“Todos somos lo que somos y lo que los demás creen que somos”, dije. Y a ese primer trabalenguas, añadí otro: “Y a veces somos más lo que los demás creen que somos que lo que realmente somos…” Aunque no estaba seguro de que el tipo me entendiera —ni siquiera sabía si yo mismo me entendía—, proseguí: “Si alguien se llama Juan, pero nosotros creemos que se llama Pepe, para nosotros, ese Juan será Pepe, haga lo que haga y se ponga como se ponga.” “Es verdad”, dijo el tipo, que empezaba a entender por dónde iban los tiros. Hablábamos en mesas contiguas, en la terraza de un bar. “Y cuando nos enteramos de que se llama Juan y no Pepe, nos llevamos una especie de decepción…” “Claro”, dijo el tipo, mientras se limpiaba con la punta de la lengua un copo de espuma de cerveza que se le había adherido al bigote. “Cuando nos enteramos de que se llama Juan y no Pepe, en tono enfadado, como si la culpa fuera suya, decimos: Ah, pues yo creía que se llamaba Pepe…” Todo eso lo explicaba yo mientras intentaba recordar cómo se llamaba el tipo con el que conversaba. ¿José Ángel? ¿Pepe Luis? ¿Juan Ramón? “Incluso, a veces, vamos más allá: Ah, pues el nombre de Juan no te pega; te pega más Pepe.” ¡Qué situación más curiosa! Aquel tipo—cuyo nombre yo no acertaba a recordar en ese momento a pesar de conocerlo desde hacía años— debía de estar pasándolo mal porque tampoco recordaba mi nombre. Lo que posiblemente sí recordaba era que, en nuestros encuentros anteriores, al referirse a mí, había utilizado cinco nombres diferentes. Ahora, mientras charlábamos, cada uno de los dos debía de estar repasando el santoral en busca del nombre del otro. La diferencia era que él había pronunciado varias veces mi nombre en vano, mientras que yo siempre evitaba mencionar el suyo. ¿Cómo narices se llamaba aquel tipo? Por suerte, me vino una iluminación: “Oye, tienes que darme una tarjeta de visita, porque hace poco un amigo me preguntó si conocía a alguien de un concesionario…” Como un resorte, el tipo se sacó no una, sino tres tarjetas de visita: una de vendedor de coches, otra de asesor informático y otra con su dirección y teléfono particulares. Claro, Juan Miguel Price, recordé. “Gracias, Juan Miguel”, le dije. Y a continuación le apagué de golpe la lucecita que le había aparecido en la mirada. “Lo siento, yo no tengo tarjeta”, dije. “No pasa nada, Humberto”, contestó, y enseguida se dio cuenta de que había vuelto a meter la pata. En ocasiones diferentes me había llamado Genaro, Gerardo, Guillermo, Gonzalo, Gabriel y, finalmente, Humberto. “No te preocupes, puedes llamarme como quieras”, le dije. “Mientras no me llames ‘gilipollas’, que es como me llama mi mujer…”
[Cosas de la vida
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29 Junio, 2008 10:16
[Cosas de la vida
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22 Junio, 2008 07:56
El hombre entra resoplando al comedor. ¿Cuánto van?, pregunta a su hijo-asistente. Cero a cero, pero domina Alemania. Bueno. A ver qué hace Portugal, dice el hombre, ya sentado frente al televisor, con una cerveza en la mano. Pero, ¿qué es ese ruidito?, pregunta, al instante. Es el ordenador portátil, está entrando alguna llamada, contesta su hijo-asistente. Uhá, ¿quién será a estas horas?, pregunta el hombre, como si no supiera que el único que le llama por el ordenador es su hermano, que vive en Canadá. Hola, ¿qué tal?, contesta, mientras mira de reojo al televisor. Nada, que tenía un ratito y quería conversar, dice su hermano. Vaya. Juegan Portugal y Alemania, y su hermano, que hace meses que no le llama, tiene ahora un ratito para conversar. Ah, pues yo estaba viendo un partido de la Eurocopa, dice el hombre, por si su hermano, entiende la indirecta. ¿Por allá no se sigue la Eurocopa? No, yo lo que sigo es el golf, dice su hermano. El otro día, por cierto, Tiger Woods hizo cosas increíbles. Cómo te parece que el tipo, en un par cinco, cae en un bunker, y desde el bunker bla, bla, bla. ¡Dios mío! ¡Están jugando Portugal y Alemania…!, piensa el hombre. ¡… Un eagle en el hoyo ocho!, dice su hermano. ¡Mierda, ya han marcado! Han marcado el primer gol, y su hermano en el hoyo ocho. En ese momento suena el teléfono fijo. Una tal Juani, dice su hijo-asistente. Joder, joder, joder… ¿Qué querrá Juani a estas horas? Espera un momento, le dice el hombre a su hermano; tengo una llamada por el fijo. ¿Qué pasa, Juani? Te llamo porque me ha pasado una cosa increíble, dice Juani. Resulta que nos quieren cobrar el transporte escolar de mis hijos. ¿Queeeeeeeeé?, piensa el hombre. ¿Están jugando Portugal y Alemania y Juani me llama para contarme que le quieren cobrar el transporte escolar de sus hijos? ¡Gol! ¡Papi, ha vuelto a marcar Alemania!, grita el hijo-asistente. ¡Mierda!, piensa el hombre. Oye, Juani: perdona, es que estoy hablando con mi hermano de Canadá. Oye—le dice después a su hermano—: perdona, es que tengo una amiga con un problema; te llamo más tarde. ¡Uf! ¡Menos mal…! Ahora, ya puede llamar el Papa de Roma, que no me pongo. ¿Cuánto van? Gana Alemania por cero a dos. Bueno, a ver qué pasa. Coño, con tanta interrupción, se ha calentado la cerveza. El hombre va a la nevera a por otra, y en ese momento el hijo-asistente grita: ¡Gol de Portugal! Mierda, mierda, mierda… A ver si la segunda parte… Pero, no. Por ahí por el minuto 50, se empieza a oír una voz infantil que grita repetidamente: ¡Papel! En el minuto 55, el hombre, desde el comedor, pregunta: ¿Qué quieres? ¡Papeeel!, insiste el niño. Collons de niño. En el minuto 61, el hombre, en el lavabo, pregunta: ¿No te he dicho mil veces que lo primero que tienes que hacer al entrar en el lavabo es fijarte en si hay papel? En ese momento, su hijo- asistente grita desde el comedor: ¡Gol de Alemania! ¡Por favor, por favor, por favor…! Este partido ya acaba así, piensa el hombre. Pero en el minuto 86 llaman a la puerta unos Testigos de Jehová. Y en el minuto 87, mientras el hombre intenta desembarazarse de ellos, marca Portugal. Portugal, dos; Alemania, tres. No hay más goles. Mejor.
[Cosas de la vida
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15 Junio, 2008 10:09
El hombre se levantó de la tumbona, caminó hasta la orilla y dejó que las olas le chapotearan suavemente en los pies. Luego fue metiéndose poco a poco en el agua, levantando las rodillas a medida que avanzaba. El agua estaba más fría de lo esperado. Cuando el nivel del líquido le llegó hasta la cintura fue subiendo los brazos, primero en cruz y luego en vertical, y siguió avanzando, a saltitos, hasta mojarse los sobacos. Se detuvo unos instantes, como para tomar aire, y se zambulló hacia delante, desapareciendo por unos instantes. Al salir, sólo se le veía la cabeza y, a veces, con el movimiento de las olas, parte de los hombros. Ahora parecía bracear, y su figura se había reducido a un punto que iba disminuyendo poco a poco en dirección a… ¿A qué dirección debía de ir? Visto desde uno de los farallones de la playa, el punto, su cabeza, era el vértice inferior de un rombo en cuyo vértice superior se veía un barco petrolero, allá a lo lejos, y en cuyos dos vértices laterales flotaban dos boyas de señalización, amarillas. El punto, su cabeza, parecía dirigirse en línea recta hacia el petrolero. Pero el petrolero estaba demasiado lejos, varias millas mar adentro. Bueno, había nadadores que cruzaban el Canal de la Mancha o el Estrecho de Gibraltar, o que hacían la travesía de Valencia hasta Mallorca. ¿Sería el punto uno de ellos? ¿Quién iba a saberlo, si no había nadie a pie de playa, salvo una acompañante del punto que, ajena a todo, dormitaba en otra tumbona? El punto, ahora, había modificado el trayecto y se desplazaba hacia una de las boyas. Ahora ya no se podía hablar de rombo, pues estaba claro que el objetivo del punto no era llegar hasta el petrolero. Ahora, lo que había era un triángulo rectángulo formado por el punto y las dos boyas. En este triángulo, el punto y la boya más cercana formaban el cateto más corto, y hacia ella se desplazaba el punto, que nadaba cada vez más lento. A medida que avanzaba, el cateto se iba acortando, hasta que, finalmente, el punto se agarró desesperadamente a la boya. El triángulo había desaparecido y ahora sólo quedaban dos líneas rectas posibles: una, más corta, pero absurda, desde una boya a la otra, y otra, más larga, desde la boya a la playa. El punto optó por ésta última. Vacilante, comenzó a trazarla. El oleaje ahora era un poco más intenso. Sólo un poco más, pero suficiente para que el punto, a medio camino, desapareciera. Luego, el único testigo del suceso, un profesor de matemáticas que contempló todo desde el farallón, intercambió impresiones con la mujer de la tumbona. “Voy a darme un chapuzón”, había dicho el punto. Fue a la hora de la siesta.
[Cosas de la vida
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08 Junio, 2008 09:26
A las diez preguntas del examen final, el profesor solía añadir otra con la que él mismo se exponía a las aprobaciones, reprobaciones, críticas, alabanzas o iras de sus examinandos: “Escribe lo que más te ha gustado y lo que menos te ha gustado de esta asignatura”. Se trataba de un método que le permitía someter a juicio sus métodos didácticos, descubrir preferencias sorprendentes, captar simpatías o antipatías ocultas, alimentar su ego o confirmar que, como docente, él era poco menos que un desastre. Podría pensarse que una pregunta así no tiene sentido, pues los alumnos podrían sentirse coaccionados. “¿Esta respuesta puntúa, profe?” “No, no puntúa; pero al que me haga mucho la pelotilla le pondré un cero”. Las respuestas eran de todos los colores y aportaban informaciones útiles. Por ejemplo, alguna vez los alumnos habían coincidido en que lo que más les había gustado de la clase era el día en que el profesor le había hecho una broma a fulanito. “Ese día se habían reído mucho”. Y el profesor, que había olvidado la anécdota por completo, había sonreído al recordar el efecto que había producido aquel comentario gracioso sobre fulanito. En cambio, a fulanito lo que menos le había gustado de la clase era que el profesor no respetaba a los alumnos: “Un día me humillaste en clase y eso es lo que no me ha gustado”. Vaya. Pero eso había sido otro año. Ahora, el profesor tenía curiosidad por saber la opinión de aquel chico que no había hecho nada durante el curso: ni ejercicios, ni deberes, ni exámenes... Se trataba de un alumno que nunca aprobaba ni se interesaba por nada, que cuando asistía a clase parecía haberse “automedicado” —valga el eufemismo—, que en mitad de cualquier explicación podía ponerse a cantar y a dar palmas, a simular con la boca el bramido de una motocicleta o a hablar a gritos con alguien situado al otro extremo de la clase —costumbre, ésta última, no muy extraña en las aulas— y que la mayoría de las veces se dedicaba a dormitar o a dibujar garabatos en la libreta. Pues este alumno, que durante todo el curso había dado pruebas de una vida interior muy rica y de un pasotismo exterior absoluto hacia los conocimientos, y que por suerte para él y para todos ya había cumplido la edad de escolarización obligatoria y debía abandonar el instituto para aprender un oficio o incorporarse al mundo laboral, dejó en blanco las diez preguntas del examen y contestó a la undécima con una frase que dejó estupefacto al profesor: “Las clases han sido muy divertidas. Me gustaría estar un año más”.
[Niños
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01 Junio, 2008 13:27
El viernes por la tarde, el pirata dijo a su servidor que necesitaba un vestido de pirata, una espada de pirata y un parche para el ojo. Como ya era bien entrada la tarde, el servidor le dijo al pirata que las tiendas de ropa de pirata ya estarían cerradas, así que era mejor esperar hasta el sábado. En ésas apareció la madre del pirata, buscó en los arcones de la ropa en desuso y encontró unos pantalones viejos del pirata, una camiseta a rayas horizontales del hermano del pirata y un cinturón de ella misma, la madre del pirata. Ninguna de estas prendas eran de pirata, pero la madre del pirata se las probó al pirata y, en conjunto, le quedaban que ni pintadas (de pirata). Los piratas suelen ser caprichosos e imprevisibles: a pesar de que sabía que aquellas no eran ropas de pirata, el pirata las dio por buenas, y convino en que ya sólo necesitaba una espada y un parche para el ojo. Así que, la mañana siguiente, temprano, lo primero que hizo fue despertar al servidor para que saliera en busca de las dos prendas. El servidor, a regañadientes, pues era sábado —y los sábados los servidores suelen levantarse más tarde—, se fue a recorrer la ciudad en busca del parche y de la espada. “Una espada pequeña”, había advertido el pirata, pues era bajito, y no era cuestión de que, al andar, la punta de la espada le arrastrara por el suelo. El servidor entró en varias tiendas, pero en todas ellas le dijeron que las armas de pirata ya no se llevaban —y menos en esa época del año—, así que comenzó a pensar que no conseguiría la espada. Y como no podía regresar de vacío —todo el mundo conoce el mal genio de los piratas— optó por ir comprando todo lo que podría gustar más al pirata que una espada pequeña: un alfanje, una cimitarra, un sable, una katana, un mandoble… Así, tendrá para escoger, pensaba el servidor, a quien no le importaba gastarse una fortuna con tal de no contrariar al pirata. A eso de las doce, el servidor llevaba dieciocho maravedís menos en la bolsa y un pequeño arsenal de armas largas. Pero, ni asomo del parche. ¡El parche! ¿Sabe usted en dónde puedo encontrar un parche de pirata?, preguntó en una tienda en la que acababa de comprar un florete. Como no sea en los chinos… ¡En los chinos, claro…! Era el sitio en el que la madre del pirata le había dicho que mirara. Afortunadamente, había bazares chinos por todas partes. En uno de ellos, el servidor encontró un equipamiento completo de pirata con espada pequeña, parche, garfio, puñal, pistola, pata de palo, pañuelo y anillo en forma de calavera, todo ello por dos maravedís. El servidor regresó a casa, entre contento y avergonzado. Pero, antes, como previsión ante las iras de la madre del pirata, se deshizo, arrojándolas en contenedores, de todas las armas que había comprado antes de entrar en el bazar.





