A las once menos cuarto de la mañana, el científico deja a un lado su cuaderno de anotaciones, guarda la estilográfica, cierra los ojos, respira hondo varias veces y piensa: “Ahora, el aire que respiro, la sangre que circula por mis venas y todas y cada una de las células de mi organismo se concentran en una sola energía que fluye vertiginosa hacia mi cabeza, se junta con mis pensamientos y forma un remolino luminoso que, impulsado desde los pliegues más recónditos de mi cerebro, sale disparado en tu busca.”  El científico, con movimientos suaves y pautados, se levanta, se abrocha la bata y se dispone a abandonar su despacho, mientras piensa: “Ahora, ese halo invisible pero poderoso que se ha desprendido de mi mente se desplaza raudo por el edificio A, sale al jardín, cruza la valla, entra al edificio B, atraviesa rellanos, tabiques y puertas, entra a tu laboratorio, te ve inclinada ante el microscopio y te golpea en la sien como una descarga de rayos láser.” El científico sale del despacho, entra al ascensor y, mientras pulsa el botón de la planta baja, piensa: “Sí, soy yo, amor mío. ¿Por qué te sorprendes? Este deseo de tomar café que te acaba de asaltar es mi pensamiento, que ahora está dentro de ti. ¿Verdad que me escuchas? Bien. Pues, como me escuchas, ahora mismo vas a dejar lo que estás haciendo y vas a bajar a la cafetería. Yo estaré allí, en la terraza, desayunando y esperándote.” El científico llega hasta la cafetería, se sienta ante la mesa que le da más visibilidad sobre la entrada del edificio B, pide un café con leche y una ensaimada, y piensa: “Bueno: ahora mismo estás bajando por el ascensor. Sigues escuchándome, ¿verdad?  Yo, alto y claro. Además de escucharte, casi puedo verte. ¿A que hoy traes el vestido pistacho que te resalta esas mechas de fuego que te han hecho? ¿No? ¿El marrón? Ese también te sienta estupendamente.” Al rato, mientras dobla y desdobla el sobre vacío del azucarillo y mira repetidamente el reloj, el científico ruega: “Ahora mismo vas a salir por esa puerta, te vas a dirigir directamente hasta esta mesa, me preguntarás si no me importa que te sientes a mi lado, me dirás que hace tiempo que querías conocerme, y descubriremos enseguida que estamos hechos el uno para el otro.” Después de un enésimo vistazo al reloj, el científico se levanta, paga la consumición y, tras dirigir una mirada desolada al edificio B, se introduce en el edificio A. Luego, en su despacho, se sienta, extrae la estilográfica y escribe el resultado del experimento, un resultado recurrente desde su época de colegial: “La telepatía sigue sin funcionar”.