A las diez preguntas del examen final, el profesor solía añadir otra con la que él mismo se exponía a las aprobaciones, reprobaciones, críticas, alabanzas o iras de sus examinandos: “Escribe lo que más te ha gustado y lo que menos te ha gustado de esta asignatura”. Se trataba de un método que le permitía someter a juicio sus métodos didácticos, descubrir preferencias sorprendentes, captar simpatías o antipatías ocultas, alimentar su ego o confirmar que, como docente, él era poco menos que un desastre. Podría pensarse que una pregunta así no tiene sentido, pues los alumnos podrían sentirse coaccionados. “¿Esta respuesta puntúa, profe?” “No, no puntúa; pero al que me haga mucho la pelotilla le pondré un cero”. Las respuestas eran de todos los colores y aportaban informaciones útiles. Por ejemplo, alguna vez los alumnos habían coincidido en que lo que más les había gustado de la clase era el día en que el profesor le había hecho una broma a fulanito. “Ese día se habían reído mucho”. Y el profesor, que había olvidado la anécdota por completo, había sonreído al recordar el efecto que había producido aquel comentario gracioso sobre fulanito. En cambio, a fulanito lo que menos le había gustado de la clase era que el profesor no respetaba a los alumnos: “Un día me humillaste en clase y eso es lo que no me ha gustado”. Vaya. Pero eso había sido otro año. Ahora, el profesor tenía curiosidad por saber la opinión de aquel chico que no había hecho nada durante el curso: ni ejercicios, ni deberes, ni exámenes... Se trataba de un alumno que nunca aprobaba ni se interesaba por nada, que cuando asistía a clase parecía haberse “automedicado”  —valga el eufemismo—,  que en mitad de cualquier explicación podía ponerse a cantar y a dar palmas, a simular con la boca el bramido de una motocicleta o a hablar a gritos con alguien situado al otro extremo de la clase —costumbre, ésta última, no muy extraña en las aulas— y que la mayoría de las veces se dedicaba a dormitar o a dibujar garabatos en la libreta. Pues este alumno, que durante todo el curso había dado pruebas de una vida interior muy rica y de un pasotismo exterior absoluto hacia los conocimientos, y que por suerte para él y para todos ya había cumplido la edad de escolarización obligatoria y debía abandonar el instituto para aprender un oficio o incorporarse al mundo laboral, dejó en blanco las diez preguntas del examen y contestó a la undécima con una frase que dejó estupefacto al profesor: “Las clases han sido muy divertidas. Me gustaría estar un año más”.