A la chica sólo le faltaba un cartelito con el horario de atención al público, el “se reserva el derecho de admisión” y si aceptaba la Master Card. La chica se colocaba a un lado de la carretera nacional y montaba un chiringuito compuesto por ella misma, una silla abatible y, los días de mucho sol, una sombrilla de playa. Era curioso verla, con su faldita minúscula, sus gafas oscuras y su escote abismal, sentada, tranquila y quieta como una estatua, simplemente esperando. De vez en cuando algún automovilista reducía la marcha, y ella se limitaba a seguirlo con la mirada. Ningún gesto provocador, ninguna seña. Había escogido su sitio a conciencia, en medio de dos accesos a la carretera: uno antes de llegar a su altura, para los muy decididos; el otro un poco más allá, para los indecisos o faltos de reflejos. Y detrás de ella, oculto por matorrales, estaba el lugar en donde se suponía que atendía a su parroquia. Al frente, al otro lado de la carretera, unos metros más adelante, había un puesto de pesaje de camiones y vehículos de gran tonelaje. En otro tiempo —cuando la chica no había aparecido todavía— se habían instalado allí otras como ella que se ofrecían a los conductores en grupo y sin el menor recato. Pero alguien debió de quejarse y durante unos meses el sitio quedó falto de ese tipo de oferta. Luego se ubicó allí otra chica, una competidora, que no tenía ni silla ni sombrilla y que, a diferencia de la primera chica —que permanecía sentada como quien espera a que le traigan el café con bollos— aguantaba de pie, con los brazos cruzados. Las dos estaban buscándose la vida como podían, pero a la chica de la sombrilla se la veía muy puesta, muy “profesional”, mientras que la otra parecía renegar de su suerte. Con frecuencia, bajaba la cabeza, se encogía sobre sí misma y daba pequeños puntapiés al suelo. Más que competencia, las dos se complementaban, pues las dos constituían idéntico reclamo, y se les suponía un acuerdo tácito: la una atendía a los clientes que transitaban en un sentido de la carretera y la otra a los que lo hacían en sentido contrario. Seguramente cada una de ellas llevaba la contabilidad propia y calculaba a distancia la de la otra. Hoy no ha bajado bandera, la pobre. O qué buen día llevas, cabrona, y yo sin estrenarme. La primera en desaparecer del lugar fue la segunda chica. La de la silla aguantó unas semanas más pero también se fue. Hacía demasiado frío para esperar tan ligera de ropas un café con bollos que nunca llegaba. Allí se quedó la silla abatible, volcada por el viento, al borde de la carretera, como una oficina vacía cuya propietaria hubiese tenido que huir de repente hacia ninguna parte. De la otra chica no quedó ni rastro.
[Cosas de la vida
]
12 Octubre, 2008 10:49





