernes y el técnico no llamaba, a mi marido lo que más le cabreaba era la idea que tenía el técnico de la palabra “urgente”. A última hora de la mañana, cuando nos disponíamos a comer, llamó el técnico y dijo que o era en ese momento, o no sabía cuándo podría pasar. Mi marido se lo tomó como una amenaza velada. “No, si es que insisten en verme cabreado”, dijo. Dos horas después, cuando llegó el técnico, yo pensaba que mi marido le iba a saltar al cuello. Sin embargo, en lugar de eso, ni siquiera pestañeó cuando el técnico, tras revisar el aparato, emitió el diagnóstico: “es el pituflín de la bomba”. Lo que lo encabronó—al técnico no se lo dijo, pero lo encabronó de veras, según me dijo después— fue el comentario añadido: “No, si es que a estas lavadoras antiguas les falla mucho el pituflín”. ¿Antiguas? ¡Pero si tiene dos años!”, dijo mi marido. “Bueno, dos años…”, dijo el técnico, como si dos años fueran toda una vida. “Además, una cosa es que usted la haya comprado nueva y otra que se tratara de un modelo nuevo”. Mi marido, después de pagar 60 euros, estaba que se subía por las paredes. “O sea, que nos vendieron un modelo descatalogado, hay que joderse; ahora sí que estoy cabreado de verdad”. Pero no estaba cabreado de verdad, porque cuando se cabreó de verdad fue al cabo de quince días, cuando la lavadora volvió a dejar de funcionar. Ah, él había arreglado el pituflín, pero lo que se había estropeado ahora era el relén, le dijo el técnico. Así que mi marido, cabreado, pero cabreado como una mona, pagó otros sesenta euros. Luego también se cabreó mucho con los otros sesenta del cuchuflú, veinte días después. Pero, eso sí: nunca lo había visto tan cabreado como hace poco, cuando salimos de la tienda, después de comprar la lavadora nueva. Su cara de cabreo era indescriptible.
[Cosas de la vida
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26 Octubre, 2008 09:14





