[Cosas de la vida ] 26 Octubre, 2008 09:14
“¿Hay o no hay para cabrearse?”, dijo mi marido cuando supo que la lavadora se había estropeado. Hacía un mes que había vencido la garantía, así que ésos lo iban a oír. “Esos” eran los del servicio técnico. Los iba a poner a caldo. Vamos, que no sabían quién era él. Pero, de momento, no les pudo decir quién era él, porque en el teléfono del servicio técnico respondía un contestador automático que informaba sobre el horario de atención al público: de lunes a viernes, de nueve a una y media y de cinco a ocho. Eran las nueve de la noche del viernes, así que mi marido dijo: “Ahora sí que me cabreo”, y pasó todo el fin de semana enfurruñado. El lunes, a eso de la una, por fin consiguió que contestaran, pero la chica que lo atendió le dijo que no le podía asegurar cuándo podría venir el técnico; que dejara nuestro número de teléfono. Mi marido se lo dio a regañadientes y se aseguró —eso me dijo— de que la chica tomara nota de que la reparación era urgente. Como pasó el lunes, y el martes, y el miércoles, y el jueves, y llegó el viernes y el técnico no llamaba, a mi marido lo que más le cabreaba era la idea que tenía el técnico de la palabra “urgente”. A última hora de la mañana, cuando nos disponíamos a comer, llamó el técnico y dijo que o era en ese momento, o no sabía cuándo podría pasar. Mi marido se lo tomó como una amenaza velada. “No, si es que insisten en verme cabreado”, dijo. Dos horas después, cuando llegó el técnico, yo pensaba que mi marido le iba a saltar al cuello. Sin embargo, en lugar de eso, ni siquiera pestañeó cuando el técnico, tras revisar el aparato, emitió el diagnóstico: “es el pituflín de la bomba”. Lo que lo encabronó—al técnico no se lo dijo, pero lo encabronó de veras, según me dijo después— fue el comentario añadido: “No, si es que a estas lavadoras antiguas les falla mucho el pituflín”. ¿Antiguas? ¡Pero si tiene dos años!”, dijo mi marido. “Bueno, dos años…”, dijo el técnico, como si dos años fueran toda una vida. “Además, una cosa es que usted la haya comprado nueva y otra que se tratara de un modelo nuevo”. Mi marido, después de pagar 60 euros, estaba que se subía por las paredes. “O sea, que nos vendieron un modelo descatalogado, hay que joderse; ahora sí que estoy cabreado de verdad”. Pero no estaba cabreado de verdad, porque cuando se cabreó de verdad fue al cabo de quince días, cuando la lavadora volvió a dejar de funcionar. Ah, él había arreglado el pituflín, pero lo que se había estropeado ahora era el relén, le dijo el técnico. Así que mi marido, cabreado, pero cabreado como una mona, pagó otros sesenta euros. Luego también se cabreó mucho con los otros sesenta del cuchuflú, veinte días después. Pero, eso sí: nunca lo había visto tan cabreado como hace poco, cuando salimos de la tienda, después de comprar la lavadora nueva. Su cara de cabreo era indescriptible.
[Cosas de la vida ] 19 Octubre, 2008 09:35
Un hombre y una mujer se desplazan en coche por una vía interurbana. A la altura de una parada de autobús, el hombre, que es el que conduce, reduce la marcha y se detiene justo al rebasar el límite de la zona reservada. Al pasar por delante de la parada, los dos han cruzado sus miradas con la de una mujer que espera de pie. Se ha fijado en ellos con un interés extraño, expectante. La mujer que va en el coche abre la portezuela y se dispone a apearse. Cuando se está despidiendo, el conductor ve, al fondo de la silueta de su acompañante, la silueta de la otra mujer, la de la parada. “¿Me podría acercar hasta el centro?”, pregunta. “Es que el chofer del autobús no me ha querido llevar porque no tenía cambio de cincuenta euros.” Se la ve nerviosa. El hombre y la mujer del coche se miran, como preguntándose qué hacer, y el hombre, después de un instante de vacilación, dice: “Suba, no hay problema”. Ahora, la mujer que iba en el coche, la que se ha bajado, es la que está nerviosa. Es mediodía. Ella suele comer fuera de casa, en un bar que queda cerca de la academia a la que va a clases por la tarde. La televisión del bar está a todo volumen, pero ella ni oye ni ve nada. Su mente está en el hombre que la traía en coche y que ha subido a una desconocida. A la mujer se la veía alterada, pero tenía un aspecto inofensivo. Aunque, con tanta cosa rara que pasa por ahí…  Luego, en clase, está como si no estuviera. El tiempo ha transcurrido lento, pero a ella le han faltado reflejos. ¿Cómo no se le ha ocurrido antes? Llama por teléfono a donde trabaja el hombre. No ha llegado aún. Le deja un recado para que la llame en cuanto llegue. Pero transcurre el tiempo y la llamada no se produce. Ella no se ha podido quitar de la cabeza la mirada de aquella mujer. En lo último que se fijó es en que llevaba una falda negra y una carpeta verde, de plástico. ¿Era rubia o morena? El pelo, castaño. Melena corta, un poco más abajo de la nuca. ¿Edad? Unos… ¿cincuenta? Son las ocho de la tarde-noche, y aún no ha tenido noticias del hombre. Ahora, llama a la casa. Allí, una voz femenina dice no saber nada. A eso de las nueve, el hombre regresa a su domicilio, después de haber salido a un recado. Una tercera mujer le dice: “Te ha llamado una tal Emma, que estaba preocupada porque habías recogido a una mujer en una parada”.  La tercera mujer está enfadada: “¿Tú por qué vas recogiendo a desconocidas? ¿Y quién es esa tal Emma? ¿Y por qué no me has dicho nada? ¿Tú no ves los telediarios, o qué? El hombre aguanta el chaparrón como puede. En el fondo, le hace gracia que el simple hecho de acercar a una compañera de trabajo hasta un sitio y de recoger allí a una pobre mujer a la que hicieron bajar del autobús por no llevar dinero suelto estimule tanto la imaginación.
[Cosas de la vida ] 12 Octubre, 2008 10:49
A la chica sólo le faltaba un cartelito con el horario de atención al público, el “se reserva el derecho de admisión” y si aceptaba la Master Card. La chica se colocaba a un lado de la carretera nacional y montaba un chiringuito compuesto por ella misma, una silla abatible y, los días de mucho sol, una sombrilla de playa. Era curioso verla, con su faldita minúscula, sus gafas oscuras y su escote abismal, sentada, tranquila y quieta como una estatua, simplemente esperando. De vez en cuando algún automovilista reducía la marcha, y ella se limitaba a seguirlo con la mirada. Ningún gesto provocador, ninguna seña. Había escogido su sitio a conciencia, en medio de dos accesos a la carretera: uno antes de llegar a su altura, para los muy decididos; el otro un poco más allá, para los indecisos o faltos de reflejos. Y detrás de ella, oculto por matorrales, estaba el lugar en donde se suponía que atendía a su parroquia. Al frente, al otro lado de la carretera, unos metros más adelante, había un puesto de pesaje de camiones y vehículos de gran tonelaje. En otro tiempo —cuando la chica no había aparecido todavía— se habían instalado allí otras como ella que se ofrecían a los conductores en grupo y sin el menor recato. Pero alguien debió de quejarse y durante unos meses el sitio quedó falto de ese tipo de oferta. Luego se ubicó allí otra chica, una competidora, que no tenía ni silla ni sombrilla y que, a diferencia de la primera chica —que permanecía sentada como quien espera a que le traigan el café con bollos— aguantaba de pie, con los brazos cruzados. Las dos estaban buscándose la vida como podían, pero a la chica de la sombrilla se la veía muy puesta, muy “profesional”, mientras que la otra parecía renegar de su suerte. Con frecuencia, bajaba la cabeza, se encogía sobre sí misma y daba pequeños puntapiés al suelo. Más que competencia, las dos se complementaban, pues las dos constituían idéntico reclamo, y se les suponía un acuerdo tácito: la una atendía a los clientes que transitaban en un sentido de la carretera y la otra a los que lo hacían en sentido contrario. Seguramente cada una de ellas llevaba la contabilidad propia y calculaba a distancia la de la otra. Hoy no ha bajado bandera, la pobre. O qué buen día llevas, cabrona, y yo sin estrenarme. La primera en desaparecer del lugar fue la segunda chica. La de la silla aguantó unas semanas más pero también se fue. Hacía demasiado frío para esperar tan ligera de ropas un café con bollos que nunca llegaba. Allí se quedó la silla abatible, volcada por el viento, al borde de la carretera, como una oficina vacía cuya propietaria hubiese tenido que huir de repente hacia ninguna parte. De la otra chica no quedó ni rastro.
[Cosas de la vida ] 05 Octubre, 2008 09:25
Era un chico a quien desde pequeño los adultos lo consideraban carne de cañón, un enunciado que se utiliza para aludir o calificar, casi siempre en voz baja y en tono despectivo, a aquellos chavales que han nacido y se han criado en un entorno muy problemático, que no manifiestan ningún interés por el estudio ni se adaptan a la escuela y que en cambio demuestran una inclinación precoz a meterse en todo tipo de problemas, especialmente en algunos que rozan los límites de la ley. Cuando entraron a robar al instituto, por ejemplo, él fue uno de los sospechosos, aunque, finalmente, no se le pudo demostrar nada. Durante el fin de semana, los ladrones se habían colado en el edificio sin forzar ninguna puerta y sin que se dispararan las alarmas. Desaparecieron dos ordenadores y una cámara de video del salón de audiovisuales, pero la policía no pudo determinar ni quién ni cómo había podido acceder, cargar con los aparatos y salir sin dejar huellas. Un comentario irónico del chico, y el hecho de que hubiera estado rondando por los pasillos en aquella otra ocasión en que alguien había reventado la taquilla de un alumno y se había apropiado del dinero del viaje de fin de curso acabado de recaudar en el patio en la fiesta de la castañada, lo convirtieron en el candidato número uno a ser o el autor o el cómplice de las fechorías. Sin embargo, nadie estuvo por la labor de investigarlo a fondo o de hostigarlo, entre otras cosas porque, aunque sospechoso y con fama de gamberro, se trataba de uno de esos chicos que, en el fondo, suscitan más lástima o incluso simpatía que animadversión, algo a lo que también contribuía su carita de niño guapo, incomprendido y desvalido. Había cumplido los quince años en Segundo de la ESO, y los profesores habían acogido con alivio su decisión de cambiar de centro. La última vez que lo había visto, su antiguo tutor le había hecho una serie de reflexiones sobre la vida y el futuro, y la necesidad de que cada uno de nosotros encuentre su sitio en este mundo. “Aunque no lo veas claro, tienes que intentar descubrir qué es lo que te gustaría hacer y cómo te gustaría ganarte la vida”, le había dicho. “El problema, cuando no estudias, es que te vas cerrando puertas. Y, en la vida, cuantas más puertas abiertas tengas, mejor”. Como siempre, las palabras le habían entrado al chico por un oído y le habían salido por el otro. Sin embargo, al cabo de unos meses, el antiguo tutor tuvo la certeza de que el chico había encauzado su vida. Se cruzaron por la calle, y el chaval, muy animado, le dijo: “¡Me he apuntado a un módulo de cerrajería!”