[Cosas de la vida ] 28 Septiembre, 2008 10:26
Todos incubamos en nuestro interior monstruos latentes que de vez en cuando se desperezan. El suyo, uno de sus monstruos, comienza a manifestarse cada vez que él accede al recinto de un cajero automático. Si el lugar está vacío, él entra, ajusta el pestillo de seguridad, extrae el dinero con premura y luego, antes de salir, comprueba que no haya nadie sospechoso a los alrededores. Si ya hay alguien dentro, espera a que salga, aunque se trate de uno de esos espacios con varias máquinas dispensadoras y alguna de ellas esté libre. Sólo cuando tiene mucha prisa se atreve a compartir el recinto con otro cliente, y entonces la obtención de efectivo se convierte en un acto tenso, angustioso, lleno de contingencias. El otro puede ser un atracador que simula estar sacando dinero, el miembro de una banda de falsificadores que grabará la clave de su tarjeta, o alguien que tiene un cómplice fuera al que, según la cantidad que él extraiga,  le dirá por señas si vale la pena abordarlo. Esta vez, el miedo del hombre le viene con retruque. Ha entrado en el cajero creyendo que estaba vacío, pero detrás de una columna se ha encontrado con la mirada del otro. Y tras ese primer respingo, ha notado en aquellos ojos un chispazo de reconocimiento, como una herida de la memoria. “Hola”, ha dicho él por puro reflejo. El otro no ha contestado. Lo que sigue ocurre como a cámara lenta: él se dirige hacia la máquina y, después de varios intentos —el bolsillo del pantalón se niega a soltar su presa— extrae la cartera y la tarjeta. Sus movimientos son torpes. Ha utilizado el cajero cientos de veces, pero ahora parece no recordar cuál es la ranura adecuada. Cuando la encuentra, ésta escupe un par de veces el plástico, como si lo rechazara, y finalmente lo engulle. Sintiendo la mirada del otro fija en su nuca o en sus manos —qué sabe él—, teclea el importe y la clave —esta vez no le ha parecido adecuado tapar una mano con la otra— y espera la respuesta, que le impacta como una sentencia: “Saldo insuficiente.”  Rectifica el importe, bajando la cantidad, pero la frase se repite, como un mal augurio: “Saldo insuficiente.” ¿Vería la pantalla el otro, desde donde se encontraba? ¿Adivinaría lo que le estaba pasando? ¿Estaba esperando a que sacara el dinero para pedirle que se lo diera? ¿Y, en ese caso, él, se lo daría? ¿Todo? ¿Una parte? ¿Se justificaría diciendo: mira mi saldo? Comprobó el disponible: dieciocho euros. Mierda. Si, al menos, el cajero diera billetes de diez euros… Por llevarse algo, imprimió un comprobante de las últimas operaciones, miró de soslayo al otro y salió a la calle, esta vez sin tomar precauciones. Dentro, el otro ni se había movido del suelo, en donde se arrebujaba entre cartones. Más tarde, los dos intentarían recordar un apellido de los tiempos del instituto. ¿Gordillo… Bonillo…? ¿Méndez… Meléndez…?
[Familia Price ] 21 Septiembre, 2008 10:46
En todos los sitios en los que había vivido, José Ignacio Price había tenido fantasías sexuales con una o varias vecinas. Teniendo en cuenta que su residencia siempre había sido inestable—él se consideraba casi un nómada—, que las vecinas que suscitan deseos son tan abundantes y variadas como los gustos de los hombres, y que tanto hombres como mujeres son proclives a complicarse la vida, lo raro es que alguna de esas ensoñaciones no se hubiese hecho realidad. “Con una vecina, todo puede pasar”, me había dicho una vez José Ignacio. “Coincides con ella, solos, en el ascensor y, por unos instantes, se abre un mundo. Ella te dice que va para el trastero, pero que le da cierto yuyu bajar sola. Y tú piensas que la acompañarías al trastero con mucho gusto, pero lo que te da yuyu es su marido, que es guardia urbano. Así que le dices: ‘es verdad, da cierto yuyu’, y te apeas del ascensor con un interrogante que escuece como una herida: ¿Qué habrá querido decir ella?” Luego, según José Ignacio, la duda cicatriza, pero vuelve a emerger a veces, de forma recurrente, desde el saco sin fondo de las oportunidades perdidas. Las fantasías son caprichosas, imprevisibles, incontrolables. Bueno, la realidad también. A José Ignacio se le cumplió una de sus fantasías, pero con la vecina equivocada, con una con la que él nunca había tenido fantasías. Por eso lo pilló tan desprevenido. Una vecina nueva, poco atractiva, le pidió que entrara a su casa, porque se le había atascado la puerta de un armario de la cocina. Cuando él se giró, después de comprobar que la puerta abría con dificultad, pero abría, se encontró con que la vecina se había subido el jersey y le enseñaba sus pechos desnudos. Todo fue muy rápido, y le dejó un regusto extraño. Después de ese primer y único encuentro sexual, todo fueron desencuentros. “Estoy embarazada”, le confió, en el ascensor, dándole a entender que él era el padre. Meses después, a esta primera mala noticia siguió otra, todavía peor: “Me voy a separar…”  Y, después de un tiempo, otra, que fue la puntilla: “Quiero que el niño tenga tu apellido…” Ahí, José Ignacio se dio cuenta de que le sería imposible escapar, pues, además de no haber vivido su propia fantasía, o de haberla vivido con la vecina equivocada, ahora estaba atrapado en una obsesión, la de ella. Como última esperanza, accedió a someterse a las pruebas de paternidad. Resultaron negativas, entre otras cosas, porque ella tenía un embarazo psicológico. Tampoco estaba casada. José Ignacio, después de un estallido de euforia, se sumió en una depresión. Ahora aborrece las fantasías.
[Familia Price ] 14 Septiembre, 2008 10:48
¿Has soñado cómo podría ser una noche ideal con una de las mujeres más hermosas del planeta?, me dijo, sin más, Juan Tenorio Price cuando le pregunté sobre su cita a ciegas con Scarlett Dearn. Juan Tenorio había ganado un concurso para cenar con la famosísima actriz, y yo ardía en deseos de saber los pormenores de ese encuentro. Por supuesto que el término “cita a ciegas” se refería solamente a ella, quien se había prestado a una campaña benéfica, ideada por una ONG, mediante la cual uno de los cientos de miles de internautas anónimos que habían realizado un donativo tendría derecho a asistir a una cena íntima con Scarlett Dearn, la diva hollywoodiense. A diferencia de Scarlett, que ignoraba todo sobre Juan Tenorio, él y cualquier persona medianamente informada sabían la vida y los milagros de Scarlett: su ingreso desde muy pequeña al estrellato del celuloide, sus dos nominaciones al Oscar, sus escándalos, sus excentricidades… Juan Tenorio, pues, jugaba con ventaja. Sin embargo, con lo que no contaba era con que la intérprete del antipático y repelente papel de Los secretos de Scarlett —una parodia de sí misma— fuese en realidad una mujer culta, desenvuelta y sencilla. En una palabra: encantadora. “La verdad es que congeniamos desde el primer momento”, dijo Juan Tenorio, como si eso fuera la cosa más natural del mundo. Ese primer momento había sido, según él, en la limusina en la que pasó recogerlo la propia Scarlett para que los condujeran a su restaurante preferido. La cena íntima no lo era en absoluto, pues contaba con la presencia de fotógrafos, de cámaras de televisión y del representante de la actriz, quien, sentado a una mesa cercana, no les había quitado ojo durante toda la velada. A pesar de ello, los dos se lo habían pasado en grande. Tanto, que al atardecer del día siguiente, la misma limusina había vuelto a recoger a Juan Tenorio en el hotel, pero esta vez no para llevarlo a ningún restaurante, sino directamente a la mansión de la actriz, quien, liberada de los incordios del día anterior, había sumado a sus encantos todo su poder de seducción. “Sí, nos amamos”, confirmó Juan Tenorio, como quien da cuenta de una obligación cumplida. Se habían compenetrado tan bien que ella le había propuesto verse cada día o, si él no podía, fijar un día de la semana o del mes. En cualquier caso, verse con cierta regularidad. “¿Y…?”, pregunté yo, intuyendo, por el tono de Juan Tenorio, que algo no iba bien. “Le dije que no”, dijo. Y al ver mi semblante boquiabierto, encogiéndose de hombros, añadió: “Ya sabes que yo no soporto la rutina”.
[Familia Price ] 07 Septiembre, 2008 10:59
La actitud de Juan Eliécer Price cuando tomaba el sol o la fresca en aquel banco del parque revelaba un estado de ánimo contradictorio. Algunas veces, Juan Eliécer se mostraba eufórico: saludaba a los conocidos y bromeaba con ellos, entablaba conversación con los desconocidos, se sumaba a las persecuciones de los chiquillos a las palomas, galanteaba con las adolescentes, examinaba los parterres, interrogaba a los del servicio de limpieza, compartía su asiento con quien apareciera… Otras veces, Juan Eliécer marcaba su territorio ocupando la parte central del banco y manteniéndose con la cabeza gacha, como adormilado, o con la mirada perdida, ajeno al bullicio, a los viandantes, a las madres con cochecito, a la chiquillería, a las palomas, a las pandillas de estudiantes… En otras ocasiones, Juan Eliécer lo observaba todo, pero con una expresión de desconcierto y de fastidio. Era como si las cosas y las personas le molestaran, como si estuvieran en deuda con él, como si le hubieran arrebatado algo, o hubiese sido víctima de alguna injusticia. Uno de los días que lo vi comunicativo me atreví a acercármele. “¡Hombre, el gran escritor…!”, ironizó. “Hombre, el gran… ¿recién jubilado?”, insinué. “¡No tan rápido, amigo, no tan rápido!”, replicó. “Entonces, qué haces tantas horas en este parque”, pensé. Él, como si me hubiera leído el pensamiento, prosiguió: “¿Sabes? Cuando yo era pequeño, hubiese querido ser niño prodigio. Pero, cuando tenía edad de ser niño prodigio, ya había otros niños prodigio y se me pasó la edad de ser niño prodigio sin haber descubierto ningún talento en mí. Entonces pensé que podría ser una revelación del deporte, uno de esos deportistas que, desde muy jóvenes, se convierten en famosos y millonarios. Sí, yo quería ser uno de ellos. Pero, pasaron los años y yo no destaqué en ningún deporte. Entonces consideré que tal vez tendría que dedicarme a la política. En política, por aquellos años, había ministros jovencísimos a los que todo el mundo admiraba. Pero me llegó la edad en que podría ser ministro, y ni siquiera había comenzado la carrera. Entonces me consolé pensando en que al cabo de algún tiempo tendría la edad de ser presidente del gobierno. Sin embargo, cuando tuve edad de ser presidente, nombraron presidente a uno que tenía la edad de los ministros jóvenes. Con todo esto te quiero decir que nunca he llegado a tiempo de ser nada.” Yo pensé: “¿Y todo eso qué tiene que ver con este banco de jubilado?”. Juan Eliécer, como si escuchara mi mente, continuó: “¿Ves este banco? Ningún cabrón de mi generación ocupará antes que yo este banco de jubilado.”